POR CAMILA CHICO
Las manos se entrelazan, son listones cálidos y fríos, más que antes, más que nunca.
Los brazos férreos de un alguien se rompen, el abrazo perpetuo corrompe y se rompe. Meteoritos estrepitosos.
Es algo nuevo, son extensiones de piel que se desgranan y se desenvuelven. Son liras en sus manos, es el aliento de toro tras su nuca, son grandes escarabajos en su pubis, es papilla y miel seca en su boca, es piel de conejo en sus uñas, es el fin de un comienzo o el comienzo de un fin. Es algo.
Córneas violetas, pupilas que devoran el iris jacarandá y lo destrozan, estampidas monocromáticas. Quiere dar un paso, pero no la dejan. El dedo gordo del pie tantea como un infante las partículas del aire, cuales figuras de plástico, amorfas, anónimas; las quiere conocer, las quiere andar, quiere metérselas en la boca, llenarlas de saliva hasta inundarlas, pero no recuerda cómo.
—Quiero jugar…
Ignora. Se anima a poner un pie sobre la tierra, casi llora, casi… Los cristales sabotean su carne hasta hacer moños carmesí de segunda, el óxido deja círculos anaranjados y putrefactos, sale un líquido amarillento que se impregna en su piel, la quema, siente el olor a carne y se le revuelve el estómago. Algo filoso se hunde el en dedo más chiquito, lo deja pendiendo de un hilo, lo embiste un toro y cae en silencio el dedito gris.
Abejas mueren en su garganta, se deja caer y busca el dedo con su boca desdibujada. Saborea la sal, el óxido, el cobre, todo se derrite en su lengua. Cera caliente ambigua cae y un caballo galopando la desparrama.
Un Hércules le retuerce las muñecas. Añil el puño hace una sinfonía con sus huesos papiros, rojas las cuerdas entrelazan sus pestañas y se las arrancan una por una, difunto aquel que dirige la orquesta agónica. Les hace cosquillas con sus yemas microscópicas y hace piruetas correosas con sus cordeles sucios. El Hércules queda boca arriba, tambaleándose en su mugre, meciéndose como un tonto en la mugre de todos.
Quiere ahuyentar a los cuervos pero tiene miedo a las palomas blancas. La mirada furtiva, oscura, se clava en esas pupilas dilatadas, el negro se rellena de negro, cenizas de laurel, oscuridad total y nada más.
Ahora las manos son dos y tantean el espacio oxidado, nuevamente experimenta el dolor, tan nuevo para ella. Ciega, temerosa, curiosa. Las patas del Hércules, que aún lucha por incorporarse, le raspan los brazos.
Toca los cuernos del toro, acaricia su cabeza con total ingenuidad. En tanto él mastica su dedito gris, tiene los ojos inyectados de sangre, se la lleva por delante, sumergido en un bravío humano fuera de su compresión, atraviesa el concreto y la oscuridad, pateando la cabeza de un buey, las figuras humanas, dejando todo lo que significó ser un toro.
El foco se balanceaba de un lado a otro, pero ella no lo sabe. Sus coletas rubias desalineadas, su vestido a cubos resquebrajado, una mano tocando la sangre de un de un niño que tuvo suerte (podía imaginar, o tal vez no, lamentos metálicos femeninos) y otra mano tocando…
—Muñeca…
Siento mi muñeca, su puntiaguda nariz, su trajecito con su pequeño sombrero, los ojos exageradamente contorneados. La tomo y trato de ponerme de pie, como puedo. Extraño mis zapatos de charol, con ellos no me daba cuenta de cuán vil puede ser la tierra que uno pisa.
¡Muñeca, afortunada eres al no sentir! Me duele… no debí moverme de donde estaba. Mi pequeño dedo, pobrecillo… Al menos tú los tienes a todos. O eso creo… Espero que papi no se moleste al verme incompleta.
¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué eran esos ruidos? ¿Qué era ese dolor que visitó al mundo? Si tan sólo pudiera quitarme esta tonta venda… ¿Dónde estará papá?
La pequeña abrazó su muñeca, en medio de escombros y cuerpos. Llora porque no sabe, pero no sabe que es feliz porque no sabe. No debe saber, todo es pesadilla, es pesadilla… No lo es. Se acomoda las coletas rubias sin soltar a su muñeca. Se quiere quitar la venda de sus ojos violáceos, pero algo la detiene…
—¡Maya! ¡Maya!
—¿Papá?
—¡No, Maya!
Sus ojos se inundan de lágrimas, una sonrisa se dibuja en su rostro. Lastimado, cubierto de polvo, con la ropa rasgada, pero vivo, abraza a su pequeña en medio de la desolación y el aroma a muerte.
—Papá… papá…
—Hija, escúchame ¿Te has quitado la venda?
—No…
—¿¡Estás diciendo la verdad!?
—Sí papá, es la verdad, lo juro…
Aliviado, con una mueca de satisfacción en su rostro, toma en brazos a su hija y la arropa sobre su pecho golpeado.
—Escúchame, Maya… Quiero que duermas ¿sí? Duerme… Sigue durmiendo, no te detengas en esta pesadilla, nada es real… Nada es real… Nada.
—¿Dónde está mamá?
—Ahora no, hija mía, sigue soñando, que nada ha pasado aquí.
La pequeña Marie duerme como se lo ordena su padre, ajena a la pesadilla, pero dentro de ella aún abraza a su muñeca. Él ve que le falta su pequeño dedo gris y quiere arrancarse los pocos cabellos negros que le quedan. Camina esquivando torsos y manos. Irónicamente ve un cuervo picoteando los ojos de su esposa y una paloma blanca que observa el espectáculo mientras se come un laurel. Le lloran lágrimas grises, las bebe. Las hormigas caminan alrededor de lo acontecido, comen la carne de un arlequín.
Ya no se oyen bombas caer, ya no hay nada. Sólo Marie, Maya, Muñeca, Padre, Pablo, la ciudad, el cuadro… y un toro gris.
Sobre la autora: Camila Chico. Buenos Aires, Argentina (10 de diciembre de 1994), toca el saxofón (alto) y escribe desde los trece años. Actualmente reside en Banfield y estudia Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA).En el año 2011 ganó el primer premio de narrativa breve, en el “XXIII Certamen Nacional De los Cuatro Vientos”, lo que llevó a la publicación de su primer libro La Noche en Rouge. En el 2012 fue finalista. Actualmente colabora con la revista virtual “Embestida” y en el blog “Escritores Juveniles”.
FB: Camille Chico.
Blog: http://imprudenteblues.blogspot.com.ar/
Ilustración de Isura Arnelia. Síguelo en su página.