Borracho yo he nacido
borracho yo he crecido
y sé sinceramente que
borracho he de morir.
La relación entre la literatura y el alcohol se distingue por una visión romántica muy popular, según la cual el segundo funciona como musa inspiradora y ángel destructor de la creación artística. Esto no es de extrañar, pues algunos de los ídolos literarios más grandes son recordados por tener una copa, jarra o botella en la mano. Cuando se propone como tema narrativo, el papel de la bebida es un poco más ambivalente: algunos la utilizan como recurso poético que vuelve a sus personajes entidades profundas, interesantes o atormentadas, mientras que otros optan por un ángulo más violento, donde la adicción y la autodestrucción van de la mano. Es en este último caso donde encontramos títulos como Chin Chin el teporocho (1972) de Armando Ramírez y Juan Pérez Jolote (1952) de Ricardo Pozas, obras donde el alcoholismo es una respuesta directa, y a veces necesaria, de los personajes ente el perfil socioeconómico y la cultura que los rodea. Aunque la primera se establece como una novela ubicada en Tepito, conocido como barrio bravo, y la segunda es una investigación antropológica de la región de Chamula, en el estado de Chiapas, la línea entre ficción y realidad es muy difusa en ambos casos. El trabajo de Ramírez, por ejemplo, establece su contexto histórico en el año 1968, lo que le lleva a ser cronista del movimiento estudiantil y sus consecuencias sociales, mientras que Casas, un antropólogo, se toma muchas licencias creativas para llenar los espacios en la vida de Juan, su objeto de estudio. Al final, independientemente del género o géneros literario que exploran, los dos autores dejan testimonio de vidas marcadas por el signo de la pobreza, donde el único elixir para pasar los días se encuentra en una botella de alcohol.
Chin Chin el teporocho nos cuenta la vida de un hombre que ha llegado al círculo más bajo del infierno mexicano y lo ha perdido todo, incluyendo su humanidad. Ya no es una persona, un amigo o un familiar; ahora es simple y sencillamente un “teporocho”, un cuerpo cubierto de mugre, hinchado por la bebida, que diariamente consume alcohol de 90 grados de cualquier vinatería mezclado con refresco de tamarindo y arrastra sus pocas pertenencias de una esquina a otra. Lo único que le queda de su vida pasada es el apodo que tenía, el de Chin Chin, con el cual se identifica entre sus compañeros del abismo. No es difícil ubicar esta imagen como un símbolo casi tradicional de la gran mancha urbana que es la Ciudad de México, y tampoco cuesta mucho imaginar qué historia de pobreza y marginación lo arrastró hasta ese nivel. La misión de Armando Ramírez es devolverle su forma humana a esta figura, regalarle palabras, pensamientos, recuerdos de un pasado que nunca fue prometedor, pero donde por lo menos había esperanzas. Así, los ojos vidriosos que miran hacia la nada quedan a un lado y dan paso a un hombre que tuvo familia, trabajo e incluso conoció el amor. El teporocho deja de ser un bulto por evitar en la banqueta y se convierte en Rogelio, un joven oriundo de Tepito que perdió a sus padres cuando niño y que nos obsequia su historia a cambio de un cigarro.
Criado por sus tíos y en compañía de sus primos, Rogelio lucha por ganarle la batalla a los sinsabores de su entorno e intenta ser feliz dentro de los estrechos muros de su barrio. A pesar de lo baja que es su paga, logra ahorrar para gastos sencillos que lo apartan de la miseria y lo vuelven un poco más feliz, como pantalones y camisas nuevas o salidas a baños públicos donde puede asearse con sus amigos. Su posición tampoco le impide enamorarse de una bella muchacha, la hija de un español acomodado, y lograr ser correspondido con dulzura. Además, es un hombre consciente de la injusticia y la pobreza que lo rodea, así como de los movimientos sociales que se llevan a cabo en ese momento y con los cuales no puede terminar identificarse, pues lo afectan como trabajador pero le interesan como mexicano. No obstante, la violencia y el aire corrupto derrumban poco a poco los frágiles cimientos donde se sostiene su vida, y sin los cuales no puede definirse ni seguir avanzando. Su familia se fractura por la muerte violenta de ambos primos y el desamor de la pareja de tíos, pierde su trabajo porque ya lo puede reemplazar una máquina, sus amigos más cercanos comienzan a ensuciarse las manos en negocios turbios relacionados con las drogas y él mismo termina por ceder ante la tentación de la prostitución, aun cuando tiene una novia que lo busca fielmente. Pareciera que su destino está sellado por el aire viciado que lo rodea y lo hunde, por lo cual su única salida es adormecer todos sus dolores con su teporocha:
Los teporochos en la esquina comienzan a tomar, a platicar, a hacer bromas, y a pedir limosna a la gente que pasa a su lado, entre ellos se encuentra gilberto, que ya tambien toma con ellos, asi como gilberto, se comienza primero, uno se emborracha uno o dos dias, luego una semana o quince dias y al final del camino, todos los dias, hasta que uno se muere de congestión alcoholica o una cirrosis hepatica o de alguna enfermedad venerea o ya de plano porque uno no sirve ni pa’maldita la cosa… [sic]
Por su parte, Juan Pérez Jolote tampoco tuvo nunca las de ganar: aunque llegó a ser alguien importante dentro de su comunidad, esto no lo salvó de ser víctima fatal de su adicción. Al igual que en Chin Chin…, este libro se enfoca en la vida de un hombre humilde y la cultura que lo rodea, por lo que también está narrado en primera persona. Juan abandona a su familia a muy temprana edad debido a los constantes abusos físicos de su padre alcohólico y se refugia en diversas fincas y cafetales donde gana suficiente para sobrevivir. Diversos giros de la vida lo llevan a la cárcel, de donde pasa a luchar en la Revolución, primero con el bando de Huerta y después con el de Carranza. Eventualmente regresa a su natal Chamula y se reconcilia con su familia, recupera su idioma, su vestimenta y sus tradiciones para comenzar una nueva etapa en su vida. Siguiendo las costumbres de su pueblo, contrae matrimonio con mediación de sus padres y obtiene diversos cargos en el Ayuntamiento regional, inicia como alcalde y luego pasa a ejercer de secretario, sacristán y alférez.
La comparación de Juan con Rogelio puede considerarse contradictoria, pues el proceso de Jolote es inverso: pasa de perderlo todo a recuperarlo. Por eso, es cuestionable que diga que “nunca tuvo las de ganar”, pues no hay una causa evidente para su alcoholismo; es más, ni siquiera he mencionado cuando comienza a beber. Esta ausencia es bastante importante, pues es el rasgo que unifica ambos libros: independientemente de su región geográfica y situación cultural, la bebida es una parte de sus vidas diarias, no un complemento ni un esparcimiento lujoso. Ya antes de volcarse al alcohol de 90 grados con refresco, Rogelio bebe todos los días en el momento que más convenga. Las botellas de cerveza y tequila pasan por su garganta como agua corriente, no son un permiso que se ha dado ni un momento de relajación, sino un impulso primitivo que lo lleva a consumir alcohol como si de pan se tratara. En el caso de Juan, la bebida tampoco tiene nada de recreativa, sino que sirve para fines rituales y costumbristas dentro de su comunidad indígena. Las fiestas tradicionales, los tratos cerrados, las celebraciones matrimoniales, de nacimiento o luctuosas, todas exigen que una o dos botellas de aguardiente sean vertidas y terminadas en el trascurso de la reunión. Jolote se vuelve alcohólico en el momento en que acepta ser gobernador, pues así se lo exige el cargo. El licor acompaña todas las decisiones que se toman en el Ayuntamiento regional, y aún como alférez debe beber cada vez que oficia alguna celebración. No es de extrañar que su hígado termine destruido, pues su consumo es desproporcionado y termina por ser el de un adicto.
En el mes de septiembre del año que estuve en servicio, murió mi papá, porque bebía mucho trago; se acostumbró a beberlo cuando vivió en el pueblo dando su servicio. Estuvo veinte días tomando, y después se le quitó la gana de tomar. Quedó enfermo; ya no quiso comer y se murió.
La narración de ambas vidas se acompaña de estilos agresivos y poco convencionales. Chin Chin el teporocho no tiene ningún interés por respetar reglas gramaticales de ningún nivel. Hay párrafos sin puntuación ni mayúsculas; palabras carentes de tilde e incluso algunas mal escritas. El autor es consciente de esto, lo ha hecho a propósito, pues de alguna forma capta así toda nuestra atención. Estamos atentos a su voz de barrio y a la trama que nos cuenta, pero también a la manera formal en que lo hace, en la que rompe con el confort tradicional de la novela y elige desbalancear al lector que se acerca a Rogelio (pero se aleja de Tepito) desde la comodidad de su libro. Por su parte, Juan Pérez Jolote sigue una estructura mucho más conservadora, siendo en su núcleo un estudio antropológico, pero mantiene su identidad permitiendo que Juan conserve palabras claves de su natal Chamula, así como expresiones poco familiares para los foráneos pero indispensables para su lengua. Además, las nociones de tiempo se vuelven confusas a veces, pues la memoria es caprichosa y las cosas surgen según las recuerda Jolote, sin obedecer las necesidades de quien sigue la lectura.
Así, conocemos a dos hombres que, sin saberlo, están entregados a la bebida, pues la normalidad del estado etílico les ha sido heredada culturalmente. En el caso de Rogelio, inclinarse por la teporocha es un movimiento planificado de genuino alcoholismo, de verdadera búsqueda por el olvido y el rechazo a la sociedad que lo crió, pues antes se permitía consumir cuanto alcohol quisiera mientras pudiese trabajar al día siguiente, y esto era aceptado por él y por sus allegados. Como teporocho, elige una vida donde no hay espacio para producir, para funcionar ni para servir, por lo que termina siendo exiliado de su comunidad y se vuelve un problema público que debe ser sistemáticamente ignorado. Por su parte, a Juan se le exige beber para producir, y este sistema se debe mantener hasta su muerte, momento en el cual su familia beberá en su honor y preservará sus tradiciones. Una sutil denuncia acompaña ambas obras, nos invita a reconocer la hipocresía escondida tras el concepto de la productividad y nos presenta, cara a cara, con los peldaños más bajos de nuestra estructura social.