Yo también, pero tampoco


por Ulises Granados

Nota: Este texto es una respuesta al ensayo “Los prefiero crujientes,” de Mauricio Amparán.


Los chilaquiles son un platillo sumamente popular que goza de una aceptación casi unánime entre los mexicanos. Nadie (que no esté a dieta) rechaza un buen plato de chilaquiles; si acaso, se debate entre el color de la salsa o la carne con que quiere acompañarlos. Los casos como éste son raros en una cultura que tanto gusta de la discusión: las enchiladas de mole, las enchiladas suizas, los tacos al pastor, el pozole; o, quizá, alguna de las opciones industrializadas de la alimentación nacional: la coca fría y el gansito.

En su ensayo Mauricio Amparán Díaz nos ofrece un panorama general de los chilaquiles basándose sobre todo en la textura de los mismos: ¿qué bondades nos ofrece el chilaquil crujiente? Se lleva mejor con el huevo estrellado y con los frijoles refritos, se puede chopear el pan en la salsa, se ingieren menos carbohidratos por porción y hay un cierto disfrute en masticar totopos crujientes que los totopos remojados no ofrecen.

Estoy de acuerdo, en términos generales. Quiero decir, hay razón en los argumentos, y sin embargo, prefiero los chilaquiles aguados, pero no esos que describe. Los prefiero ligeramente remojados; no apelmazados, no de esa manera casi pantanosa como los da a imaginar Amparán Díaz en su texto. Existe un punto medio, quizá el punto exacto: una textura específica a la que llega el platillo después de cierto tiempo de haberlo preparado y cuya vida es breve. Bien planeados, los chilaquiles alcanzan su consistencia óptima en el tiempo que transcurre entre que te los preparan para llevar y el momento en que encuentras un lugar adecuado para sentarte a comer. Y, conseguido ese punto exacto, la yema del huevo estrellado mejora muchísimo el sabor y la textura del plato.

Por otro lado, y guardando las distancias, este dilema es el mismo que nos presenta el plato de cereal. Me atrevería a decir, incluso, (ya lo he dicho en otro lado) que los chilaquiles son las zucaritas de los crudos. Intentemos, pues, matar dos piedras de un pajarazo: prefiero los chilaquiles, del mismo modo que las zucaritas, ligeramente remojados. Que truenen, pero que ya se hayan mezclado lo suficiente con el líquido con que se sirven; que ofrezcan esa sensación crocante que buscamos, pero en un buen bocado en el que se mezclen bien todos los sabores.

Dicho esto, volvamos al asunto principal, quizá el motivo por el que no terminan de gustarme crujientes, recién servidos, es que para replicar ese platillo hay que tener todos los ingredientes, cada uno por separado, listos para utilizarse. Así, si uno quiere llevarse al trabajo (los que trabajen) unos chilaquiles para comer fuera como si hubieran sido preparados en casa, debe llevar un tóper con salsa, otro con crema, otro con queso, una bolsa con totopos, cubiertos y un recipiente para mezclarlo todo, sin considerar el huevo estrellado, el pollo, el bistec o la proteína que cada quien desee agregar. Los chilaquiles crujientes, con todo y sus bondades, son un platillo que requiere de una circunstancia más específica. Con todo listo y dispuesto es fácil imaginar la escena y disfrutar un buen plato repleto, desbordante, mientras nos guarecemos de la lluvia al interior de un hogar cálido donde gozamos de la compañía de nuestros seres queridos y de una buena plática de sobremesa interrumpida, si acaso, por los ocasionales bocados de pan mojado con salsa y crema. Al terminar la porción, es posible echar una segunda ración de totopos sobre la salsa restante, como hacemos con las zucaritas, y continuar con la ingesta y la conversación.

Imaginados así, también prefiero los chilaquiles crujientes por encima del cartón aguado que se obtiene al dejar los totopos en remojo por suficiente tiempo. Este formato de chilaquiles, por su parte, se coloca en una imagen distinta. Ciertamente es fácil situarlos en el ámbito de las oficinas o de la comida de puestos callejeros, fijos o ambulantes; pudieran ser parte también de esa otra categoría gastronómica tan nuestra como es el recalentado; y, en años recientes, de la comida a domicilio.  

Por supuesto, ambos retratos son producto de generalizaciones y, por tanto, tienden a la mentira. Ni los crujientes son un ideal hogareño que se produce sólo en sitios donde la vida puede ralentizar su paso en oposición al mundo contemporáneo, ni los aguados son el único producto que se ofrece en el precarizado mercado laboral mexicano de las primeras décadas del siglo XXI. Quizá por ello prefiero salir de esta falsa dicotomía y elegir unos chilaquiles remojados, pero tampoco tanto; crujientes, pero no resecos: en su punto justo, con lo mejor de ambas opciones. Pero me gusta discutir.

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