Resignación (des)obediente


por Gilberto Nava Rosales

 

1.

Nunca tuvimos oportunidad alguna. Somos el proyecto que se gestó sin vida porque su realización implicaba una maldición irrenunciable. Nunca tuvimos oportunidad alguna porque jamás estuvimos al borde del precipicio, sino que nos aparecieron una vez dentro, a mitad de la caída, para que sirviéramos de amortiguador para los que se lanzaron a sí mismos a un suicidio que llamaron el punto máximo de la civilización.

 

2.

No los odio, aunque ahora nos odien. Cada generación es víctima de la idealización que fuerzan en ella sus progenitores. Cada uno de nosotros, nuestros padres y nuestros abuelos fuimos el Ariel de Rodó. En algún momento de la vida, a todos nos llamaron la esperanza de la familia, del país, del mundo entero.

Sin embargo, tal pareciera que con mis contemporáneos, la cosa fue peor. Aún no nos podíamos limpiar bien el culo cuando ya nos enjaretaban trabajos idiotamente futurísticos. No tenían ni puta idea de lo que vendría. Soñaban con patinetas voladoras, autos que flotaban, jet packs personales para trasladarse volando a cualquier sitio.

El futuro, para nuestros padres, más que un momento preciso, era una idea, una especie de fuerza para erigir industrias y destrozar montañas, bosques y santuarios. Todo lo hicieron por nuestro bien. Se hizo una carrera armamentista y una amenaza de guerra nuclear por nuestro bien. Se deforestaron millones de hectáreas y se acumuló la riqueza en manos de unos pocos, por nuestro bien. Se declaró una crisis económica infinita, de préstamos hipotecarios con intereses impagables, por nuestro bien.

La generación X lo vio venir y no pudo hacer nada: no los dejaron. La voz de su rechazo fue tratada con kilos de Ritalin, cursos de verano y reality shows. El mundo los relegó al título de “generación olvidada” como un ícono del desencanto y el portavoz de su generación terminó con una escopeta entre los dientes.

 

3.

La generación de los baby boomers y anteriores tienen una nostalgia patética por los mitos fundacionales. Jamás se dignaron a darle una oportunidad a sus primeros hijos (Gen X) cuando vieron en una cifra un buen motivo cabalístico para reiniciar el sistema (claro, con ellos al mando, como siempre). El nuevo milenio les marcó la puerta de entrada a eso que tanto habían añorado desde los setenta y ochenta: el futuro.

Los niños del milenio serían el emblema de la nueva época de la humanidad. Una era de paz, orden y progreso; porque no hay una mejor manera de iniciar que con las preconcepciones de épocas pasadas.

Al menos, yo crecí bajo la premisa de estudiar algo que dejara dinero, algo que se usara mucho en los años venideros. Mi familia cumplía el estereotipo de llamarme ingeniero porque supe conectar una computadora, de decirme que estudiara ingeniería porque desde los diez años conectaba y desconectaba mi Nintendo 64 y jugaba videojuegos, de decirme que estudiara algo relacionado con economía porque me iba bien en matemáticas. Simultáneamente, no me dejaban usar una computadora o la videoconsola por más de media hora porque eso hacía estúpidos a los niños. No me dejaban ver caricaturas porque la televisión, “la caja idiota”, me freiría el cerebro; aunque ellos no se perdieron la boda de Lucerito ni los finales de todas las telenovelas de la década de los noventa. No podía ver Dragon Ball y me retiraron los pocos casetes de Gloria Trevi cuando salieron rumores en internet y en los noticieros (respectivamente) de que eran cosas satánicas.

Mi familia (y estoy seguro que la de muchos) exigía que el niño “prodigio” fuera el que les abriera la puerta a un futuro sacro e inteligente, una época mejor; mientras que al mismo tiempo pretendían anclarnos a pensamientos caducos, arcaicos e insuficientes para explicarnos nuestro lugar en el tiempo y en el espacio.

 

4.

Un error que comete la mayoría de los padres consiste en pensar que los hijos obedecerán siempre. En un afán de cuidar de la progenie, se llega a considerar a cada vástago una extensión del cuerpo. Sin embargo, cada individuo se emancipa en algún momento de la vida. Ahí ocurre un choque emocional porque los padres pueden interpretar el gesto como una amputación de un miembro vital de su anatomía.

Cuando la generación del milenio decidió separarse de las doctrinas de sus predecesores y pretendió tomar su destino en manos propias, acaeció la catástrofe. Nos legaron las crisis y la responsabilidad de hacer funcionar un absurdo: aumentar y mejorar la producción mientras restauramos el mundo a un punto en el que el cambio climático no nos extinga.

He visto muchos artículos que hablan de “la verdad de los millennials”, cientos de titulares de sitios de internet, periódicos y revistas que preguntan por qué los millennials no estamos comprando metales y piedras preciosos, varias conferencias en las que se critica a mi generación por ser malos trabajadores (empleados), pésimos jefes, adictos a la tecnología (“nativos virtuales” es el término utilizado), adictos al consumo, ateos, nihilistas, cínicos y perezosos.

Pero, ¿quién nos crió? ¿Quién determinó que el mercado se moviera con esa cantidad de consumo? ¿De dónde provino la idea de trabajar en cosas relacionadas con la tecnología? ¿Quién nos metió el futuro por cada orificio de nuestro cuerpo hasta dejarlo atorado en la cabeza? ¿Quién carajo nos hizo tragarnos el cuentito de que podemos ser lo que se nos antoje?

Nos juzgan inútiles y tercos por querer disponer de nuestro tiempo como mejor nos plazca, sin considerar que en algún momento ellos también quisieron lo mismo y tuvieron la oportunidad de hacerlo. Nos llaman quejicas por expresar un sano descontento ante una situación infumable: tener un título universitario para jamás ejercer la profesión estudiada o ejercerla pero mal pagada, subcontratada y sin prestaciones básicas. Mientras que muchos de ellos únicamente con la preparatoria trunca podían tener sueldos suficientes para mantener una familia, pagar una casa y, si alcanzaba, adquirir un vehículo.

Juzgan holgazán a quien tiene una medianamente buena idea y quiere ver si funciona como empresa independiente (¿no que el sistema favorecía la sana competencia?). Varios de mi generación han optado por poner a prueba el modelo del empresario que inicia desde cero (y algunos han logrado cosas interesantes), pero siempre está ahí una persona mayor que le llama ingenuo porque primero debe adquirir “experiencia”, eso que no se enseña en la escuela y que sólo la vida puede mostrar (dígame, buena persona, ¿usted contrataría un recién egresado y le pagaría un sueldo decente? ¿O quiere que le trabaje como práctica profesional y que la experiencia sea la recompensa?). Dicen que deben hacer “labor social” al contratarnos, porque de lo contrario la economía se colapsa (el permanecer eternamente en un cargo sin dejar que el grueso de la población económicamente activa y mejor capacitada lo ejerza, también colapsa economías).

 

5.

Los millennials nos volvimos en el ejemplo de lo que no debe ser. La Gen X es el símbolo de lo que no debió ocurrir. Ante los ojos de nuestros predecesores: somos y estamos mal. En nosotros (en las dos generaciones) ven el atisbo de su propia destrucción. Padecen de un miedo edípico sorprendente. Temen que si nos dejan las riendas, nosotros terminaremos en una distopía como esas que veían en malas películas estadounidenses (y a las que eran asiduos). Consideran que la civilización llegará a su absoluta decadencia si nosotros nos quedamos a cargo, pero no se percatan de que el mundo ya está en decadencia y esa ha sido su más grande obra: un retrete atascado y bloqueado.

 

6.

Nosotros somos los jinetes de su apocalipsis. Nos niegan a fuerza de desacreditación como último recurso para fosilizarse en una posición de poder. Está en su condición temporal comportarse así: ellos formaron el relato fundacional de su inmortalidad porque entraron en el futuro (año 2000) como los dueños del mundo y comenzaron a ignorar que en algún momento, todo hombre debe morir.

Nuestros padres y abuelos han agotado todas las oportunidades que nos correspondían: no nos han dejado más opción que crearnos nuestro propio entorno donde podamos sobrevivir. En cierta medida, para eso nos obligaron a cursar todo un sistema educativo escolarizado hasta llegar a la universidad: si querían mano de obra barata, mejor nos hubieran dejado sin encomiendas tan grandes.

El 19 de septiembre de 2017 vi a esos muchachitos desconocedores del verdadero mundo, carentes de experiencia y de valores, unirse para afrontar un fantasma de 32 años atrás. Los vi metiendo las manos entre escombros para encontrar vida, los vi gritarse para organizarse, los vi usando esa tecnología que tanto desprecian los ancianos para saber dónde realmente necesitaban ayuda, a dónde dirigirse, qué falsas alarmas ignorar y dónde se encontraba vida.

Mientras que vi a los obsoletos de siempre rezar en las iglesias, ofrecer un peso por cada peso donado y un producto por cada producto comprado. Los vi frente a las cámaras anunciando la activación de un plan de emergencia, cuando lo más importante de la emergencia ya había pasado. Los vi desconcertados e inmóviles porque o ya no tenían la voluntad o como esta vez fue a una escala menor y no les tocó a ellos ni a ninguno de los suyos, no les importó.

 

7.

Nosotros, los niños del milenio, los niños del abismo, jamás tuvimos oportunidad alguna; por ende, no tenemos ninguna responsabilidad ni ninguna deuda. Aun así levantamos la mano para tratar de sacarnos de este vertedero, a pesar de la idealización que nos enjaretaron y de la autoridad que convalece en el geriátrico.

Estoy seguro que para muchos de nosotros la esperanza ha muerto y eso también, quizá, sea necesario. Bloch indica que todas las sociedades funcionan bajo el principio de utopía-desencanto: es una rueda que permite a las civilizaciones avanzar; incluso Galeano dijo que las utopías sirven para caminar. Pero, si seguimos con lo mismo, nos estamos repitiendo y seguiremos reiterándonos infinitamente. Precisamente esos procesos han llevado al mundo a un punto límite de lo habitable. Quizá sea necesario hacer caso a Nietzsche y darle muerte de una buena vez a todos los principios que tienen al mundo y a la sociedad en jaque. Y esto no es darle un reset a la partida ni morir para hacer respawn en una situación menos engorrosa: declarar muerta a la esperanza es matarla de una maldita vez. Al carajo lo posible y lo que debe ser. A la mierda cualquier idea de futuro. Somos la generación del perpetuo presente, a eso nos resignamos porque no nos queda (y no nos dejaron) de otra: en eso nos enfocamos y ya.

 

 

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