por Luis Bernal
El despertador suena, cortando la madrugada a la mitad, y Javier abre los ojos. Todavía exhausto, mueve su mano en la oscuridad para apagar la alarma. A su lado, respirando con pesadez, duerme Elvia, su esposa. Como todas las mañanas, Javier se levanta y por un segundo piensa en despertarla para hacer el amor. Se detiene.
Después va al baño, orina, se mira en el espejo, entra en la regadera y, mientras se talla el cuerpo, se masturba con una erección apenas decente. Ya limpio, tras una eyaculación insípida, Javier se viste. Camina por el pasillo sin prender la luz porque su cuerpo conoce el trayecto de memoria, lo ha recorrido mil veces los últimos años.
Va a la cocina a desayunar. Desde hace tiempo Elvia prepara el desayuno, dos huevos fritos, una rebanada de pan tostado y una taza de café, y regresa a la cama. Hoy Elvia está sentada frente a la mesa y tiene los ojos clavados en el suelo. “¿Qué haces?”, pregunta Javier al entrar en la cocina. Su esposa, con las ojeras de siempre colgando bajo sus ojos, contesta sin alzar la mirada. “Tengo la uña enterrada. No lo había notado”. Sin acercarse demasiado, Javier observa el dedo. Está hinchado y rojo, la carne se abulta como si fuera un pequeño tumor, tal vez tenga pus dentro de él. “¿Te duele?”, pregunta mientras revienta la yema con el tenedor, dejando un charco amarillento sobre el plato. Elvia no contesta y Javier continúa, “Deberías ir al doctor”. No se sabe si es una pregunta, un consejo o una orden. La mujer asiente con la cabeza y se levanta. “Estoy cansada”, dice antes de entrar en la oscuridad del pasillo.
Javier muerde el pan y, al recordar el aspecto enfermizo del dedo, pierde el apetito. Asqueado, se termina el desayuno y deja los trastes sucios en el fregadero. Se lava la boca y mientras ve sus dientes opacos, piensa en la uña enterrada, en cuánto tiempo lleva ahí, en cómo es posible que su esposa no la haya visto antes. Al escupir en el lavabo se pregunta si él se daría cuenta de algo así. Está a punto de quitarse los zapatos para revisar pero ve la hora y sale de su casa.
Baja las escaleras, saluda con la cabeza al vecino del apartamento 4, camina dos cuadras, pasa frente a los edificios que construyeron el año pasado, mira de reojo los balcones y los grandes ventanales, gira a la derecha, acelera el paso para llegar a la esquina, pierde el camión y golpea el suelo con la punta del pie, mientras espera maldice en silencio por cinco minutos, sube al camión, paga exacto, camina hasta atrás y se sujeta con fuerza de un tubo, transforma su cuerpo en una masa que se amolda a la ausencia de espacio, mira el reloj, golpea su portafolio con el dedo, recuerda la uña enterrada y bajo los calcetines mueve los dedos para ver si encuentra algo, espera treinta, cuarenta, cincuenta minutos a que el tráfico ceda y por fin llega a su destino, celebra su pequeña victoria y baja de un salto, corre a la entrada, olvida saludar al portero, un señor gordo y canoso con la cara manchada por el tabaco y la vejez, y entra al elevador.
Adentro de la caja de metal observa los números cambiando en la pantalla: 1, 2, 3, 4… mientras la cuenta sigue escucha a dos compañeros hablando del partido del fin de semana. Javier no lo vio. Elvia fue a comer a casa de su madre y el departamento estaba demasiado quieto. Al final, el silencio lo arrulló y se quedó dormido toda la tarde. Despertó a las once de la noche, cuando los tacones rojos de su esposa, que combinaban perfecto con el vestido que compró en las últimas rebajas, picaron el suelo al otro lado de la puerta.
El elevador se abre en el piso quince y Javier sale mientras piensa en lo difícil que debe ser caminar con tacones y la uña enterrada. Va a su lugar y enciende su computadora. Hernández, el compañero del cubículo de al lado, lo saluda y le cuenta con detalle sobre la borrachera del viernes. Su voz es chillona y salpica mucha saliva al hablar, especialmente cuando está emocionado. Javier debe limpiar de vez en cuando las gotitas que caen en su rostro. Su compañero se bebió una botella él solo y no recuerda gran parte de la madrugada del sábado. Javier se masturbó en silencio esa noche antes de dormir. Hernández le dice que debería acompañarlo el próximo viernes. Javier asiente con la cabeza pero recuerda la hipoteca y el crédito. Además el cumpleaños de Elvia es en tres semanas y debe ahorrar.
Ese día la llevará al Bistro Red, el restaurante de todos los años, pedirán el mismo platillo, espagueti con camarones, beberán una copa de vino, o dos si los bonos de este mes lo permiten, regresaran a su casa y tendrán sexo, un sexo poco apasionado pero aceptable, se acostaran, guardando los centímetros habituales, y fingirán que duermen.
En la pantalla aparece una lista de nombres y números. Bostezando profundamente, Javier empieza a revisar el documento. Pasa tres o cuatro horas frente a la computadora, deslizando los ojos por la pantalla. Poco antes del mediodía, siente un retorcijón en el estómago. Los huevos fritos y la uña enterrada pasan por su mente mientras corre al baño.
Al desabrocharse el cinturón observa el inodoro y sonríe al verlo limpio. Ya sentado, celebra su pequeña victoria. Continuando con su buena racha, Javier defeca casi en silencio. Observa sus zapatos y vuelve a preguntarse si no tendrá él también la uña enterrada. De pronto, la idea de encontrarse con su carne atravesada por la uña le aterra. “Si tuviera una, ¿qué haría?”, reflexiona mientras se limpia. Se lava las manos minuciosamente y regresa a trabajar.
En la hora de la comida va con sus compañeros al restaurante frente a la oficina, pero su estómago aún gruñe de vez en cuando y solo ordena un refresco. Eduardo, el mejor amigo de Hernández y empleado del mes, cuenta los últimos rumores de la oficina. “Joaquín, el de venta, fue ascendido a gerente y Luciana, la bizca del cubículo 315, será su mano derecha. Se dice que el próximo trimestre se renovará la cartera de clientes y las comisiones van a reorganizarse. A Miriam, la del quinto piso, la van a despedir por desvío de recursos y tal vez rueden varias cabezas”.
Entre enchiladas, frijoles, ensalada y tortillas, todos empiezan a dar su opinión. “Joaquín no está capacitado, yo podría hacerlo mejor… Ya era hora, por fin voy a conseguir los bonos que merezco…”. Hoy Javier se queda callado, tiene hambre y no está de humor. Lo último que quiere es explicar porque merece la gerencia desde hace 5 años o cómo haría él para duplicar las utilidades si lo hicieran jefe. La comida termina y todos, incluido Javier, llegan a una decisión unánime. “Joaquín es un inepto y un chupamedias, no durará más de tres meses en el puesto”.
De regreso en su computadora. Javier abre una ventana para buscar sobre las uñas enterradas. Duda y al final decide no hacerlo porque, si lo descubrieran, los demás podrían pensar que él tiene una, o peor aún, que es uno de esos perversos con desviaciones sexuales. Un fetichista de las uñas enterradas o algo así. Si eso pasara tendría que olvidarse por completo de la gerencia. Resignado, Javier pasa las horas tallándose los ojos enrojecidos por la luz de la pantalla.
La jornada termina y Javier guarda sus cosas. Lo hace sin mucha prisa. Tal vez está muy cansado, tal vez tenga algún pensamiento enterrado en la cabeza. En el elevador observa de reojo el escote de una secretaria del octavo piso. Debajo de su pantalón se forma una erección, mucho más firme que la matutina, y de inmediato él la cubre con el portafolio. El festín voyerista y discreto acoso laboral se diluye cuando llega a la planta baja y Hernández se despide, recordando otra vez su invitación a beber.
Repitiendo la misma odisea de hace unas horas, Javier regresa a casa. Un silencio casi absoluto lo recibe. Sobre la mesa, junto a un plato de sopa, hay un recado de Elvia: “Fui a comer con mamá. Preparé sopa, caliéntala dos minutos en el microondas”. Javier cena con la televisión encendida. La luz de la pantalla se refleja en sus pupilas perdidas y el sonido de los anuncios se mezcla con los sorbos de sopa tibia. Javier se pregunta porque nunca ha visto un comercial de uñas enterradas. “Tal vez no es un problema de salud pública, tal vez nadie lo ha notado”, se responde mientras camina al baño para lavarse los dientes.
Se talla con fuerza, para desaparecer el sabor de la sopa, y las encías le sangran. Escupe un par de veces y observa cómo los hilos rojos se pierden entre la espuma blanca. La hemorragia no se detiene y abre el cajón debajo del lavabo. Busca algo entre las medicinas de Elvia para detener el sangrado. Píldoras para el reflujo, analgésicos, jarabe para la tos, píldoras para dormir… Con su mano nadando entre los frascos se preguntan cómo es posible que Elvia no tenga algo para las uñas enterradas. Javier no encuentra nada para la herida, pero agarra el frasco de pastillas para dormir. Otra pequeña victoria que celebra con el sabor a sangre aún entre sus dientes.
Javier se enjuaga la boca una vez más y camina a su habitación, se sienta en la cama y lee las indicaciones del frasco. “Tomar 1 o 2 pastillas antes de acostarse”. Traga 1 y espera un rato, nada sucede. Vuelve a leer la etiqueta y toma la segunda pastilla. Sin mirar, se quita los zapatos. La cabeza le da vueltas y la vista se le nubla, pero el sueño no llega aún. Toma la tercera píldora, la cuarta y la quinta, a partir de la décima pierde la cuenta y cierra los ojos.
Luis Bernal. Estudié filosofía en la UNAM. Demasiado libertino para el rigor filosófico y, paradójicamente, demasiado acartonado para la creación literaria. Escritos publicados en La Liebre de Fuego, Revista Monolito.
Arte: Franz Kafka