De crecer se ha dicho que es una mudanza. Dejamos lo que somos, cedemos la juventud, el cuerpo suave y fresco, nos abandonamos. Esta experiencia es errática y nos volvemos, a ratos, casas vacías. La última vez que cambié de vivienda quedó de mí lo que yo era entonces, como si irme de mi hogar fuera también irme de mí mismo. En esta mudanza perdí las Obras Completas de Shakespeare, es decir, perdí los Othellos, los Hamlets, las Ofelias, al rey Lear bajo la lluvia y esta frase de su tragedia que inspiraría un ensayo de Pavese: “La madurez lo es todo”.
Como Shakespeare, Pavese comprende los peligros de no estar preparado a tiempo para las inclemencias de la edad: eso que se conoce como “convertirse en adulto” y que en realidad significa “aprender a sobrevivir”. Porque la ineptitud de la inmadurez puede llevar a las desesperaciones más profundas: la soledad, el odio, el vacío; como muestran todas las novelas de formación, las bildungsroman; ese estudio literario sobre la realidad y la infancia, dentro del que también estaría Oyasumi Punpun, obra del mangaka Inio Asano.
Las peculiaridades de este subgénero se resumen a lo anotado por Angelo Marchese y Joaquín Forradellas en su Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria: “un tipo de relato en el que se narra la historia de un personaje a lo largo del complejo camino de su formación intelectual, moral o sentimental entre la juventud y la madurez”. Este personaje sería Punpun Onodera, un joven japonés que se enfrenta al acto definitivo del crecimiento: el amor. El encuentro es un cliché de comedia romántica: una estudiante recién transferida que se vuelve su primer amor, un amor a primera vista y por lo tanto fundado en ideales y no en hechos. Pero, a diferencia de los melodramas comunes, construidos sobre modelos prefabricados, creaciones predecibles, blandas en su exposición del dolor, sobreactuadas, ridículas en su inocencia, las tragedias de Punpun, como las de los personajes de Shakespeare, tienen verdadera gravedad: arrastran el peso de la existencia, que consiste en la búsqueda de un sentido y también en aquello irredimible, ese vicio constante, que nos lleva a tomar la peor de las decisiones en algún momento de nuestra vida. De esta búsqueda y de este fracaso está hecha la madurez. Y en la historia de Punpun, en su vida ardua y triste, en su camino de desencuentros, la madurez lo es todo.
Cada acto en su infancia y en su juventud está teñido por la idea de un futuro desastre. Y esas instantáneas, dulces en otros mangas (el reencuentro con el mar, el enamoramiento, la visión de las estrellas en verano, el descubrimiento del arte, el sexo como algo siempre misterioso y absorbente), aparecen como el álbum del fracaso o la desdicha. Un error en la niñez lleva a años de desorden.
Esta disputa entre el mundo de la infancia y el de la adultez se traslada al estilo visual de la obra, que es atravesada por trazos extravagantes, infantiles, por rostros desproporcionados, enormes como planetas orbitando la oscuridad de la página, casi títeres, en un uso irónico que contrasta con cuadros de súbito hiperrealistas o que saltan al delirio bélico del expresionismo. Y en la suma en conflicto, que forcejea, como un cuerpo que crece y trata de ajustarse a su nueva piel, está la violencia vibrante, el ansia trémula, el odio y la tristeza y la lástima, un resumen de nuestra primera juventud.
Y no es sólo, por supuesto, cosa de estilo, sino también de la materia que forja el manga. Me gustaría emparentar a Punpun con uno de los jóvenes más famosos de la literatura, Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno. Pienso que una de las características sobresalientes de la novela de Salinger es el retratar al adolescente como un inepto social, a ratos demasiado honesto y a ratos igual de hipócrita y cobarde que los adultos: un carácter en verdad infantil, alejado de esa moda que Pavese criticaba en las novelas posteriores al romanticismo, propensas a habitar sus historias con niños sabios. Así, Punpun y Holden son niños que no conocen nada, pícaros que no saben jugar su juego. Y aún más desafortunados porque tienen algo del alma del artista: los dos escriben; son idiotas sensibles. El teatro de Shakespeare está lleno de estos desgraciados cuya condición humana, cuya mayor particularidad, cuya alma está en la equivocación. El manga de Inio Asano también, con sus Ofelias enloquecidas, sus Hamlets perdidos en una autodestrucción adolescente, sus reinas solitarias. Acaso algo de la sensatez que surge de la experiencia adulta habría salvado a Punpun del crimen y de, en un acto de la tragedia griega, mutilarse como un Edipo oriental. ¿No habría aprendido a ser más cauto con sus amores? Su tío, un niño en el cuerpo de un hombre de mediana edad, ¿no habría evitado años de autoconmiseración y desprecio si en su juventud hubiera sabido templar sus ansias? Y son igualmente los casos de la madre de Punpun, y su padre, y Aiko, su interés amoroso. Es cierto que algo está roto en ellos y que eso les impide madurar, pero también es cierto que sus errores responden a los caprichos de los niños que carecen de la voluntad para decir que no a su deseo. Negarse a seguir buscando un amor perdido e irrecuperable, negarse a huir de la responsabilidad, negarse a las promesas que se sabe quedarán incumplidas. O, en palabras de Shakespeare, “levantarse en armas contra el océano del mal, y oponerse a él”, esa determinación adulta de enfrentarse al mundo e incluso a nuestra existencia. Los personajes de Oyasumi Punpun habrían aliviado varias penas si hubieran alcanzado la madurez intelectual o emocional, pero apenas están al borde, no llegan; permanecen ante el desolador quicio que separa la sabiduría adquirida por la experiencia de ese apenas entrever, con lo que se ha sufrido, los errores que se está por realizar, sin que esta perspectiva alcance para evitarlos. Porque la madurez en realidad es un chiste negro, un don que se nos da cuando ya no sirve para nada sino para la melancolía. Esto he aprendido de Shakespeare. Y es así que al final de Oyasumi Punpun queda más la sensación de supervivencia que de éxito. Sólo sobrevivimos a nuestros errores, no los aminoramos ni desaparecemos. Somos, pues, cautivos de la ingenuidad de nuestros años más tiernos, en los que el mundo abría todas sus posibilidades y nosotros, ajenos al hecho de que la vida cambia y el instante de decidir y tomar es sólo uno, nos demorábamos hasta que la oportunidad se perdía o en un anhelo desesperado nos arrojábamos a lo más fácil, lo incorrecto.
¿Qué queda al final de esta batalla? Para Shakespeare, la muerte; para Inio Asano, quizá la oportunidad de la alegría, quizá sólo la resignación. Cualquiera que sea la respuesta, si la hay, está en una viñeta en blanco y negro, tal vez en una de las fantasías cósmicas espléndidas y tranquilas, o en esa serie de errores formativos que nos han llevado a ser quienes somos, esa continua mudanza que es crecer.