por Mateo Peraza
Mira, nene, soy humo suave. Vuelo como garza entre los pantanos y salgo refulgiendo un blanco que te hace cerrar los ojos. Pero preguntas ¿cómo he logrado esto?, ¿cómo me posicioné como la puta reina o como dicen tus amigos en broma: la Reina Puta? Fácil: perdí el miedo. A una siempre la quieren ver débil, con el maquillaje escurrido, darte con todo al primer descuido y por cualquier lado. Aparte, cínicos, se asustan cuando aquello brinca, pero aun así te la dejan dentro mientras susurran: no soy homosexual, a mí no me gustan los hombres. Palabrerías que debes conocer de memoria, nene, tú que trabajas en ese infierno en el que cada noche entran las escorias de la calle, donde sus gritos loquitos retumban en las crujías hasta el amanecer y no te dejan dormir, o por lo menos montar guardia a gusto. Aunque, supongo, hace mucho que no pasas por eso. Tú eres, como lo dirán tus amigos, uno de los grandes. Ahora no usas el uniforme y con mostrar esa plaquita que traes bajo la chamarra basta para que yo trague saliva y piense, formule minuciosamente mis respuestas. Dices que por aquí se comenta que domino todo, que nadie toca a nadie a menos que el permiso salga de mi boca.
Cierto, soy peligrosa. El tiempo me ha transformado junto con el sufrimiento, sentimiento que asumo que ya conoces porque miro tu rostro: las arrugas te surcan la frente como si estuvieras para siempre molesto, los ojos amarillos indican que no comes bien, que tu hígado probablemente esté cargado de proteínas tóxicas. Pero en tu trabajo nada fuera de la labor importa. Y cumpliré. Pero primero siéntate, deja de mirar a mis guardias y bebe la taza con café que he puesto enfrente. Así es, no está envenenada. Enfócate en el paisaje que se alza detrás, enfócate en mí.
Mi padre, como debió ser el tuyo, era un hombre duro, al borde del analfabetismo, que no comprendía nada fuera de lo que sus principios hechos con fuego y soldados con el soplete con el que trabajaba de herrero le indicaran. A mí me menospreció. Mi cuerpo era débil y pequeño. Mi mirada poseía la finura femenina pero mi morfología ―que la palabra no te impresione, seguramente tienes estudios― apuntaba la obvia masculinidad. Y en algún momento surgió aquel chico que trabajaba para mi padre. Un sujeto fuertísimo que cumplía con los requisitos rudimentarios de un hombre, que no tenía reparos en tomar un cuerpo masculino contra su cintura siempre y cuando el alma fuera de mujer; que la boca, la esencia, fueran de mujer. Y con él, nene, comencé. Mi primer amor me enganchó y cuando tuvo la oportunidad me lanzó a las calles como cuando sacas a patadas a un perro callejero, aunque notas en sus ojos el amor profundo, el amor animal, que posee significado incondicional e indescifrable. Así, las experiencias me curtieron, los golpes me curtieron, los pisotones contra el pavimento me curtieron. Al inicio fue imposible ofrecerme. Conocía mi condición, vivía en mí como una pequeña ardilla en un árbol putrefacto, pero era imposible sacarla a flote con la liviandad que ahora poseo de garza, de humo suave. Y poco a poco, a costa de imitar a las compañeras que pululaban en esas calles sin nombre, obtuve una identidad genérica de la sexualidad femenina, la cual terminó siendo mi única identidad, cauce adjudicado por aquel mar violento y desconocido, el único disponible. Por ello puedes notar que soy permanentemente sexual, sin la feminidad objetiva, profesional, que proyecta una mujer de oficina. Soy una puta en toda la extensión de la palabra, pero para ese momento era una niña asustada quitándose los restos del cascarón, una niña todavía en shock por dormir siendo oruga y despertar como mariposa. Algo como eso. Y aunque no lo creas, aunque la mente calculadora y policial te grite lo contrario, en aquel mundo los hombres también se enamoran; disfrutan que los arrulles con voz maternal, aunque en el trasfondo esté el eco masculino, disfrutan que les mames la verga y disfrutan mamar la tuya, nene, con palabras bonitas y una sonrisa conmovedora, aunque al llegar a casa golpeaban a sus hijos por preferir el color rosado o las artes ―esto me lo confesaban llorando―. Otros peores me magullaban, pero con el paso del tiempo, dado que lo único que cambió radical y completamente en mí fue la mente, mis movimientos, me hice fuerte, pude defenderme con aquel cuerpo cuadrado y tosco, no como el que ves ahora, hecho a costa de tanto trabajo y ejercicio. Partiendo de esa voluntad me independicé. Miré la noche. La descubrí profunda y consoladora. La sangre en la noche, en total oscuridad, no existe, como nada con color en este mundo, y en un cuarto así, totalmente oscuro, corrió la sangre de mi primer amor; quien me mantuvo esclavizada hasta que sentí sus jadeos, sus movimientos ciegos como de murciélago en busca de algún objeto contundente, cuando metí más aquel cuchillo con olor a cebolla hasta que mi mano estuvo satisfecha, mis piernas, mi culo adolorido, estuvieron satisfechos. Tomé el dinero, tomé sus drogas, salí a la calle a hacerme una vida digna de una hija de la noche. Hasta subir los escalones que hay que subir con el dinero, con los pagos suficientes, formándome con las lecturas que nunca tuve y relajándome y cogiéndome a quien me quisiera coger. Eso sí, perpetuando este mundo que me construyó, propio de mi especie, al cual le tengo un amor enfermizo y, como debes saberlo, ―esto porque veo como acaricias la culata de tu pistola, cómo previenes el movimiento de mis hombres― protejo. Pero no hay nada por hacer, nene mío. Te contemplo desde hace mucho. Estás lleno de puntos ciegos.
Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán, 1995). Estudiante de biología en la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha publicado narrativa y contenido periodístico en medios como Memorias de Nómada, Efecto Antabus, Marabunta y Crónicas de Asfalto. Es becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) de Yucatán en la categoría de Jóvenes Creadores (2017-2018).