por Alan Armas de la Rosa
De las dos muertes que tuvo el señor Rangel, la primera fue la más curiosa; sucedió en un accidente, porque la segunda, según recuerdo, tuvo que ver con algo enteramente distinto.
Yo le conseguí el trabajo con el que ahorró para comprarse el coche en el que se mató; hoy me arrepiento de no haber contratado al polaco. Me decía: “deje que me lo compre y lo voy a llevar a dar una vuelta”, y se emocionaba contando la quincena hasta tres veces.
No supe que era mi amigo sino hasta el día de su funeral, fue entonces que caí en cuenta del gran aprecio que le tenía.
Entré titubeante al velatorio. Yo no quería, pero el viento recio me fue empujando poco a poco, hasta hallarme en la puerta. No podía recordar la última vez que había estado en una ceremonia fúnebre… Mis piernas trémulas se esforzaban al subir cada peldaño. Con cada paso, sentía cómo mi corazón se agitaba estrepitosamente, amenazando con salirse violentamente de mi pecho. Un sudor helado me escurría por la frente.
“Qué lugar más bonito”, pensé una vez dentro, “Habrán hecho un esfuerzo tremendo, todo para complacer a su difunto, y ya de paso limar asperezas entre los vivos”.
Continué caminando, sin saber a dónde ir, sólo andaba de aquí a allá. Mis pasos producían un ruido hueco que al rebotar contra los vitrales se perdía entre todo el rumor de la gente.
Intenté buscar un rostro conocido entre la concurrencia, alguien con quien charlar, o cuando menos compartir el café, pero en aquel lugar repleto de caras lívidas no había nadie a quien pudiera reconocer. Seguí perdido, naufragando en el mar de gente, las olas cargadas de sollozos, cánticos y rezos me fueron arrastrando hasta aquel peculiar salón en el que se encontraban los restos del señor Rangel.
El cuarto en cuestión, estaba atiborrado de flores, de todos los colores, formas y tamaños posibles: ora rosas, ora lirios… De las paredes brotaba una gigantesca enredadera que se extendía hasta el techo. El féretro, cubierto con una corona de rosas blancas parecía ser entre tanto color vivo lo menos destacable. Quien hubiese entrado allí sin conocer los hechos supondría que en aquel rincón se celebraba un suceso triunfal en la historia de la humanidad. No pude evitar pensar en todas aquellas flores, tan seguro estaba que al día siguiente estarían todas marchitas; igual o más muertas que el señor Rangel.
Cerca del muerto, estaba su viuda; a quien no tuve problema en reconocer. Naturalmente lucía demacrada. Las lágrimas le bañaban el rostro. Las personas formadas en una gran fila que se extendía hasta afuera del recinto esperaban su turno para intentar consolarla. Buscaban entre todas las combinaciones posibles del abecedario las palabras prudentes, sin embargo, nada de eso parecía funcionar. Cambiaban una palabra por otra, le añadían comas, acentos; pero no existía en abecedario alguno palabras suficientes para sosegarla.
De súbito el lugar comenzó a llenarse cada vez más, la fila duplicó su tamaño rápidamente. Los cuerpos rebosaban en la estancia, deambulando aturdidos como un cardumen de truchas insensatas. Supuse, que tal vez, alguien había salido a conseguir gente dispuesta a llorarle a un buen hombre.
La viuda se apresuraba a enjugarse los chorretes de agua que manaban de sus ojos, al tiempo que era abrazada y besada por la multitud.
Mis sentidos hallábanse sumergidos, inundados por el perfume de las flores y el olor a mar de las lágrimas. Sentí un fuerte estremecimiento en la barriga, como si un objeto punzante me recorriera la pelvis. Tomé asiento cerca del muerto, junto un hombre de cabellos grises, claramente tragado por los años.
—¿Ya lo vio usted?— pregunté al hombre.
—¿A quién?
—Pues al muerto— repliqué insistente.
—¡No! ¡No se puede ver!— contestó casi asustado.
—¿Tan mal está?
—Figúrese usted que la pobre de la viuda apenas pudo reconocerlo.
Postrado en la silla, pensaba sobremanera en el señor Rangel, en la desdicha de la viuda, y en cuán absurdo era todo ello. Fue el maldito coche el motivo por el que nos conocimos, y después de largos años de ausencia era la razón por la que nos reencontrábamos; debí haber contratado al polaco.
Con los ojos cerrados, mi mente dejó de divagar, y comenzó a deslizarse suave y profundamente por un sinfín de parajes majestuosos.
Mi sueño quimérico se vio súbitamente interferido por un escalofriante grito que provenía de las afueras del recinto. El eco de tan espantoso alarido retumbo por toda la estancia para ser después devorado por las flores. La gente detuvo los sollozos y salieron con apremio del salón para investigar de qué se trataba. Tardé un rato más en reaccionar, me levanté de mi asiento con las rodillas todavía temblorosas y me dirigí a la puerta con aquella sagacidad que caracteriza a los buitres, para procurarme un lugar prodigioso entre la multitud. A lo lejos, se vislumbraba una figura ataviada con un traje aproximarse hacía nosotros. Reconocí al instante aquel caminar cansado, acompañado de una tos de fumador: ¡era el muerto!
Al verle, una docena de gentes se desvanecieron ante su imponente figura. Los lamentos cesaron rápidamente y fueron sucedidos por alaridos. Nadie daba crédito a que lo veía.
Cuanto más se acercaba a nosotros, más frenética se tornaba la concurrencia. Hubo quien no aguardó a su encuentro y salió corriendo despavorido del lugar.
Cuando al fin hubo llegado donde nosotros, franqueó la entrada, tal y como lo hacen los vivos: usando las puertas, abriéndose paso entre el tumulto. Uno creería que al estar muerto le sería más práctico atravesar los muros, pero hasta ellos saben respetar las buenas costumbres.
Al verlo, la viuda cayó fulminada en el acto, no permitió siquiera que un grito ahogado se le escapara del pecho; era ahora el muerto quien guardaba un minuto de silencio por su esposa viva.
Después de un momento de estupor, Fulano y Mengano acudieron prontamente a reanimar a la viuda. Se acercaron con extremo cuidado para no tocar al muerto, quien los miraba erguido y taciturno junto a la viuda. Hicieron de todo para que recobrara el conocimiento, pero apenas intentaba abrir los ojos cuando veía la enorme figura de su difunto y perdía la cordura nuevamente. No obstante, al muerto no parecía interesarle del todo los recorridos anímicos de su viuda, poco caso hacía a todo aquello.
El muerto acercó su nariz a unos claveles y sustrajo de ellos su aroma a vida. Se abrió paso entre la selva, quitando violentamente el montonal de flores, hasta que una respondió de igual manera, clavándosele una espina en el dedo. Profirió un grito y se llevó el dedo a la boca; noté que le dolía tanto como a cualquier vivo. Arrojó aquella flor lejos con un manotazo y de la misma forma limpió el féretro cubierto de tanta cosa.
Cuando abrió el féretro que guardaba sus restos, un inmundo olor a muerte inundó todo el cuarto. La gente comenzó a aglomerarse en torno al cuerpo. Entre el aire verdoso y la multitud no podía ver más que hombros cubiertos con finos abrigos.
Hice de tripas corazón, me aproximé lo suficiente al féretro para descubrir que aquel hombre inerte con los ojos cerrados no se parecía en nada al muerto que posaba de pie junto a él. La nariz era mucho más tosca, su piel era cuatro o cinco tonos más clara, y los hombros, tan raquíticos como de quien acostumbra no comer.
La viuda, quien había llegado allí a rastras, hizo un esfuerzo descomunal para levantarse. Al ver al muerto – y conste que me refiero al verdadero muerto- pudo notar cuán grave y desafortunado había sido su error. Acto seguido se lanzó a los brazos de su esposo para sentir su carne blanda y tangible.
Se fueron acercando de uno en uno al féretro, para ver si alguien podía identificarlo, pero ya todos lo miraban con desprecio.
El muerto yacía postrado en su lecho, con cara vacilante, atentaba con levantarse en cualquier momento para burlarse a carcajadas en nuestras caras por el funesto malentendido.
Una extraña sensación de confusión y absurda decepción nos embargó a todos.
Cuando el lugar quedó vacío, y el perfume de las flores terminó por mezclarse con el hedor de la carne corrompida, me acerqué al féretro y sin poder proferir palabra alguna lo cerré. Y así, sin más, vi partir a aquel extraño hacía los tristes parajes del olvido, sin siquiera permitirle despedirse, ni agradecer a todos aquellos que le lloraron una noche entera, e hicieron de su lecho un lugar placentero lleno de flores.
Alan Armas de la Rosa, realizador de profesión, escritor por vocación.
Ilustración: “La muerte se cierne sobre un moribundo” de Honoré Daumier.