Hayworth


por Daniel Sibaja

 

Sr. Alfred, he tenido una silueta dibujada en sueños y vigilias, es usted mirándome desde un arriba que no alcanzo. Ha pasado bastante tiempo desde que en la Bahía Bodega nada ocurre. No sé nada de mi familia, estoy incomunicada y si es que alguien me escribe, o no, es porque nada importo. Desde lejos veo la casa de Mitch, al otro lado, y parece que el olvido tiene empachos de morderme esta putrefacción que llevo dentro. ¿Acaso es usted, inquietante Alfred, dueño de todo lo que soy? Una maestra echada a la desolación inmediata que enseña y se mortifica por un amor que no supo conciliarse. Mirándolo a través de Cathy y aguantándome un cariño desgarrador entre mis palabras; mi admiración por ella y su hermano, la impotencia de tomar las maletas y retirarme de todo; mi desprecio hacia usted, hacia esa mujer que llevan por madre y a la que debo ésta mi peste y entera incuria.

 

Conseguí un buzón rojo. Los alumnos me han ayudado a colocarlo frente a la casa. El buzón lleva escrito: “Hayworth”. Y todos en el pueblo empiezan a reconocer mis referencias: una caduca y ciega enamorada que no rinde y que no permanece en sí misma. La primera vez que escuché su nombre, misterioso Alfred, sentí miedo de ser asechada. Fue entre sueños, como le digo siempre, y en cuestión de segundos atendí a su imponente voz y a sus ideas. “Annie Hayworth, la identifican por Annie Hayworth”, lo escucho, porque sé que no estoy sola después de todo. Sin embargo, traigo unas ganas inmensas de morir. Le digo. Usted sabe que sólo mirando a Cathy me sostengo. En la escuela, los niños me distraen de toda profunda oscuridad y aflicción. Usted lo piensa, lo sabemos.

 

 

Esta soledad no me beneficia en nada. El otro día me encontré cerca del muelle a la señora Lydia, tenía esas mismas arrugas y la mirada entrecortada, como sufriéndose una vida de pérdidas y cabizbajos. A ella no la suelen ver merodeando por el pueblo, por eso se me hizo extraño; en cambio, Mitch se encarga de salvaguardarlas, y se ha puesto la responsabilidad de ocupar el lugar de su padre. Sin más remedio que esconder el rencor que le debo, apenas pude desearle los buenos días antes de que siguiéramos nuestro camino. Usted, embustero Alfred, dijo que pronto todo esto acabaría. Y le pregunto: ¿cuándo?

 

He decidido asecharlo desde este mundo de cabeza. El abandono ya no me atiende, se va desquebrajando y sólo el jardín ha podido mantenerme distraída, se vuelve una obsesión. Puse un letrero de alquiler para que alguien ocupe un espacio más en este piso, que nada teme, que nada cambia. Aquí sobra mucho tiempo para enamorarse. Aquí vuelve uno a encontrar el optimismo, supongo que ese no ha sido su objetivo en mí, instalándome sola en Bahía Bodega, admirado y cruel Alfred, pero entiendo que así sea el traspapelado y el kamikaze de sus visiones enmarcadas. De seguro esa es la razón de sus avisos. Justamente el cadáver de un cuervo, asido a los hilos del destino, anunciaron la fenomenal idea de dirigirme a una fosa; entonces, tras la ventana levanté las primeras sobras de su plumaje y la ceniza de sus patas y un pico quebrado, como apuntándome desde su perspectiva.

Por la noche entré al Tides Restaurant, el único lugar en donde puedo tragarme las penas, envolverme entre mis fracasos y recordar mis días en San Francisco, cuando encontré en Mitch todo lo que he perdido ahora. Cálleselo, no diga más. Pronto comienzo a revolver los años y miro al fondo de la barra el letrero de Gallo Wine; detrás, un expendedor de cigarros que han decidido compartir desde hoy una muerte segura y masticada por mis pulmones; en ese mismo instante, dos marineros hablaban de un ataque de gaviotas a su bote pesquero. Como cada año, vendrían muchas en la migración y apreciaríamos su silueta pendiéndose sobre los cables eléctricos.

 

Ha venido una mujer a preguntar sobre Cathy. La señorita Melanie Daniel’s parece que ha sido el último de sus anuncios. Pude sentirlo entre su mirada, atragantándose contra lo que soy, o lo que has hecho de mí, mejor dicho. Y en esos apagornis que venían con ella, un reflejo de sus palabras, aprisionado Alfred, hizo que se asomaran: la incertidumbre de su conciencia y el pronto que va tardándose en llegar.

Al atardecer, la señorita Daniel’s, pidió el lugar vacío de esta casa. Trajo sus prendas en una bolsa de papel. Esperaba que, siendo una mujer tan sofisticada, se ahogara en toda la energía de profundizarse en el siempre simpático “abogado Mitch”. Sin embargo, me ha llamado la atención la herida que trae en la cabeza. La invito al café que he preparado. Me dice que una gaviota la atacó en el muelle. Concluyo que sus misterios irán acercándose cada vez con menos entendimiento, oscuro Alfred, y que esto sólo es el principio.

Por la noche, entre el brandy y un odio mutuo hacia la señora Lydia, hice que ella se convirtiera en una amiga, quizá sólo a través de su persona pueda mirar a un Mitch que no me pertenece. Su presencia me hizo recordar lo sucedido hace cuatro años: el temeroso carácter de su madre, –si es que un complejo de Edipo caería bien en definirla–, y las dificultades que enfrenté al lado de Mitch, cuando su padre acababa de fallecer. La señora Lydia sólo tiene miedo a que la abandonen, sí, un rotundo miedo a que la abandonen. Se suponía que tan sólo era un fin de semana. Y heme aquí. Los escucho hablar por teléfono, y en su voz se planta un final que proviene desde las ideas suyas. Mientras, nos vamos figurando un mañana y una victoria en el corazón de Mitch y de Cathy, entre el humo del tabaco y de la noche. Pero alguien golpea la puerta, y es usted, de nuevo, oscuro Alfred, midiéndome con una gaviota debajo de una luna llena.

 

El cumpleaños de Cathy se convierte en lo que un autor propone para la depresión de mi persona. Estoy tapándoles los ojos a los niños y finjo que nada de esto importa, lo correcto es dejar que Melanie me cure de una vez por todas. Los veo desde aquí, conversando en la colina, bajan como si el amor hubiera aceptado una acuerdo inquebrantable entre ellos. Qué felices lucen juntos. Quisiera haber llegado hasta ahí, convenciendo a Mitch de un enamorarse y dar todo por ese cariño, dar todo por la otra persona, y alejarse de la señora Lydia. Por eso su madre, que trae el pastel entre sus manos, los mira con recelo. Con un enojo que va desenvolviendo el temperamento de cobardía y egoísmo que tiene por naturaleza. No puede soportar ver a Mitch tan feliz, no lo soporta al igual que yo. Y justamente cuando los pájaros empezaron a atacar, impredecible Alfred, fue cuando supe que esto no iba sólo hacia mí. Que sus diabólicas ideas iban tras Cathy y todos los aquí presente. Te has mostrado tres veces a los demás. Y sus avisos cada vez son más peligrosos para los que amo en esta vida, la que me traes y diriges, como una red de hilos que van moviéndonos hacia una repetición de escenas con el objetivo de causarnos un terror infinito.

 

Cantamos en el salón de clases. Esto hace que los niños se distraigan de las aterradoras historias que van llenando a toda la Bahía Bodega desde que usted la trajo, traicionero Alfred, pues pensaba que sus objetivos eran hacia mi dibujo y nada más. Quisiera no haberla conocido. Recuerdo cuando mis días acababan observando la alegría de los niños en su recreo, esa es una felicidad que he dejado carcomida en alguna parte. Los columpios sobre el césped verde, los niños, son todo por lo que permanezco, me mantienen de pie. De pronto, Melanie me dice que cierre las puertas y que saquemos a los niños de aquí. Ha decidido llenar el parque de cuervos, sr. Alfred, y eso no se lo perdono. ¿Por qué decidió atacar lo que más quería?

Corrimos hasta el hotel, huyendo de los cuervos, huyendo de usted. Pero sus ideas acabaron por herir a mis niños, acabaron por desilusionar la muerte que espero. Eso no se lo perdono, sr. Alfred. No.

 

Acompañamos a Michelle a casa. Y es que mirar a Cathy y a Michelle aterrorizadas es de lo más cruel. Si acaso piensas torturarme de esta manera, hubiera preferido que no dibujara, o dirigiera, nada de mí, o de ellas, que nada tienen de culpa y que el miedo nos está sofocando tremendamente. Y parece que no le importa, desagradecido Alfred, nada de esto le importa.

Ahora estoy en casa con Cathy esperando a que Melanie y Mitch vengan a recogerla. Aun viéndose acorralada, es una niña fuerte. Hemos estado tranquilas. Escuchamos a lo lejos esa idea suya, una explosión que viaja desde el Tides Restaurant hasta donde estamos. El cielo se ha puesto más gris de lo que conocemos, y entonces ella se levanta, y afuera las dos observamos una Bahía Bodega llena de pájaros. Es esta su señal, macabro Alfred, lo sé, pero no pienso dejar que se lleve a Cathy. Corro hacia adentro, empujándola. Ella está dentro de la casa. Le sonrío. “Todo estará bien, querida Cathy, todo estará bien”. Porque él ha decidido dibujarme con el cuerpo cubierto de cuervos, y van clavándome los picos al ojo; el vacío que dejan es de un agujero ennegrecido y de rojo sangre. Perdónenme.

Qué cruel fuiste, asesino Alfred, dejar que Cathy viera cómo se devoran mis ojos por los cuervos. Cumpliste, felicidades, mi cuerpo es un cadáver pudriéndose dentro de casa. He muerto como se lo imaginó, con la fortuna de ver a un Mitch abandonándome en un lugar tan lleno de usted, mi sr. Alfred.

 

 

Entrada previa Noche de cine
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