por Alondra Castro
Ya había imaginado cómo sería el futuro. Sabía qué olores y qué sabores tendría el aire. Se le antojaba una paleta de plateados brillantes y blancos, con un aire que te llenaba de metal la boca. Pero ahora que el futuro era su presente, se sorprendió al darse cuenta de cuán equivocada había estado. Era el sabor a tierra lo que le llenaba la boca, mientras sus ojos se tragaban un panorama azul que lo cubría todo. Ese era su futuro, los últimos segundos de su presente.
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“Te dije que por allá se metió la luz”, las miradas de Rosa y Eva se cruzaron durante unos segundos, como burlándose de la historia que les acababa de contar María. “Ay, María ¿no sería un tráiler lo que miraste? Acuérdate que por ahí pasan.” A María le daba un dolor bien fuerte en el estómago cada vez que esas dos querían tratarla como pendeja. Con la mano sobre los labios, empezó a arrancarse los cueritos sueltos, en lo que se calmaba para responder la pregunta que le hizo Eva. “¿Cuántas veces pasan los trailers por aquí? Sabes muy bien que esta carretera ya no es lo que era, Eva… y para empezar, ni viajan de noche los traileros ya. Por más concurrida que sea la carretera, pura madre te agarran camino a las tres de la mañana.”
Rosa se levantó de su silla y tomó las tazas de café vacías, María y Rosa siempre tenían que estar peleando; la primera porque gozaba de una imaginación tan grande que vivía en una fantasía constante, mientras que la segunda gozaba de una mente tan objetiva que rayaba en la amargura que trae consigo el “hasta no ver, no creer”. Rosa se consideraba una mezcla de ambas, o tal vez era tan neutra que nada le importaba. Rosa era feliz en su casa acompañada de sus dos hermanas; la mayor satisfacción que le daba la vida eran los atardeceres en los que podía sentarse con sus plantas y contarles las historias que había leído. Las hermanas seguían discutiendo, que si la luz era un camión, un punto en el cerro, quién sabe, “¿No te rascarías mucho los ojos, tú? Ya ves que se forman unas luces cuando lo haces.” María no puso atención a las palabras de Rosa, sino que continuó discutiendo con su hermana menor, tratando de hacerla entender que en el cerro aparecían luces. Eva continuaba riéndose de su hermana, que se acaloraba tratando de hacerla entender su punto. Le dio un último trago a su café y le pasó la taza a su hermana mayor, “ay no, si yo creía que Rosa era la loca por hablarle a las plantas de plástico, pero si tú estás peor”.
Eva estaba segura de que en algún momento también se volvería loca como sus hermanas. Cuando ella llegó al mundo, este ya era el lugar patético y solitario en el que vivían. En cambio, a sus hermanas sí les había tocado un mundo diverso y lleno de promesas. Tanto María como Rosa habían estudiado carreras universitarias, habían adquirido un crédito educativo que ya nadie les cobraba, llegaría el fin del mundo y ellas seguirían en el buró de crédito. Tenían promesas de desempleo y deudas, pero al fin de cuentas se trataba de un porvenir. Cuando llegó el nacimiento de Eva, el mundo ya estaba llegando a la recta final. Su madre murió mientras la paría, su padre murió durante el último derrame de arsénico en la mina de Cananea, y sus hermanas habían escapado de Hermosillo y de todo el caos que trae consigo el inicio del fin del mundo en una ciudad.
Escondidas en el pueblo, las tres hermanas vivían en una casa cerca de la carretera, que en tiempos más prósperos fue muy concurrida. Lo único que conocía Eva, con sus diecisiete años, era esa carretera y el cerro que cubría el caos del fin del mundo. Ahí, en el pueblo, todo era muy quieto.
María prefería que Eva no conociera la realidad del fin del mundo. Rosa llegó a insistir que Eva las acompañara a la recolección, pero María la disuadió, “¿Como para qué quieres que vaya con nosotras? Bien sabes que en la recolección más que alimentos uno recolecta malas noticias rellenas de úlceras en el estómago. Una cosa es nacer y estar realmente consciente de que morirás joven, y otra cosa es que te digan cómo. Eva no necesita estar ahí, punto.” Eva ya sospecha las razones por las cuales no la llevaban con ellas; aunque al principio le molestaba la decisión de sus hermanas, al final terminó comprendiéndolas. Por eso, cada día de recolección, Eva se quedaba sola en el jardín de Rosa. Aprovechaba su soledad para hablarle a las plantas de plástico. Les contaba todas las cosas que ella hubiera realizado si el mundo le hubiera concedido más tiempo.
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El cielo se había tornado oscuro. Ni una sola estrella se abría paso en el cielo. En sus diecisiete años de vida, sólo había alcanzado a observar un puñado de estrellas. Cada vez que observaba el cielo se lo quería beber todo, “Allá sí hay porvenir”, pensaba melancólica. Cuando tenía cinco años, se dio cuenta que ya podía observar por encima de la mesa sin pararse de puntillas. Fue entonces cuando estuvo consiente de que en algún momento crecería tanto que hasta podría ver por encima del cielo sin problema alguno. María le dijo que tenía razón, Rosa solo sonrió; nunca supo qué fue, pero Eva entendió que aquello no sería posible, que solo era su imaginación tonta. Eva sintió vergüenza la primera vez que ese pensamiento cruzó por su cabeza, pero ahora era diferente, ahora sentía anhelo. “Que María tenga razón, por favor.” Con la poca fuerza que le quedaba, levantó poco a poco la mano como tratando de rascar la oscuridad que ahora la cobijaba.
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“¿Realmente se acabará el mundo?” María sonrió con la pregunta que hizo Rosa. “Pues si no se acaba que mínimo avisen, aquí me estoy pudriendo con ustedes.” Rosa no contestó. Continuaba observando con la boca abierta al cielo azul. “Lo único bueno de esta condena es que no te pueden entrar moscas, boba.” La broma no le molestó, solo se dignó a verla con preocupación. “Eso mismo, ya no hay moscas… o al menos no las suficientes para molestar, pero el cielo es hermosamente azul. No hay nada más azul que el cielo, inclusive antes de que empeorara la contaminación ya los cielos estaban percudidos. ¿Qué pasó ahora? ¿Por qué ahora que todo está tan perdido el cielo es tan bonito?, ¿sí nos moriremos?”
“Ash, me caga cuando Rosa se pone toda existencial porque nos lleva entre las patas. Ya, fin del mundo o no está seguro que moriremos”, aquél día Rosa no había pasado demasiado tiempo con sus plantas. Por lo general, a ella les contaba sus inquietudes… pero cuando sus amigas no la escuchaban, sus hermanas eran el público que buscaba. Eva siempre sintió lástima por Rosa especialmente, se notaba que le encantaba vivir. “Perdón, ahora sí que me fui en el viaje… en fin, ¿quieren comer en el jardín? Ya casi es hora, estaba pensando en poner una fogatita temprano, para comer bombones. Tengo una bolsa guardada de hace años, no los he revisado, tal vez ya estén hechos polvo… pero igual hay que comer en el jardín, el clima lo amerita”.
Al final decidieron que no habría fogata, sería demasiado el calor a medio día. Cuando llegó la hora de comer, salieron cada una con su respectiva silla. Tomaron sus tazas de café, y en silencio comieron los bombones duros que había guardado Rosa. “Está bueno el chicle, Rosa” el chiste de María la hizo reír un poco. María pensó en lo quieta que era la risa de Rosa, uno piensa en la risa como un estruendo, un JAJA con ganas, pero la risa de Rosa era un murmullo.
Eva sintió un poco de comezón en la piel, mientras charlaba con sus hermanas rascaba las zonas en las que tenía esa sensación. Primero fue en el brazo izquierdo, después en la espalda, después en el cuello, después se dio cuenta de que no era comezón, después miró a sus hermanas rascarse la piel desesperadas y alarmadas. “¡Estás anaranjada!” se dijeron entre ellas mientras rascaban sus cuerpos. María empezó a llorar mientras gritaba que no podía, Rosa también estaba llorando pero les repetía que se calmaran, María se lanzó al suelo y empezó a bañar su cuerpo con tierra, Eva no miró aquello, aunque lloraba estaba embelesada con las estrellas que bajaban del cielo y giraban en la punta del cerro. “¿Serán estrellas?”, se preguntó Eva en medio de aquélla conmoción.
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No sabía en qué momento su carne se había consumido, observó su dedo rojo, sangrante, sin saber qué había pasado o estaba pasando. Trató de voltear un poco la cabeza, para observar a sus hermanas, pero no pudo. Escuchaba que alguien se quejaba muy despacio, pero no sabía quién era. Se dio por vencida, decidió que lo último que verían sus ojos sería el cielo azul. Sonrió al pensar que podía controlar ciertos detalles de su muerte, pero pronto se dio cuenta que de lo único que controlaba era su dedo. Frente a ella se posó una luz incandescente; el calor fue tan intenso que sintió cómo su piel se derretía.
Alondra Castro estudió Literaturas Hispánicas pero me hacen falta 1000 pesos para titularme (puede que más). Tiene 24 años y le teme a los 25, quién sabe por qué. No tiene más títulos, si acaso que la secundaria técnica la tituló semillera del porvenir, pero la tierra está árida.
Arte: ‘Aparition’, Odilon Redon.