por Sebastián Medina Arias
Sandía, anestesia mi bar[1]
Aun en el momento en el que nos damos cuenta de que nacimos muy tarde para explorar la Tierra y muy temprano para explorar el cosmos, nosotros, los seres humanos de hoy, conservamos una actitud irremediable de conocer, comprender y asimilar cualquier espacio que pueda ser inspeccionado. La exploración, la necesidad de descubrir nuevos espacios, es una característica inherente a nosotros. Viajar, verse diminuto en un lugar que nunca hemos visto es una experiencia muy grata. Sentirse lejos de la casa, sea en otro barrio, ciudad, país, burrito paradisiaco de no conocer en la mayoría de ocasiones, supone una relación extraña entre la nostalgia (creo que la palabra homesick lo expresa mejor), la sensación de distancia y la curiosidad por conocer un lugar nuevo. Viajar, sin embargo, puede convertirse en una actividad de sacrificio, repetición o estrés. Muchas veces un viaje no logra suplir la necesidad de exploración o de conocer lugares nuevos.
Viajar puede ser algo costoso, pero es normal estar predispuestos a la idea de que, necesariamente, siempre valdrá la pena el gasto. Sin embargo, varias veces resulta una experiencia estresante por eso mismo, porque el hecho de viajar se convierte en una necesidad abrumadora que se trata de suplir así sea a las malas. En un viaje en carro, por ejemplo, suelen haber inmensos trancones en las entradas de las ciudades, normalmente cuando se regresa de un paseo que siempre es el mismo, una y otra vez. Resulta tal la tensión de atravesar uno u otro punto que se puede olvidar con facilidad los buenos momentos del paseo (si es que hubo alguno). El vehículo en el que se esté se transforma en una gran masa maligna de incomodidad, silencio y ropa calentana.
En Bogotá, por ejemplo, transportarse también representa un porcentaje considerable en los gastos diarios y en la cantidad de tensión que podemos aguantar, incluso si solo es un recorrido de ida y vuelta. Carente de metro, de vías bien diseñadas o en buen estado y de buses como tal (que se llenan bastante a determinadas horas), muchas veces es difícil realizar esa acción que suele ser el único consuelo cuando nos vemos forzados a perder nuestra intimidad entre desconocidos: mirar por la ventana. Acción que, de alguna manera, crea un travelling de la ciudad; moldear un vidrio, olvidadero ruin, sentirse en un cine muy barato, pensarse en una sala oscura donde un cristal es, en realidad, una proyección de una película difícil de entender y de la cual no hablamos a la salida, en donde los personajes se toman muy en serio su papel, o quizá no tanto. Perder esa posibilidad sería perder parte del viaje, si no su totalidad. Sería perder ese conjunto de impresiones que llamamos Bogotá. Sería, en todo caso, desaprovechar esa última posibilidad de que transportarnos pueda llegar a ser un fin como tal (aunque sea por unos cuantos instantes) y no solo un medio engorrioso. En estos viajes, dentro o fuera de la ciudad, solemos olvidar que en el desplazamiento dejamos de habitar un espacio para habitar otro. Todo aquello que no habitamos puede causarnos la sensación de quererlo habitar. Habitar un bus y convertirlo en un cine: coger cada parte, alterar su orden, su lugar, ponerla en un sitio diferente y obtener un lugar nuevo es un ejercicio en donde la exploración se convierte en la resignificación de los espacios; viajemos o no, nos movamos o nos quedemos quietos, habitar un espacio mediante la reorganización de nuestra forma de relacionarnos con este puede suponer un conjunto de experiencias totalmente diferentes.
Habitar los espacios: heptasilábico, rosas. En Rosa mística, sacratísimo escrito de Marosa Di Giorgio, se concibe el cuerpo como un espacio en donde lo erótico y lo onírico son un solo elemento. El cuerpo de la protagonista es espacio porque ella misma lo reconfigura, lo desordena y lo concibe de otra manera. Su cuerpo a veces es un huevo, un ave o un jardín. «Yo soy un violín», afirma “Ella”, ilusión, voy y no: ser un violín, no como algo metafórico, tampoco como algo concreto, es ese algo que va y viene entre ellos. Cada concepción diferente del cuerpo supone, a la vez, crecimiento, el desarrollo de este, donde precisamente el tiempo es sustituido por un “envejecimiento” que ella misma marca a medida que habita y resignifica su propio cuerpo. El tiempo se convierte en algo prescindible, a pesar de que habitamos un lugar en un instante determinado, convirtiendo de forma instantánea (o post-instantánea) cada habitar en un recuerdo.
En el sentido estricto de la palabra, puede que la exploración pierda su sentido en un mundo que ya fue explorado casi en su totalidad. Las personas viajan (o desean ir) a un lugar paradisiaco en donde puedan olvidar genuinamente las contrariedades de su vida: desaventurados a decidir, este lugar ideal se concibe colectivamente (la palabra “vacaciones” suele remitir directamente a una playa), cuando, considero, enriquecería más a la experiencia misma si perteneciera a un anhelo íntimo, individual. En el momento en que le preguntaron a Johnny Cash sobre la definición del paraíso, respondió: «this morning, with her, having coffee».
En la obra de Miguel de Cervantes, dícese vulgarmente que don Quijote, en su primera aventura, vio un castillo en donde realmente había una venta, con sus doncellas, sus enanos, su alcaide y su músico, siendo en verdad prostitutas, un porquero, un ventero y un castrador de puercos, respectivamente. Lo atendieron con pan duro y negro y un pescado horrible, que le parecieron a don Quijote los mejores manjares que un gran castillo puede ofrecer, al igual que la música de su llegada, que en realidad era el silbato del castrador de puercos. Don Quijote pudo entrar en comunión con este lugar de mala muerte (donde incluso fue nombrado caballero) como si realmente se tratara de un castillo medieval, no porque lo fuera, evidentemente (o quién sabe). Fue, quizá, porque su capacidad de abstracción y reinterpretación de la realidad, al punto de desvanecer sus fronteras, le permitió reconfigurar la forma de habitar ese espacio, dándole un sentido nuevo, el de un “paraíso”, según sus necesidades caballerescas; Don Quijote no tuvo que ir a buscar un castillo ideal en donde pudiera ser nombrado caballero, simplemente tuvo que “crearlo”.
Nunca habitamos otra ciudad hasta que no cantamos en la ducha de alguno de sus hoteles. Pensemos por un momento en la hora de bañarse, en el proceso de empelotamiento, donde se libera todo el calor del sueño y se deja esparcido en la porcelana del baño. Cuando abrimos la llave y esperamos a que el agua se caliente, tenemos tiempo suficiente para planear todo el concierto. Interconectar lo pelado o, contrapelear todo lo nice: cuerpo y música. Cada gota, cada pequeña fracción de líquido es un espacio diminuto, aunque normalmente lo concebimos simplemente como una consecuencia, una característica de lo que se espera al darse un baño. Al cantar no solo resignificamos el cubículo embaldosado rodeado de cristal o de cortinas, el agua que nos cae en el cuerpo es diferente cada vez que habitamos la ducha porque también habitamos el agua cuando le cantamos nuestras obras maestras, cuando dejamos que se escurra entre los dedos de los pies con la mugre, la espuma del shampoo y nuestra percepción de la realidad.
Salimos de la ducha y el espejo está empañado: no puede estar más claro, el público se quedó sin aliento.
Algo un tanto similar ocurre en Palinuro de México de Fernando del Paso. Por medio de una experiencia cotidiana se revela una de las más complejas demostraciones de afecto que he podido leer, así como en la ducha uno se vuelve un talento musical incomprendido y ajeno a esta época. El 21 de abril, Palinuro y Estefanía fueron al parque a hacer un picnic. Estefanía ensalivó la mano de Palinuro y le dijo «Qué raro, tu mano huele a apio». Palinuro supo que era la saliva de Estefanía la que olía así, debido a la ensalada que comieron, por ello decidió comer frutas para decirle a Estefanía, después de lamer su pelo, sus pezones y sus senos, que ella olía a frutas diversas. Es por medio de esta mezcla de los sentidos (descaradamente resumida) que Palinuro decide otorgarle, a través de la saliva, el aroma de las frutas al cuerpo de Estefanía. Con un picnic en el parque, un poco de saliva y unas cuantas frutas, Palinuro logró evidenciar con claridad el deseo que siente por su prima, no necesitó más que el tiempo necesario para darse cuenta del provecho de lamerse y adivinar los olores de la saliva que queda en la piel, y con ello tener el cariño de “mentirle”. Palinuro convirtió el espacio de los senos de Estefanía en fresas y manzanas, no solo les dio el nombre por su similitud física, por un momento realmente fueron fresas y manzanas. Considero que una vida “sencilla” como esa acarrea muchas más “dificultades” sin que deje de parecernos sencilla: no la elegimos o buscamos porque sea más fácil vivirla, elegimos o deseamos una vida sencilla porque puede que sus vivencias tengan una carga poética más fuerte que las de una vida “ajetreada” (en donde no tenemos la oportunidad de habitar a conciencia).
Hubo un día en el que llegué tarde a mi casa y me acosté a dormir al revés, con los pies donde va la cabeza y la almohada debajo de la panza, ya que estaba muy cansado. Al día siguiente me desperté todavía somnoliento y, al no poder reconocer el lugar en el que estaba, creí estar en tres habitaciones diferentes. Pude haberme levantado para confirmar en dónde me encontraba, pero todavía tenía mucho sueño y me dormí de nuevo con la incertidumbre y con una extraña comodidad que supuso dormir aquí o allá sin saber realmente dónde. Georges Perec invita a realizar los trayectos diarios por espacios diferentes con el fin de alterar nuestra experiencia con ellos. Dice en Especies de espacios que «vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse.» Probablemente, en algún momento, podremos vivir en un lugar diferente cada día sin tener que dejar a un lado nuestra cotidianidad.
Notas
[1] Las oraciones que están en negrilla (incluido el título) son anagramas de las palabras que le preceden (sin incluir el título). Vaya usted a saber por qué.
Ilustración: Esuch in Ekely de Georg Baselitz.