Alicia, mujer lobo


por Angela Carter

traducción del inglés de Alejandra Tapia Silva

 

Si esta niña andrajosa, con sus harapos sucios, pudiera hablar como nosotros, se habría llamado a sí misma lobo; pero ella no puede articular palabra, aunque aúlla porque está sola —pero “aullar” no es la palabra correcta para describir lo que ella hace, ya que es lo suficientemente joven para hacer el sonido que los cachorros hacen, burbujeante, delicioso, como el que hace una sartén con mantequilla al fuego. Algunas veces, los oídos agudos de su parentela adoptiva la escuchan a través de un irreparable abismo de ausencia; le contestan desde un bosque de pinos lejano y desde el borde liso de la montaña. Sus contrapartes cruzan en cielo nocturno; tratan de hablar con ella, pero no pueden porque ella no entiende su lenguaje, aunque sabe cómo usarlo, porque ella no es un lobo, aunque fue amamantada por ellos.

Su lengua jadeante cuelga; sus labios rojos son gruesos y frescos. Sus piernas son largas, magras y musculosas. Sus codos, sus manos y sus rodillas están ligeramente callosas porque ella siempre corre con las cuatro extremidades. Nunca camina; ella trota o galopa. Su pasos no son como nuestros pasos.

En dos piernas mira, en cuatro piernas olfatea. Su larga nariz siempre está temblorosa, escudriñando cada olor con el que se topa. Con esta útil herramienta, ella investiga largamente todo lo que atisba. Ella puede percibir mucho más del mundo de lo que nosotros podemos con sus sensibles y finas fosas nasales; tanto que su vista débil no la molesta. Su nariz es más sensible por la noche que nuestros ojos durante en día, de manera que prefiere la noche, cuando el reflejo de la luz de la luna no lastima sus ojos y extrae las variadas fragancias del bosque donde deambula cuando puede. Los lobos permanecen lejos de las armas de los campesinos y ahora no los encontrará ahí.

Hombros amplios, largos brazos, y ella duerme enroscada de manera sucinta, como si estuviera acunando su cola en la columna vertebral. Nada en ella es humano excepto que ella no es un lobo; es como si el pelaje que ella creía que vestía se hubiera fundido con su piel y se hubiera convertido en parte de ella, aunque no exista. Como las bestias salvajes, vive sin un futuro. Sólo habita el tiempo presente, en una fuga de lo continuo, un mundo de inmediatez sensorial sin esperanza ni desesperanza.

Cuando la encontraron en un cubil a lado del cadáver de su madre adoptiva muerta a balazos, ella no era más que un criatura tan enmarañada en su propio cabello café que ellos no pensaron, al principio, que se trataba de una niña sino de un lobato; ella mordió a quienes la salvaron con sus caninos puntiagudos hasta que la amarraron por la fuerza. Pasó sus días entre nosotros en cuclillas e inmóvil, mirando a la pared blanca de su celda en el convento a donde la llevaron. Las monjas le echaron agua, la picaban con varillas para hacer que se pusiera de pie. Después ella les arrebataría el pan de sus manos y correría con él a una esquina para masticarlo de espaldas a las monjas; fue un gran día para las novicias cuando ella aprendió a sentarse en sus patas traseras y rogar por un pedazo de pan.

Ellas se dieron cuenta de que si la trataban con amabilidad, no era incorregible. Aprendió a reconocer su plato; después, a beber de una taza. Ellas se dieron cuenta de que le podían enseñar unas pocas cosas, trucos sencillos, pero como no sentía el frío tomó un largo tiempo sonsacarla para ponerle una enagua y cubrir su atrevida desnudez. Sin embargo, ella siempre se veía salvaje, impaciente ante las restricciones, con un temperamento caprichoso; cuando la Madre Superiora trató de enseñarle a dar las gracias por haberla rescatado de los lobos, Alicia arqueaba su espalda, pateaba y se retiraba a un rincón de la capilla, se ponía en cuclillas y temblaba. Se orinaba y defecaba —revertida, por completo y aparentemente, a su estado natural. De esta manera, sin ningún escrúpulo y después de nueve días de asombro y vergüenza continua, la niña fue entregada a la casa sola y profana del duque.

Depositada en un castillo, se enfurruñó y olfateó un hedor a carne, sin el más mínimo olor a azufre, ni a familiaridad. Se sentó en sus patas traseras y suspiró a la manera de los perros, que sólo expulsan su aliento y no significa ni alivio ni resignación.

El duque está marchito como el papel viejo; su piel seca cruje con las sábanas de la cama cuando se las quita para sacar sus delgadas piernas llenas de viejas costras donde las espinas marcaron su piel. Su habitación, pintada de color terracota, oxidada con una estela de dolor, es como el interior de una carnicería Ibérica; en cuanto a él, nada puede lastimarlo desde que dejó de reflejar su imagen en los espejos.

Él duerme en una cama hecha de astas de hierro forjado hasta que la luna, la institutriz de todas las transformaciones y guardiana de los sonámbulos, estira su dedo imperativo a través de la angosta ventana y lo despierta: entonces sus ojos se abren.

Por la noche esos ojos enormes, inconsolables, rapaces, son devorados por su la luna hinchada y brillante. Sus ojos sólo ven apetito. Se abren para devorar al mundo en que no ve, por ningún lado, el reflejo de sí mismo; ha pasado a través del espejo y ahora, de aquí en adelante, vive como si estuviera en el otro lado de las cosas.

La leche derramada y brillante de la luna cae sobre el pasto seco y congelado; en una noche así, con un clima lunático de metamorfosis, la gente dice que puedes encontrarlo fácilmente, si has sido lo suficientemente descuidado como para estar deambulando fuera ya tarde, lo puedes ver escabulléndose por la pared del cementerio con un jugoso torso colgando tras su espalda. La luz blanca ilumina la zona una y otra vez hasta que todo lo ilumina y él dejará las huellas de sus patas en la escarcha cuando corre aullando alrededor de las tumbas en sus fiestas lupinas.

Para la hora temprana y roja de los atardeceres de mitad del invierno, todas las puertas están cerradas con barrotes por millas. Las vacas se agachan ansiosas en el establo cuando él pasa, los perros lloran y ocultan sus narices en sus patas. Él carga en sus hombros frágiles una extraña carga de miedo; se encuentra en la categoría necrófago, como un ladrón de cuerpos que invade la última privacidad de los muertos. Es blanco como la lepra, sus uñas están negras de tanto escarbar, y nada lo disuade. Si llenaras un cadáver con ajo él babearía de gusto: cadavre provençale. Él usa los crucifijos como un lugar para rascarse y se acuclilla sobre la pila bautismal para beber con avidez el agua bendita.

Alicia duerme en las cenizas suaves y cálidas de la chimenea; las camas son trampas, y ella no se quedaría en ninguna. Puede llevar a cabo las pocas y pequeñas tareas para las que fue entrenada por las monjas, barre los cabellos, las vértebras y las falanges que cubren el suelo con un recogedor, hace su cama al atardecer, cuando él se levanta y las bestias grises aúllan afuera, como si supieran que esa transformación es una parodia. Crueles hacia sus presas, para los de su clase son sensibles. Si el duque hubiera sido un lobo, lo habrían expulsado del grupo, tendría que haber andado millas atrás de ellos, temblando con sumisión hasta el cadáver, sólo después de que ellos lo han comido y están durmiendo, para roer los huesos mordidos y masticarlos a escondidas. Sin embargo, amamantada por los lobos en las montañas donde su madre la tuvo y la abandonó, Alicia, que no es ni un lobo ni una mujer, es su ayudante de cocina y no sabe qué más hacer por él más allá de los quehaceres de la casa.

Ella creció con bestias salvajes. Si pudieras transportarla, en su suciedad, harapos y desorden silvestre al Edén de nuestros primeros comienzos, donde se encontraban una Eva y un Adán gruñones y acuclillados en un montículo de margaritas, Alicia podría haber sido la niña sabia que guía a todos, a su silencio, a sus aullidos, a un lenguaje tan auténtico como cualquier otro lenguaje de la naturaleza. En un mundo de bestias y flores parlantes, ella sería el capullo de piel en la boca de un león de buen corazón: ¿pero cómo puede la manzana mordida regenerar su cicatriz?

La mutilación es lo suyo; aunque de vez en cuando, ella emite un gruñido involuntario, como si sus cuerdas vocales nuevas fueran un harpa de viento que se mueve por los impulsos azarosos del aire, sus susurros, más oscuros que las voces de los tontos.

Profanaciones familiares en el cementerio del pueblo. El féretro estaba rasgado con el abandono con que un niño abre un regalo la mañana de Navidad, de su contenido, no se puede encontrar ni una señal, más que un pedazo de un velo de novia en el que habían envuelto al cadáver. Se pudo atrapar, mientras revoloteaba en la cerca del cementerio, de manera que ellos supieron a donde había huido el profanador, hacia su castillo sombrío.

En ese periodo de tiempo, en el trance de estar en ese lugar de exilio, esta niña creció entre cosas que no podía nombrar ni percibir. Qué pensaba, cómo se sentía, esta extraña perenne con sus pensamientos silvestres y su sensibilidad fundamental que existía en un flujo de impresiones en transformación constante; no hay palabras para describir la manera en que ella negociaba el abismo de sus sueños, y esos despertares tan extraños como el dormir. Los lobos cuidaron de ella porque sabían que ella era un lobo imperfecto; nosotros la aislamos en una privacidad animal porque temíamos por su imperfección, pues ella nos mostraba lo que pudimos haber sido; de manera que el tiempo pasó, aunque ella casi no se dio cuenta de ello. Y empezó a sangrar.

Su primer periodo la confundió. No supo qué significaba y las primeras conjeturas que experimentó giraban alrededor de la posible causa. La luna había estado brillando cuando ella se despertó al sentir un hilo de sangre entre sus muslos y le pareció que un lobo que quizá la apreciaba, pues los lobos la apreciaban, y ¿vivía en la luna? la había mordisqueado entre las piernas mientras ella dormía, y la había sometido a una serie de mordiscos afectuosos demasiado suaves como para despertarla, pero lo suficientemente fuertes como para romper su piel. La forma de esta teoría era aun vaga, y de ésta, resultó un razonamiento salvaje, como si un ave al vuelo hubiera arrojado una semilla en su mente.

El flujo continuó por algunos días, lo cual le pareció un periodo de tiempo interminable. Ella no tenía una noción clara del pasado, del futuro, de la duración, sólo un momento inmediato y sin dimensiones. En la noche, merodeaba a la casa vacía buscando algún trapo para secar su sangre; ella había aprendido la higiene elemental en el convento, o lo suficiente para saber que debía enterrar sus excrementos y limpiar sus jugos naturales, aunque las monjas no tuvieron forma de decirle cómo debía hacerlo. No fue la incomodidad, sino la vergüenza la que la obligó a hacerlo.

Encontró toallas, sábanas y fundas de almohada en un clóset que no se había abierto desde que el Duque vino llorando al mundo con todos sus dientes, para morder y arrancarle el pezón a su madre con una mordida, y volver a llorar. Encontró un vestido alguna vez se usó para asistir a un baile en los armarios llenos de telarañas… amontonados en las esquinas de la habitación sangrienta…. mortajas, camisones y ropa de luto envolvían los restos del menú del duque. Ella rasgó pedazos de las telas más absorbentes para cubrirse torpemente. En el curso de sus rondas, se topó con el espejo por cuya superficie el duque pasaba como un viento helado.

Primero, trató de acariciar su reflejo con el hocico; después, pegó su nariz a él de manera industriosa, y se dio cuenta de que no emitía olor alguno. Se hizo moretones en la boca con el espejo frío y rompió sus uñas tratando de pelearse con esta extraña. Ella vio, con irritación, y luego con diversión cómo ésta seguía todos los movimientos que ella hacía: Cuando ella levantaba su pata delantera para rascarse o arrastraba su trasero a lo largo de la alfombra polvorienta para quitarse alguna sensación ligeramente incómoda de esa parte de su cuerpo.

Restregaba su cabeza contra su rostro reflejado, para demostrar que quería ser amigable con ella, y sentía una superficie fría, sólida e inamovible entre ambas —¿se trataba de una jaula invisible, quizá? A pesar de esta barrera, ella estaba lo suficientemente sola como para pedirle a esta criatura que intentara jugar con ella, le mostraba sus dientes y le hacía muecas; al mismo tiempo ella recibía una invitación recíproca. Alicia se ponía contenta; empezó a dar vueltas, a ladrar con felicidad, pero, cuando ella se retiró del espejo, saltó en medio de su éxtasis, confundida, al ver cómo su nueva amiga se hacía más pequeña.

La luz de la luna entró en la habitación inmóvil del duque desde atrás de una nube y ella vio cómo era este lobo pálido, que no era realmente un lobo y jugaba con ella. La luna y los espejos tienen mucho en común: no puedes ver atrás de ellas. Iluminada por la luna blanca, Alicia-mujer lobo se miraba en el espejo y se preguntaba si se trataba de la bestia que había venido a morderla por la noche. Después, sus sensibles oídos se aguzaron al escuchar pasos en el vestíbulo; trotando de regreso hacia la cocina, se encontró al duque con una pierna sobre su hombro. Las uñas de sus pies golpeteaban las escaleras cuando Alicia pasaba descuidadamente, ella, la serena, inviolable en su inocencia absoluta e indeseable.

Pronto el sangrado cesó. Ella lo olvidó. La luna desapareció; pero, poco a poco, reapareció. Cuando nuevamente la luz visitaba su cocina con toda su fuerza, Alicia-mujer lobo se sorprendía una y otra vez con el sangrado y esto continuó, con una puntualidad que transformó su vaga noción del tiempo. Aprendió a esperar estos sangrados, a preparar sus trapos para lidiar con ellos, y después, a enterrarlos. La secuencia se fue afirmando por la costumbre y más tarde comprendió el principio cíclico del reloj a la perfección, sin importar que todos los relojes desaparecieran de la guarida donde ella y el Duque vivían soledades separadas, de manera que podríamos decir que ella descubrió la acción misma del tiempo mediante su ciclo.

Cuando estaba enroscada en las cenizas, su color, textura y calor le traían a la mente el vientre de su madre adoptiva desde el pasado y lo imprimía en su piel; su primer recuerdo consciente, doloroso como la primera vez que las monjas trataron de cepillar su cabello. Aulló un poco, con una trayectoria más firme y profunda, para obtener el consuelo inescrutable de la respuesta de los lobos, pues ahora el mundo alrededor de ella estaba adquiriendo forma. Ella percibía una diferencia esencial entre ella misma y sus alrededores que no podía tocar —sólo, los árboles y el pasto de la pradera ya no le parecían una emanación de su nariz indagante y sus oídos alertas, y eso era suficiente para ella, una especie de escenario que esperaba su llegada para adquirir significado. Ella se vio a sí misma sobre el paisaje, y sus ojos, con una claridad sombría, adquirieron una mirada velada, introspectiva.

Ella pasaría horas examinando la nueva piel que había nacido después de su sangrado. Se lamería con su larga lengua y se cepillaría el cabello con los dedos. Examinaba sus nuevos senos con curiosidad; los bultos blancos le recordaban nada menos que a unos hongos nocturnos que había encontrado alguna vez en sus excursiones nocturnas por el bosque, una aparición natural pero desconcertante. Entonces, para su sorpresa, encontró una diadema de vello joven crecido entre sus ingles. Se los enseñó a la que vivía en el espejo, que la tranquilizó al enseñarle que ella también los tenía.

El duque caza en el cementerio; él mismo cree que es más o menos un hombre, como si sus diferencias obscenas fueran un signo de gracia. Durante el día, él duerme. Su espejo refleja fielmente su cama, pero nunca su figura magra entre las cobijas desordenadas.

Algunas veces, en esas noches blancas en que ella se queda sola en casa, saca los vestidos de baile de la abuela del duque y rueda en el suave terciopelo y el encaje porque hacerlo deleita su piel adolescente. Su amiga íntima del espejo se enrollaba los vestidos alrededor del cuerpo, arrugando la nariz del placer con los olores antiguos pero aun potentes del almizcle y civet que se despertaban en las mangas y los corpiños. Esta fidelidad habitual a sus movimientos, por fin aburrida, le despertó la duda lamentable de que hubiera la posibilidad de que su amiga no fuera, de hecho, nada más que una variedad particularmente ingeniosa de la sombra que ella proyectaba en el pasto. ¿No había luchado como el resto de la basura del cuarto, con su sombra? Pegó su nariz a la parte trasera del espejo; sólo encontró polvo, una araña atrapada en su propia red y una montaña de trapos. Un poco de humedad goteaba de sus ojos, pero ahora su relación con el espejo era aun más íntima, ahora que sabía que se miraba a sí misma dentro de él.

Tomó con sus patas el vestido que el duque había ocultado tras el espejo por un tiempo. Pronto le sacudió el polvo y experimentalmente metió sus piernas en las mangas del vestido. Aunque el vestido se rasgó y se arrugó, era tan blanco y su textura era tan sinuosa que ella pensó, antes de ponérselo, que debía quitarse la capa de cenizas con la bomba de agua que había en el patio, pues sabía cómo usarla gracias a su astuta pata delantera. En el espejo, ella vio cómo este vestido blanco la hacía brillar.

Aunque no pudo correr muy rápido en dos piernas y con las enaguas, trotó con su vestido nuevo para investigar los olorosos setos de octubre, como una debutante del castillo, deleitándose consigo misma, pero aun, de vez en cuando, aullándole a los lobos con una especie de triunfo melancólico, porque ahora ella sabía cómo vestir ropa y así se había puesto un signo visible de que era diferente a ellos.

Las huellas de sus pies en la tierra húmeda eran tan bellas y amenazantes como las que aquél hombre, Viernes, dejó.

El joven esposo de la novia asesinada pasó un largo tiempo planeando su venganza. Llenó la iglesia con un arsenal de campanas, libros y velas; una serie de balas de plata; trajeron también una tina de diez galones llena de agua bendita en un carromato desde la ciudad, donde fue bendecido por el arzobispo mismo, para ahogar al duque, si las balas lo esquivaban. Se reunieron en la iglesia a cantar una letanía y esperaron a quien los visitaría con las primeras muertes del invierno.

Ella sale de noche más seguido ahora; el paisaje la completa y viceversa. Ella significa este espacio.

Le pareció que la congregación de la iglesia estaba tratando de imitar, sin éxito, el coro de los lobos. Ella los asistía, con su voz educada por algún tiempo, meciéndose acuclillada y contemplativa en la cerca del cementerio; después su nariz se movía para captar el hedor a muerto que le avisaba que el que vivía con ella se encontraba cerca; alzando su cabeza ¿qué podían hacer sus ojos nuevos y entusiastas más que espiar al señor del castillo de las telarañas intentar llevar a cabo sus rituales de caníbal?

Y si su nariz tiene el destello sospechoso del olor asfixiante del incienso, y él no, es porque ella es mucho más sensible que él. Ella correrá, entonces, ¡correrá y correrá! cuando escuche el estruendo de los balazos, porque esos mataron a su madre adoptiva; entonces, con la misma cadencia de su trote, empapado en agua bendita, él correrá también, hasta que el viudo dispara la bala de plata que muerde su hombro y le quita la mitad de su piel ficticia, de manera que tiene que ponerse de pie como cualquier bípedo herido y cojear dolorosamente de la mejor forma posible.

Cuando vieron a la blanca novia saltar de las tumbas para correr hacia el castillo con el hombre lobo dando traspiés tras ella, los campesinos creyeron que la víctima más querida del duque había venido para hacerse justicia por su propia mano. Corrieron gritando la presencia de una venganza fantasmal contra el duque.

Pobre criatura lastimada… atrapada en tales estados extraños, una transformación abortada, un misterio incompleto, ahora yace retorciéndose en su cama negra en un cuarto que parece una tumba Micénica, aúlla como un lobo con un pie en una trampa, o como una mujer en labor de parto, y sangra.

Primero, ella estaba temerosa cuando escuchó el sonido del dolor, en caso de que la pudiera lastimar a ella, como le había pasado antes. Merodeaba la cama, gruñendo, oliendo la herida del duque, que no huele como la de ella. Entonces, ella tuvo compasión como la tuvo su madre demacrada y gris; saltó a la cama del duque a lamer, sin dudas, sin asco y con una gravedad tierna y rápida, la sangre y el polvo de las mejillas y la frente del duque.

La lucidez de la luz de la luna iluminó la pared roja; el cristal racional, el señor de lo visible, registró imparcialmente a esta niña que cantaba suavemente.

Mientras continuaba su tarea, este espejo, con una lentitud infinita, cedió a la fuerza reflexiva de su propia construcción material. Poco a poco, apareció dentro de él, como una imagen que emerge en el papel fotográfico, primero una red sin forma de tapicería, la presa atrapada en su propia red. Después un contorno más firme pero aun ensombrecido, hasta que por fin la imagen fue vívida como la vida misma, como si Alicia hubiera creado con su lengua suave, húmeda y dulce, la cara del duque, finalmente.

 

(de The Bloody Chamber, 1979)

 

Angela Carter (1940-1992) fue una narradora y periodista británica. Su vida y su carrera se distinguieron por una permanente búsqueda de independencia, de la cual (tras un divorcio y un revelador viaje a Japón) surgió su estilo particular, mezcla de literatura feminista y fantástica. En sus últimas obras, también se interesó estéticamente por los mundos del teatro, el circo y el cabaret. Murió de cáncer de pulmón a los 51 años.

Alejandra Tapia Silva es egresada de la licenciatura de Letras Modernas Inglesas por la UNAM y de la maestría en Estudios de Asia y África, especialidad en Japón, por El Colegio de México. Tiene más de diez años de experiencia en el ámbito de la edición y la traducción y actualmente labora en el departamento de publicaciones del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM. Cuenta con dos traducciones literarias publicadas: la novela gráfica El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde (Lectorum 2013) y Amenaza de Michelle Gagnon (Planeta 2014).

Entrada previa El amarillo
Siguiente entrada La vida secreta de los árboles