Nadie


por Carlos Ávila Villamar


Barrabás había tenido tres esposas, pero actualmente no hablaba con ninguna. Solo la última le había dado hijos, un varón que ahora estaba a punto de cumplir veinte años y una muchacha llamada Selena, cuya edad él nunca recordaba. La muchacha, que lo había visto tres o cuatro veces en su vida, fue la única persona que aceptó acompañarlo durante la fase terminal de la enfermedad. Lo bañaba, lo alimentaba y le cambiaba las sábanas, pero la mayor parte del tiempo se quedaba en un sillón entretenida con el teléfono. Cuando Barrabás necesitaba ayuda gritaba y ella acudía con una resignación proletaria.

Al llegar por primera vez a la casa de su padre Selena descubrió que las ventanas permanecían cerradas durante todo el día para que no entrara la luz. Se respiraba un aire rancio. Los vasos y platos yacían en la cocina con restos fosilizados que ya no eran del interés de las cucarachas. El viejo lavaba el vaso o el plato que iba a usar en el momento. Selena echó agua hirviendo a los platos y a los vasos y le dio una barrida al piso y anunció una política de ventanas abiertas hasta por la tarde e inciensos durante la noche. Barrabás veía desde la cama cómo la hija, que tenía edad para ser su nieta, arreglaba la casa y lo cuidaba y luego se sentaba en un rincón para andar en su teléfono móvil hasta altas horas de la madrugada. Su rostro se iluminaba en la oscuridad por el brillo del teléfono. Usaba un solo audífono para tener una oreja libre en caso de que la llamara. La música secreta e involuntaria del otro audífono, el colgante, en medio de la quietud nocturna, fue lo último parecido a una escena feliz que vivió el viejo antes de que las cosas empeoraran de verdad.

Selena resultaba una cocinera pésima, pero el viejo no se quejaba. Tragar ya le costaba suficiente trabajo como para preocuparse por el sabor de la comida. La enfermedad le producía un gusto desagradable y constante en la boca, como si su aliento supiera a muerte. En cualquier caso la comida ya no parecía alimentarlo. La piel seca y grisácea se le hacía más y más delgada y por tanto enseñaba los huesos que había debajo, los pómulos, las rodillas, las falanges. Los músculos se quedaban sin fuerzas. Levantar un brazo le costaba. Del malestar solía escapar durmiendo, aunque no le gustaba la idea de dormir mucho. Me voy a morir, dijo Barrabás. No, te vas a poner bien, contestó la hija, y aunque el viejo primero pensó que se lo decía como consuelo, después se dio cuenta de que la pequeña mocosa en verdad lo creía.

El cuarto donde reposaba Barrabás estaba lleno de estantes de libros, hasta el punto en el que no había lugar en las paredes para una pintura o una fotografía. Solo una foto ostentaba el privilegio de notarse en la mesa de noche, la imagen de él joven durante una expedición a unas cordilleras, junto a otros geólogos. Barrabás miró sus manos translúcidas y sus uñas largas y amarillas y miró al tipo extraño de la foto, el joven que había sido él mismo. Selena hablaba por teléfono con su hermano y le decía que ya había hecho más de lo que le tocaba, que también debía ayudar, que ya bastante grande estaba él, que ella no era hija única. Barrabás miraba débilmente el techo lleno de humedad y cuarteaduras, el planisferio de un mundo perdido. Lo había visto surgir a lo largo de toda su vida, sin saberlo. Selena insistía en que ella no se iba a pasar seis meses cuidando al padre y que había que decretar un sistema de turnos. El viejo sonrió. En todo caso iban a ser unas pocas semanas, unos pocos días.

El tiempo solía pasar despacio. Un reloj digital marcaba la hora con sus números pragmáticos y silenciosos, tan distintos de las rayas pintorescas de los relojes mecánicos. Le gustaba cuando en la quietud se escuchaba el recorrido intermitente de una aguja. Cuando Barrabás era joven los relojes no medían el tiempo. Al contrario, daban la impresión de fabricarlo. El tiempo corría porque disímiles aparatos a lo largo y ancho del mundo hacían que corriera. Si un reloj en una isla desierta se detenía a medianoche la madrugada podía durar para siempre, por eso el cuidado de la gente con los relojes. Mi hermano va a venir a cuidarte, dijo Selena, ya verás. Cuando lo vea lo voy a creer, respondió el viejo y siguió en sus pensamientos aberrados, su único modo de entretenerse.

Una noche ocurrió lo que tanto temía. Estaba despierto y Selena dormía en el otro cuarto y él podía percibir una presencia en la oscuridad, algo lo estaba observando. La sensación ya la había tenido un par de veces y era horrible. No sabía si fingir que estaba dormido o mejor dejar los ojos abiertos por si algo pasaba. Estaba sudando y sentía que no estaba en realidad en su cuarto, sino en otro sitio. Si moría esa noche, en veinticuatro horas ya habría empezado el proceso de putrefacción de su cuerpo. El mismo que ahora se movía gracias a un delicado sistema de latidos, arterias y contactos neuronales. Barrabás sentía la sangre yendo a su cerebro y le dolía la cabeza. No supo en qué momento había amanecido. Tomó un poco de agua y se estrujó los ojos para comprobar que seguía vivo. Le ardían ligeramente como si le hubieran acabado de nacer.

No sabía qué iba a hacer con las cosas de la casa. Guardaba piedras, enciclopedias, instrumentos de medición, artesanías aborígenes, tiendas de campaña, cajas de fotografías. Las piedras y las artesanías aborígenes podía donarlas a un museo, las enciclopedias a una biblioteca, los instrumentos y las tiendas de campaña a un instituto, pero las fotografías no tenían un destino obvio. Le preguntó a Selena si las iba a conservar después de que él muriera. Puedo escanearlas todas si quieres, contestó, las guardaré en la computadora. Eso está bien, dijo el padre, pero te pregunto si vas a conservar las fotografías en formato físico. La muchacha quedó callada por unos segundos con la mirada ausente. Sus hermosas mandíbulas mascaban chicle con un pragmatismo descerebrado y herbívoro. Ocupan mucho espacio, dijo por fin, no te lo puedo prometer. Quizás algunas.

Barrabás pidió que se las llevara a la cama para él seleccionar cuáles eran imprescindibles. A los nueve años ya había presenciado el asunto de botar la mayoría de las fotos y las pertenencias de su abuelo, y luego de adulto se había encargado él mismo de las de su padre. Cada persona no puede dedicar tres cuartos de la casa a guardar los tesoros inútiles de los antepasados. Pero ahora el proceso se aplicaba a sus pertenencias, él era su propio hijo y su propio nieto. Seleccionó aquellas fotos que le ofrecían memorias más felices. Muchas de ellas ni siquiera parecerían gran cosa a un desconocido, un perro visto a través de una cerca, una familia numerosa en un brindis de fin de año. En su levedad las fotos escondían grandes historias. Con las fotos deberían guardarse las historias, pero esas nunca se capturan, pensó el viejo, y si se capturan en un diario luego salen adulteradas y deshonestas. Selena se detuvo ante una foto de sí misma de niña. Se había pintoreteado con el maquillaje de su madre, y sus ojos traviesos miraban con susto la cámara que la había atrapado. No había visto esta, dijo. Sí, respondió Barrabás queriendo sonar gracioso. La viste cuando estabas ahí.

Por la noche la amenaza regresaba. Al principio ni siquiera constituía la de un sujeto abstracto. La presencia carecía de sujeto. Barrabás sentía que era percibido, aunque en ese momento no fuera percibido por alguien en particular. Sabía que esa etapa no iba a durar para siempre. Pensaba, para distraerse, en los recuerdos de su juventud, en las mujeres que lo sedujeron y cuyos nombres olvidó, en sus profesores, los buenos y los malos, en sus colegas naturalistas, que eran capaces de emprender expediciones de semanas y de publicar ensayos llenos de erudición como los que él nunca iba a conseguir. Todos ellos ya estaban muertos, y existían porque él los recordaba. Mientras la hija dormía en el otro cuarto intentó masturbarse por última vez, pero no lo consiguió.

Su estado físico y mental fue empeorando. El consuelo había sido que en medio del terror al menos Selena había estado siempre al lado suyo, pero eso cambió aquella noche. Él la escuchó hablar por teléfono con su otro hijo, le reprochaba no haber ayudado en nada, y ahora le exigía que se quedara con él por esa noche, porque ella tenía algo importante que hacer. Barrabás perdía trozos de conversación, pero se llevó la idea. Selena había forzado a su hermano a llegar a las ocho para que lo acompañara y que ella pudiera salir. Sin embargo el carro pasó a buscar a Selena a las siete y media y ella no tuvo opción. Espera a mi hermano, le dijo al padre, él va a venir, incluso le mandé una copia de las llaves de la casa. No, él no va a venir, por favor no me dejes solo, respondió el viejo. Selena le dio un beso rojo y húmedo en la frente y se fue. Barrabás escuchó el ruido de la puerta de la casa al cerrarse y el de la puerta del carro y el del carro al acelerar y desaparecer.

A las ocho no llegó el hijo, ni a las nueve, ni a las diez. Pero alguien más estaba en la casa, eso él lo sabía.

Cuando niño Barrabás había sentido aquella misma presencia en su cuarto durante otra enfermedad que lo había dejado al borde de la muerte. Sentía que un ser lo observaba, pero no era ninguno de sus padres, no era un ser humano siquiera. Apareció el primer par de ojos redondos, insinuados en la oscuridad, y luego el segundo par, y luego el tercero. Los ojos terminaron por ocupar todo el cuarto. El niño no sintió el tacto de los lémures hasta que la fiebre ya había empeorado. Decenas de manos diminutas lo agarraban, cuando más débil se sentía. Una noche llegó a ver cómo levantaban su cuerpo y se lo llevaban. Comprendió que era el fin. De repente ya no estaba en su cuarto, sino en una llanura tenebrosa que resultaba ser la de su ciudad antes de que los humanos aparecieran o mucho después de que hubieran desaparecido. No había yerba en la llanura, solo una piedra dura y prehistórica. Los lémures querían llevarlo a una zanja de color rojo que se abría en la piedra, una puerta a un mundo de fuego. Y cuando lo dejaron allí el fuego se apagó y él se vio envuelto en la más absoluta y definitiva oscuridad. No hay nada después, pensó, no hay cielo ni infierno, pero tampoco hay lo que antes había, no hay mundo. Una grieta de luz blanca se agrandó sobre él para liberarlo y se despertó y vio que su madre corría las cortinas.

Aquello había sido, supuso, lo más cercano posible a la experiencia de estar muerto. Luego de recuperarse de la enfermedad contó el sueño y sus padres rápidamente lo decodificaron. Noches atrás había estado leyendo un libro que trataba sobre las eras geológicas del planeta, y además ellos le habían dicho el origen del nombre de los exóticos primates, que asustaban a los europeos y que fueron llamados como ciertos espectros mitológicos paganos, asociados a la muerte. No debes preocuparte, concluyó la madre mientras le acariciaba la cabeza, fue solo un sueño, aquello no se parece a estar muerto. Barrabás se secó las lágrimas y preguntó a qué se parecía estar muerto. A dormir sin soñar con nada, respondió la madre. Por años el niño le tuvo miedo entonces a dormir sin soñar con nada.

Ahora quedaba abandonado a su suerte. El viejo observó cómo de nuevo los lémures lo rodeaban y lo cargaban a través de la llanura. Las manos peludas que lo agarraban eran como de niños pequeños, niños peludos. Aunque los párpados se le caían intentaba no perder el conocimiento. Estrellas fugaces saltarinas atravesaban la noche con celestial indiferencia. El aire helado y cósmico, hecho para soplar sobre las piedras ancestrales de aquel sitio, resultaba demasiado áspero para su piel. Las zanjas al rojo vivo se apagaban ante su llegada. Esta vez los lémures lo enterraron en un agujero más profundo para que no hubiera posibilidad de escapar. Barrabás recordó a su madre y aguantó un deseo profundo de llorar. La  tierra infértil cayó sobre él, y poco a poco comenzó a sentir el peso de los huesos de todos los seres humanos que habían andado antes que él y todos los que habían andado después, centenas de miles de millones. Uno más. Se estaba yendo, podía sentir que una corriente se lo llevaba del mundo. Su vida y su nombre habían sido el sueño, y aquella tumba anónima había sido siempre la realidad. Barrabás ya no soñaba y por tanto no temía, no recordaba, no sentía esperanzas.

Selena llegó al amanecer y se aseguró de que el padre no la viera borracha. Hizo café y fue al baño a darse una ducha, y solo entonces entró al cuarto del viejo, y al ver que no se había levantado por su cuenta prefirió no apurarlo ella.

Repasó con la vista las colecciones de piedras, en las que habían ámbares dorados, sedimentarias duras y brillantes como placas de carbón, cristales de un verde claro y fantasmal, fósiles de conchas diminutas. En una mesa junto a unos instrumentos quedaba inconclusa otra serie, piedras de las distintas eras geológicas, la cenozoica, la mesozoica, la paleozoica, que tenían placas artesanales de aluminio con una breve descripción, y por último una roca precámbrica, con una nota manuscrita que decía que tal vez fuera de antes del surgimiento de la vida. Un rato después sonó el teléfono de la casa. Era la madre. No te preocupes, dijo Selena, el viejo está bien, desayunó y todo, pero debes hablar con mi hermano, no se presentó como habíamos acordado. Después de colgar volvió a entrar sigilosa al cuarto del viejo Barrabás. No se había despertado el muy dormilón, así que ella se sentó mientras en una esquina a andar en su teléfono, como siempre lo había hecho. No sospechó nada.



Carlos Ávila Villamar (Holguín, 1995). Graduado de Filología hispánica en la Universidad de La Habana. Ha publicado cuentos, poemas y ensayos en revistas como Literal, El Papel Literario de El Nacional y OnCuba. Ha publicado de manera independiente el primer volumen de su libro Fabulario en 2020.

Arte: Anita HartCarroll

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