En el paraje donde nadie aparece


por Victoria Beltrán

 

Nada se notaba, lo aseguro, al principio no se notaba nada. Todo era normal.

Estacioné el auto, tal vez un poco más suavemente de lo común, mucho más suavemente de lo que cabría esperar dada mi desesperación.

El viento levantaba el polvo de la calle con delicadeza, como jugando entre sus dedos antes de depositarlo de nuevo en el piso con un movimiento de bailarina.

La calle, vacía; los zacates la única señal de vida. La calle como una apretada boca de pavimento en esa desolación. Una boca que no dice nada, como debe ser por aquí.

Frente a mí, el edificio. En ese momento debí entender, tanta calma era insana. El edificio era una casa de los espejos en espiral. Pero no entendí

Al no entender, confiada, entré.

Entré con la confianza de la desesperación que mordisquea tus entrañas, con la ingenuidad de un animal joven entrando al rastro, desapercibido de que su sangre en breve reforzará el olor a carnicería.

El edificio mira pa’dentro y mira pa’fuera. Por dentro con incontables hojas de papel tamaño carta con fotos de hombres, mujeres, niños, niñas y adultos mayores; la mayoría sonrientes, con mensajes debajo que hacen que lo risueño se atore en el estómago, torciéndote el gesto: Se Busca… Cualquier información… Números telefónicos como para llenar un directorio.

La hojas tapizan pasillos, ventanas, pasamanos, columnas, ventanillas y espejos en los baños. Fuera la desolación, dentro el vacío.

Pero nada parecía tan diferente. Quizá debí apercibirme cuando una de las hojas se desprendió de lo alto y se quedó flotando más tiempo de lo usual.

Los oficinistas trabajaban, diligentemente al parecer, sin levantar la cabeza, como borregos cada uno en su caballeriza. El tecleo incesante, las aspas de los ventiladores, el zumbido de las invisibles máquinas de copiar.

Mi esposo salió de casa a trabajar y no volvió más, ayer recibí una llamada de su número de celular y al descolgar solo me habló un ruido como de estática. Así que vengo a preguntar por él, a pedir que lo busquen. Vengo, sin sonrisa, con una foto de él sonriente.

Porque todos sabemos que aquí la gente no muere, se suicida; aquí la gente un día desaparece… bueno, no desaparece, sino que se va, con el novio, con la amante, de farra… Pero tantos se van que ya parece una epidemia de idos. Aquí nada funciona, bueno, todo va enfilando su camino al desarrollo…

Las baldosas de la Planta baja son color crema. Tímidamente me acerco a una de las ventanillas, la persona del otro lado no responde mi saludo. El tecleo, el tecleo. Toco el cristal empapelado y me dirige una mirada desvelada, le digo que voy ahí porque mi marido no aparece. Muy amablemente me dice que no es ahí que vaya al cuarto piso.

 

PISO 4

Las baldosas son color salmón. Tímidamente me acerco a una de las ventanillas, la persona del otro lado no responde mi saludo. Toco el cristal empapelado para llamar su atención y me dirige una mirada aburrida, le digo que voy ahí porque mi marido salió para no volver. Con la cabeza me indica un dispensador de turnos. Sin entender volteo a mi alrededor, no hay nadie más.

Cuando voy a tomar mi turno el oficinista me hace un gesto desesperado de que no lo haga, una vez más no entiendo pero me detengo, él me extiende un kleenex. Para que no lo toque con sus dedos, le cuesta mucho al ayuntamiento la limpieza. Tomo mi turno y espero. Dos horas después, sin más compañía que mi agobio, me llaman. Cuando paso y explico el oficinista me dice que no es ahí, por qué no pregunté; pero yo le dije; entiendo que para usted sea tan importante pero hay que seguir un orden, vaya al piso 2.

 

PISO 2

Las baldosas son blancas. Toco el cristal, la oficinista me atiende con gentileza, asiente a cada cosa que digo y al finalizar con cierta simpatía me extiende una forma para…: Pago de Impuestos.

Pero usted no entiende, yo no vengo a preguntar por el pago de impuestos; pero todos debemos pagar impuestos, eso ayudará al desarrollo del país, ah y por favor, mientras la llena, sepárese de las paredes cuesta mucho retirar la grasa humana de la pintura… Al terminar de llenar mi forma se la extiendo y vuelvo a contarle que… ella sin verme me hace el número 5 con la mano.

Los pasillos bailan como una llama gris mientras me dirijo al…

 

PISO 5

Las baldosas color gris. El vacío oprime mi pecho, pero al fondo de éste en un espacio sin gravedad, flota la esperanza.

Oiga vengo porque…; ya sé, ya sé, se le desapareció alguien, ya le he dicho a los del piso 2 que aquí no es Objetos perdidos; pero no…; vaya usted a planta baja; pero no busco Objetos perdidos, es mi marido; de todas formas en planta baja le dirán dónde es.

 

PASILLOS Y ESCALERAS

La luz de fuera proyecta lúgubremente las hojas de personas que se buscan en el piso, me tocan como tocan a sus familiares, con el pesado cuerpo de la ausencia.

Un leve sonido llama mi atención y al dirigir mi mirada siento que mi corazón se va a partir dulcemente, es mi madre, juguetonamente escondida detrás de un pilar… Un momento, es mi madre pero como yo no la conocí, es mi madre jovencísima cuando conoció a mi padre en el primer año de universidad. Además, a ella hace poco la enterramos. Pero es tan bello verla, mi madre hace un gesto para que yo me acerque y yo voy con ella, entonces al verme bien, se asusta y desaparece por el pasillo.

 

PLANTA BAJA BIS

Las baldosas son a blanco y negro, como un ajedrez.

A ver, del piso 4 me mandaron al 2, y del 2 al 5, y del 5 a acá de regreso; pero por qué se enoja; exijo ver a su jefe; a cuál de todos… vaya al piso 15; ese piso no existe, ya vi su Directorio; el jefe está en el piso 3.

 

ESCALERAS Y PASILLOS

Paso nostálgica por el pasillo pero esta vez no veo a mi madre. Mientras ella revisaba los campos la mordió un animal para el que hay antídoto. Hay antídoto en cualquier otro lugar donde la prioridad sea tener medicinas en los hospitales, lo que no sucede en este paraje donde la prioridad es la gasolina para el helicóptero del secretario de salud a fin de que vaya a un concurso televisado, mismo que dicen va ganando para orgullo del estado.

 

PISO 3

Ya no tamborileo ninguna ventanilla, entro directo a la oficina con paredes de caoba sin papeles. La secretaria me pregunta si tengo cita, no respondo, ella me va a conducir fuera, amablemente me dice que el polvo de mis zapatos puede estropear el alfombrado.

Se abre silenciosamente la puerta, el hombre trajeado me hace pasar para atenderme. Las palabras borbotean, mi marido no aparece, y aquí fui de este piso a al otro, nomás la traen a una dando vueltas; él acompaña mi discurso atento, con simpatía, agacha la mirada cuando hay que hacerlo, me ofrece un vaso de agua; al terminar, temblorosa, extiendo la foto de mi marido; entonces, ¿me va a ayudar?; sus ojos relampaguean de dicha; por supuesto, por supuesto, pero ya vio usted; qué cosa; vea al fin soy director, y me dieron esta oficinota; ¿perdón?; soy director ese es mi nombramiento; pero ahí dice subdirector y en la puerta no dice su nombre; señorita, acompañe a la señora a la salida, la ciudadanía de veras es ingrata…

 

PISO 2 BIS

Las baldosas son jaspeadas, rosa y marrón. ¿Cómo es que el piso cambió? ¿Y la ventanilla donde hace un rato me hicieron llenar una forma de pago de impuestos?… La fila de sillas de plástico fue reemplazada por dos apretadas hileras de desvencijados asientos metálicos…

Me dirijo a la ventanilla, el oficinista sin verme sella la foto de mi marido y me despide con la mano… sin escucharme, sin traza de humanidad.

Veo mis manos en la pared, una sostiene la foto de mi esposo en un hueco del empapelado mientras la otra hace que otras hojas le compartan tachuelas.

Al clavar la segunda tachuela, como alcanzados por un rayo vivificante, todos los oficinistas se ponen de pie y se pegan al cristal de la ventanilla. Pienso desordenadamente que así es como nos debe ver la carne dentro de un refrigerador con puerta de vidrio. Uno o dos de ellos salen contenidos, enfurecidos. En el extremo del pasillo aparece mi madre, mayor, como acabada de enterrar y me hace señas de que corra. Corro sin pensar. Detrás de mí se levantan alaridos que me destrozan preguntando cómo me atreví a dañar las paredes.

 

EN ALGUNA(S) PARTE(S) DEL EDIFICIO

Mientras corro el edificio muda, bajando el piso 2 me encuentro en el piso 8 y al subir de éste me encuentro en planta baja. Hay algo que no cambia, el tecleo, los zumbidos, los sonidos de vidas que hace tiempo dejaron de serlo.

Salgo por la puerta principal y, en lugar de encontrarme en el estacionamiento, me encuentro en la azotea… el viento sacude mi rostro. Desde la azotea veo el paraje.

 

EL PARAJE

Al sonar una chicharra salen personas del edificio, todo es normal, hablan por el celular, se acomodan el bolso, buscan las llaves de su auto, salvo que caminan con la sangre a las rodillas, sangre que no parece incomodarles, de pronto tropiezan con algún miembro humano, simplemente lo hacen a un lado con el pie y siguen caminando. Todo es gris y rojo. Se mueven con el ritmo de lo inerte. Una mancha en el parabrisas de su auto, una luz en su celular es lo único que les provee de vida por un momento, inexplicablemente restriegan pañuelos empapados en sangre para retirar las manchas y al dejarlo todo embarrado, siguen ese extraño camino inmóvil.

El olor de la sangre que sube hasta donde estoy me asquea y los pedazos de personas me horrorizan y grito. Suelto un grito contradictorio, porque entre esos pedazos aparezca uno reconocible de mi esposo y todo acabe.

 

PASILLOS

El alarido me transporta de nuevo aquí, la ciega luz de los ojos que cubren la pared me rocía, el tiempo se invagina, a las historias de cada uno de ellos les salen dedos que puedo tocar, que se entrelazan como hilos luminosos que forman un único cordón que de nueva cuenta se descompone.

Y entonces mi cuerpo se cubre de pústulas y me disuelvo en mi propia carne, en mis propios fluidos, convirtiéndome en una especie de isla conformada por ojos.

Solo veo, nada más. Ya dejé de sentir por la piel, eso hace el horror.

 

EL ARCHIVO MUERTO PARA LOS VIVOS

En un parpadeo de mis múltiples ojos me encuentro en lo que parece el archivo muerto. Un oficinista pasa a mi lado sin percatarse de mi presencia, en su diablito carga tomos de pesados expedientes. El de hasta arriba cae, veo que tiene escrito el nombre de mi esposo y letras y números que no comprendo, el viento hace volar las hojas como si abriera un abanico, entonces veo que el expediente está compuesto de innumerables hojas… todas en blanco.

Todos los ojos (que soy yo) se rasan con lágrimas al ver a mi madre. A pesar de mi cambio ella, que me cargó desde el no ser, me reconoce y me extiende los brazos, parece que se va a arrepentir, pero al verme en este cuerpo de amiba sonríe con resignación y me abraza con todas sus fuerzas. Y mi cuerpo que no reconozco la abraza sin brazos, pero con todo lo que resta de mí.

Y entonces me hago cascada de ojos.

 

EN ALGÚN TIEMPO

Yo, sin mi cuerpo, en este otro cuerpo que poco a poco voy conociendo, deambulo por este edificio, me vierto por paredes y escalones como en cascadas, floto entrelazada de luz.

En el tiempo transparente, doblado sobre sí mismo, veo a mi esposo entrar al mismo edificio, va a pagar sus impuestos… Empiezo a entender, ir a denunciar… tiempo desperdiciado, ellos son los mismos, no solo administran el dolor, sino que trasiegan el horror.

 

EN EL TRASIEGO DEL HORROR

Los agentes de cuerpos de seguridad se llevan a mi esposo, frente a los escasos y débiles cuestionamientos se llenan sus hocicos como cerdos con un hongo diciendo que se trata de un peligroso delincuente y con ello allanan cualquier oposición.

 

EL MUÉGANO HUMANO

Mi esposo forma parte de un muégano de personas dentro de una camioneta. Siento su miedo y el azoro, algo como el mío que no entiendo en qué me convertí, en qué dimensión de obscuro tornasol habito.

Junto a mi esposo va un aterrorizado niño de unos catorce años que tiembla abrazando sus brazos sin encontrar calidez en ellos y un pequeño de uno o dos años que llora a gritos.

 

EL RELEVO

Los uniformados descienden de la camioneta sin placas ni distintivos y la entregan a otros hombres armados vestidos de civil.

La camaradería entre un Estado vuelto criminal y unos delincuentes que son los gobernantes de facto llena el ambiente como un ominoso incienso.

 

EN LA LUZ OBSCURA

La camioneta sigue su travesía en medio de la obscuridad a pleno día.

Apuntándole con las armas hacen al adolescente aventar por un barranco al bebé que no deja de llorar, todos mis ojos le gritan al segundo que calle; pero no sale ningún sonido de ellos y su cuerpo vuela silencioso también. Una vez que el jovencito hizo lo que le ordenaron, le disparan y hacen a otros tirar su cuerpo sin detener la marcha del vehículo.

En ese momento mis holanes me llevan a otro lado con ese movimiento de cascadas que todavía no reconozco como propio.

Aunque me faltan cuentas, puesto que me sobran ojos puedo visualizar el fin de mi esposo enredado en ese rosario de órdenes despiadadas y galardones de muerte. ¿El cuerpo de quién habrá tenido que tirar él? ¿Tuvo un rastro de humanidad al llevar a cabo la tarea, susurró alguna breve plegaria, se disculpó, se habrá resistido a obedecer? ¿Quién habrá aventado su cadáver? ¿Dónde? ¿Forma, junto con otros, parte de un muégano de carne putrefacta?

Una duda me atraviesa como luz sólida y dolorosa: ¿Y si vivió?, ¿y si se encuentra en no sé dónde buscando su camino?

 

EN NINGUNA PARTE

Mis holanes cuajados de ojos deambulan por el edificio, no encuentro ni a mi esposo, ni a mi madre, ni a mi cuerpo, ni la salida. Pero puedo ver.

Un día veo a mi anciano padre entrar al edificio por la puerta principal. Sus manos venosas y llenas de pecas, su cabeza de deshilado blanco.

Mis ojos saltan de un vuelco de alegría… Él no me ve.

Educadamente se quita su sombrero y al acomodarlo en sus manos veo que carga unas hojas tamaño carta con mi foto y abajo la leyenda: Se Busca.

***

El mundo se acabó. Faltaron los ángeles y las trompetas. El mundo acabó colapsando sobre sí en una nube odio y violencia.

Solo quedamos nosotros, nuestra memoria que busca nuestra historia, que arde por recuperar nuestros cuerpos.

Solo estamos nosotros, atrapados en intransitables casillas desde donde nos buscamos y extendemos nuestros irreconocibles dedos hacia los que amamos.

Ellos también nos buscan, yo lo sé. Y aunque a veces creo enloquecer, todavía confío que un día se abrirá alguna compuerta por donde nos tocaremos y ese toque será un grito tal que el mundo volverá a acabarse.

 

 

Victoria Beltrán es defensora de Derechos Humanos, licenciada en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e integrante del Colectivo de Abogados y Defensores del Interés Público. Ha trabajado en las áreas de Defensa de organizaciones de la sociedad civil tales como el Centro “Fray Julián Garcés” Derechos Humanos y Desarrollo Local, A.C.; Centro de Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria, OP”, A.C.; como consultora para la organización ambientalista Greenpeace México, A.C.; y también se desempeñó como Subdirectora Jurídica del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (COPRED). Actualmente es consultora independiente. Escribe desde muy pequeña, tiene cuentos publicados, una obra teatral que fue montada por un grupo universitario y guiones para cortometraje producidos. También hace arte-objeto.

Ilustración: “Nothung” por Anselm Kiefer.

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