El polvo


Ni el agua fluye con tanta libertad como el polvo, que, sin importarle que las ventanas o puertas estén cerradas, se acumula sobre el librero y el buró. Acaso sólo falta pestañear para que el mundo se llene de polvo, y no importa cuánto se limpie, el polvo vuelve, para recordarnos que somos el Sísifo de nuestra casa. A veces me coloco en un banco y durante semanas observo cómo cae ese oro molido y oxidado, como quien ve un reloj de arena para matar el tiempo, hay más placer en ello que en observar cómo el sol y la luna se turnan el cielo.

Estudié en un colegio de monjas, donde cada año, en ese ritual casi satánico, nos ponían una cruz de ceniza sobre la cabeza, mientras nos decían que éramos polvo y que no podíamos pensar en ser nada más. Yo me quedaba con esa exquisita idea de ser la materia con la que está hecho el viento, de moverme sin preocupación por el mundo, de viajar por los continentes y descansar en cualquier mueble, sobre las camas de los muertos. Creo que el polvo también tiene su ciclo, como el del agua, que sube al cielo y cae sobre otro tipo de océano. Lloverá polvo sobre nuestras cabezas.

El desprecio a las cosas empolvadas es injusto. Quién no ha arrugado la nariz frente al polvo acumulado, pasando los dedos sobre el objeto. Mis padres guardan reliquias y las exhiben como adornos en su casa. Los arados con los que mis abuelos trabajaron la tierra, un fuste que se presume de casi un siglo, una piedra que quizá fue un metate, encontrada en una cueva y de la cual no podríamos saber la edad, planchas antiguas y más herramientas de labranza. No puedo evitar sentir respeto a esos objetos, que parece que siempre guardan una capa de polvo sobre sí, aun cuando están limpios, como si les naciera de las entrañas. Tienen el color opaco de las cosas del tiempo. Sin embargo, el mayor sentimiento es de nostalgia, porque sé que esas herramientas en otro tiempo tuvieron la gloria de la juventud, que fueron útiles.

El mundo no tiene otro destino que el de convertirse en desierto, el reino de lo antiguo, ese laberinto imposible de resolver. Borges ve en la arena, que además es polvo, la sustancia que fue imaginada para medir el tiempo de los muertos. Tiene razón, porque todo con el polvo muere, hasta lo que ya está muerto. Las bisagras de las puertas se atascan, los muebles pierden su pintura, en las plantas, impide la fotosíntesis y termina por matarlas; oí que el motor de un tanque de guerra deja de funcionar si le entra polvo. Pero que no haya tristeza, no es nada más que la muerte. Dejen que el polvo se acumule sobre mí, que cubra arrugas y heridas, que me entierre.

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