La referencia obligada


por Víctor M. Campos


Una cosa era adorar a los dioses de lejitos y otra muy distinta tener que hacerlo en tu propia casa. Cuando el patrón supo que ya venían, que cada vez estaban más cerca, sintió un tremendo retortijón en el estómago. Corrió por el pasillo, subió la infinita escalera y apenitas alcanzó a llegar al baño. ¿Qué pasaría ahora?¿Tendría que rendir cuentas de sus actos, de su vida, de su gestión al frente de la Gran Tenochtitlan? 

¡No mamar el calamar!

Se lamentó por haberse burlado de todas las señales y los presagios: primero aquel cometa, años antes, con su espléndida cola de fuego; el incendio provocado del Baby O, ni más ni menos que la casa del mismísimo Huitzilopochtli; luego la Llorona con sus aterradores lamentos y profecías y, al final, la aparición de aquellas personas monstruosas con dos cabezas en un sólo cuerpo. 

¡Estúpida, estúpida, estúpida!, se lamentó el patrón. 

Antes de caer en la desesperación ideó un plan para detenerlos. Serían muy los dioses, pero qué era eso de andar llegando sin invitación. No le daría tiempo de arreglar todo el cagadero y ni siquiera de darle una barridita a la casa. Entonces se le ocurrió una idea: juntó a los magos y guerreros más pro que tenía y, cargados de regalos, los envió a interceptar a los dioses. 

No se trataba de ser hostil con ellos. A fin de cuentas eran los dioses y hasta el patrón sabía que no era buena idea ponerse con Sansón a las patadas. Familiarizado con su humor cambiante, nomás había que ver las inundaciones del último año, lo mejor sería llevársela fresa con ellos. Y si no había forma de detenerlos entonces había que procurar que llegaran del mejor humor posible.

Guerreros y magos se lanzaron a la misión. Entre los pertrechos llevaban gallinas de tierra, huevos, tortillas blancas y cautivos por si ocupaban algún sacrificio. Además, máscaras, chalequillos y muchas más prendas adornadas con plumas y  piedras preciosas. Lo que hiciera falta con tal de hacerles placentero el viaje y de darles a entender que eran bienvenidos, aunque no lo fueran.

Cuando los emisarios subieron a aquellas naves espaciales aparcadas en la playa, a los dioses les pareció que los regalos eran pocos, de mal gusto y de escaso valor. Pura fayuca. Además, ellos traían su propia comida baja en calorías y bien balanceada en ácidos grasos poliinsaturados. Lo peor fue cuando al ver la cara de fuchi de los dioses, los emisarios intentaron contentarlos sacándole el corazón a un cautivo y ofrendándoselos aún latiendo y chorreando sangre.  Las caras de fuchi se retorcieron aún más y rechazaron la ofrenda. Los emisarios volvieron a toda prisa a darle la noticia al patrón.  ¡No les gustaron los regalos e insisten en venir a hablar con usted! El patrón se arrancó las plumas del tocado y se mordió un puño. ¿Y ora? Cuando lo dejaron a solas, supo lo que tenía que hacer.

Sin decirle nada a nadie empezó a echar sus chivas en una maleta. Más vale que digan aquí corrió, que aquí murió. Primero pensó en la Tierra de Tláloc, pero enseguida la descartó: necesitaba avenidas despejadas para huir y no aquéllas paralizadas de tráfico por las pinches lluvias; la Casa del Maíz o… ¡ya sé! ¡La del Sol sería mejor idea! ¡Agüevo!, dijo chocando las palmas de las manos reiteradamente y dando brinquitos triunfales:

Me lanzaré a Playa Diamante. De ahí agarraré un barco, me les iré al baño por este lado de acá, y adiós que les vaya bien. Agarró todo el oro que pudo y, bien bajita la T, al caer la noche escapó de la Gran Tenochtitlan. En Acapulco sintió una profunda nostalgia por aquellas noches de despilfarro entre la Casa del Sol y la de Huitzilopochtli. ¡Qué tiempos aquellos! 

Sin embargo, no era el momento para nostalgias. 

Se subió al primer crucero que pudo y desapareció por las aguas locas del Océano Pacífico. Pasaron los años, cayó el imperio y en tierras lejanas el patrón se volvió otro. Aunque lo pusieron en una ficha roja de Interpol, nunca pudieron dar con él. Y cómo iban a agarrarlo si cambió sus tocados y chalequillos por trajes ejecutivos de diseñador; los colores chillones por esos estampados lisos o de cuadros galeses o vichy. Si bien se había refinado dejando atrás esos gustos exóticos por los sacrificios humanos o esa lengua plagada de fonemas vocálicos y consonánticos, hasta entonces no había podido desarrollar las habilidad para ganar dinero de otra forma que no fuera el saqueo. El precio exorbitante de esos trajes, el de las cremas aclaradoras y el de la renta que tenía que pagar en París, pronto le pasaron factura. Empacó sus cosas, se subió a un avión y volvió a la tierra que lo vio nacer. Apenas puso un pie en la calle, el olor del bordo de Xochiaca mezclándose en el aire con el de las garnachas, le llenaron los ojos de lágrimas. Había vuelto. 

Era otro, pero estaba en casa de nuevo. 

Ya podría soltar la panza, tirar basura, escupir en la calle. Pero lo más importante sería que podría hacer negocios otra vez. El patrón era otro, pero seguía siendo el mismo debajo de ese barniz de sofisticación de los que van a tierras lejanas y vuelven. Apenas pasados unos días, irónicamente, se puso jamaicón, pero al revés: por un momento extrañó la fuerza del cabernet bordelés en alguna terraza de los Campos Elíseos al caer la tarde. Lo mejor que pudo hacer fue instalarse con el poco oro que le quedaba en la Condesa. Ahí pronto se dio cuenta que todo el mundo se ganaba la vida de otra forma. Por supuesto que no iba a convertirse en algo que no era: ese cartucho ya estaba quemado. Así que, enseguida, desechó la idea de volverse mesero.

Hay niveles, papá.

Vivir en esta pequeña burbuja intelectual de la Gran Tenochtitlan era lo más parecido a estar en la ciudad luz, con la ventaja de que tenía las garnachas a tres pasos en la glorieta de Insurgentes. Estaba decidido. Pero, ¿de qué podría vivir ahora? Una tarde sentando en alguna banca del parque México el patrón observó atentamente los ires y venires de la fauna local: 

Más europeas que los propios europeos, más sofisticados y deconstruidos que Derridá, entre estos animales distinguidos se abrió paso hasta el patrón una epifanía. Esta fauna tenía un marcado fetiche que se destacaba por encima de los otros: su cultura letrada. ¿Por qué no fundar una editorial, entonces? En casa hizo cuentas y con la frente y la boca fruncidas se dio cuenta de que no le alcanzaba. Merde! ¿Qué tal si empezaba por algo más pequeño, digamos, una revista literaria? Total, ya hablaba mal varios idiomas y había viajado por el mundo. Cultura letrada, ergo, no le faltaría. Empezaría por una revista en línea. ¡Agüevo!, dijo chocando las palmas de las manos reiteradamente y dando brinquitos  triunfales: una revista que publicara puros textos selectos de autores taxonómicamente alineados con la fauna local.

De ellos, para ellos.

De todos modos, ¿quién más sabía leer en este pinche país?

Con su nuevo apellido extranjero, el acento gutural y la piel clareada por las cremas, luego-luego vendrían las becas Fonca, los patrocinadores, los arreglos, acá, bajita la T, con los tres órdenes de gobierno para mantener a flote una revista que tarde o temprano se convertiría en la referencia obligada. Después de todo, el patrón encontraría una forma casi honrada de vivir y pronto, emulando a los otrora dioses, reconquistaría lo que alguna vez fue suyo.  

¿Quién diría que bajo aquel aspecto refinado hubo un indio tosco y de huarache al que le gustaban las orgías gore en honor a  Huitzilopochtli? 

¡Agüevo!, dijo el patrón, y le lanzó un beso al espejo.



Víctor M. Campos se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa dirigido por Carmen Simón. Es cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Hysteria, Temporales, Monolito, Katabasis, Bitácora de Vuelos, Acuarela Humanística, Anuket, Ipstrori, Interliteraria, etc. 

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