Maquinación de la casualidad


por Eduardo Barenas


Una maquinación de la casualidad […] colocó frente a frente a aquellos dos seres; dos grandes corazones, inmaculado el uno, gangrenado el otro.

―“Un cuento cruel”, Justo Sierra Méndez


Algo inquietaba a Alexis26. Las arrugas de su frente acentuaban el gesto amargo de su boca. Pensé que me pediría que me marchara, pero se reacomodó en la cama y quedamos juntos, empiernados. Con cualquier otro ligue no me habría permitido tal muestra de confianza. Tras nuestro primer encuentro en Grindr, dos años de eso, nos visitábamos con regularidad; hace un par de meses, sin embargo, cesó todo contacto.

En mi estado de relajación poscoital, le recriminé su abandono. Inventó algunas excusas que, si bien no consideré necesarias puesto que yo sólo hablaba en broma, no eran más que preocupaciones mundanas que, en otro tiempo, no le habían impedido organizar tremendas orgías en su departamento (lo que, invariablemente, le acarreaba reclamos por parte de sus vecinos).

Sospeché que se trataba de algo más: parecía, en momentos, presa de una gran angustia para, en seguida, disfrazarla con locuacidad. Sus palabras ascendían en un tono amable; me estimaba, por supuesto, más allá del desenvolvimiento sexual en la cama. Habíamos generado una intimidad que pocas parejas se jactarían de alcanzar, sin llegar a confundirla por romance. Recordé su llamada para invitarme a pasar el rato: sonaba inseguro, incluso esquivo: la pasión salpicada de recelo. Ven, parecía decir, me siento solo y, de fondo, no estoy bien. Cuando nos encontramos, después de esa pausa de incomunicación, no era el mismo: menguaba el fuego de su carne.

Le pregunté, algo abatido por su pobre desempeño en la cama, qué lo atormentaba.

“¿Te acuerdas del César —comenzó—, el cabrón de casi treinta pero que se veía chavito, como de veinte? Llegamos a coger con él juntos como dos veces. Tenía un cuerpo precioso y una carita divina, ¿te acuerdas? No sé a ti, pero a mí me encantaba. Era delgado y lampiño y todo blanquito. Me gustaba venirme sobre sus nalgas y ver cómo mi leche le escurría. Pero lo que más me gustaba era su cara: como de porcelana. Recuerdo que le decíamos de broma que tenía cara de niño y verga de hombre. Nomás se reía. Es que era engañoso el cabrón: se veía bien tranquilo, pero era bien caliente y entrón. Se la tragaba sin atragantarse y la aguantaba bastante. Gemía delicioso y me encantaba cuando me cabalgaba y me pedía que se la metiera más duro”.

Se detuvo. No sabía a dónde quería llegar contándome eso, pero, ¿César? Lo recordaba, más con repulsión que con deseo, como aparentemente le sucedía a él. ¿Qué tanto podía sentir por él, que nos veía como un mero fetiche? Dos aparentes chacales que le cumplíamos su fantasía sin el riesgo que conllevaba buscar uno en su terreno nato; aparentes, porque ninguno de los dos reuníamos las características, salvo las físicas, que hacían del chacal el epítome de la masculinidad. Contrario a nosotros, él llegaba en Uber y vestía, siempre limpio y acicalado, ropa y zapatos de marcas caras. Sus ademanes, además, eran cuidadosos y elegantes, pero con un movimiento demasiado exagerado que aumentaba su afeminamiento.

Alexis26 tenía razón: le sacaba provecho a su perversión, pues su cuerpo le proporcionaba un atractivo especial, un verdadero twink: delgado, lampiño, de piel tersa, rostro harmonioso —un tanto aniñado para mi gusto—, con un muy ligero rubor en sus mejillas que competían con las marcas rojizas estampadas en sus glúteos, pequeños y rollizos, cuando lo nalgueaban. Lo aborrecía, no cabía duda: tras su atractiva figura de porcelana —que a veces tenía algo de espectral—, me estremecía el punto exacto de inflexión en su voz, semejante al súbito grito de alegría de un recién nacido, al penetrarlo. Y es que esa inocencia, que cautivaba a Alexis26, se rompía con los excesos y vicios de un hombre maduro. Cada día buscaba placer en situaciones más inverosímiles, ficcionales, como si viviera en una película porno y esperara agazapado tras la puerta a que el repartidor de la pizza tocara y se lo cogiera.

*

“Como que no te caía muy bien, ¿verdad? Sólo cogías con él cuando yo lo invitaba. ¿Neta no te latía? Era bien entrón. Hasta hacíamos cruising juntos, íbamos a tríos y orgías; le entraba a todo pues. Tenía buen jale porque al güey no le importaba soltar el varo para el hotel y las cervezas. Ya se había hecho su famita y no faltó quién se apuntara. Mientras estuvieran pitudos, el César no les decía que no. Pero como que de repente me dejó de atraer. Comenzó a entrarle cabrón a los poppers, al alcohol y luego a las drogas. Puf, lo peor fue el cristal: esa madre se lo acabó. Y la verdad eso a mí ya no me gustaba. Ya no parecía el mismo vato con cara de niño y verga de hombre que era antes. Se puso pálido pálido y se veía demacrado. Su culo se sentía fofo y casi siempre estaba escurriendo con el semen de otros güeyes. Se lo cogían antes de venir a verme y quería que yo le batiera los mecos. Y así no. Ya no me prendía, te digo. Ni modo, que le digo que ya nel, que ahí quedaba. ¡Ah!, porque el cabrón empezó a buscarme cada vez más: se le veía desesperado, ansioso por coger con quien fuera. Hasta estaba dispuesto a saltarse su hora de comida para ver si conseguía algo; si se armaba algo en grupo, decía, mejor. Por eso también enflacó. Sus nalgas se pusieron flácidas. Te digo, ya no me gustaba. Culos hay muchos, ninguno como el de él, pero ya había perdido lo suyo. En fin, de la nada se detuvo y ya no supe de él”.

El ambiente se enfrió en la habitación. Busqué el contacto de su piel con el propósito de cambiar la atmósfera, que me parecía, de pronto, opresiva. Y extraña: César, conocido en los saunas y otros lugares de encuentro, resaltaba por su ropa cara. Incluso podías encontrar fotos y videos suyos por internet. Era, por decirlo de alguna manera, como si se hubiera formado un culto a su alrededor, cuya unción consistía en cogérselo, dejar su marca estampada: su culo lleno de tu semen.

“Pero hace poco me lo encontré de nuevo. Iba en el metro por la mañana. Estaba a reventar, como de costumbre, pero, ya sabes, que uno aprovecha estando en el último vagón, ya ves que es cuando se pone bueno. Y ahí iba yo, detrás de un cabrón bien rico con sus nalgas respingaditas. Se las sobaba por encima del pantalón y luego me las acercaba más para poder arrimársela a gusto; así lo tuve durante dos o tres estaciones. Entonces le metí mano: alcancé a meterle dos dedos. Estaba caliente y la verdad no me podía aguantar. Me fijé si alguien nos ponía atención, pero los tipos a mi alrededor estaban igual de ocupados que yo o de plano disfrutaban del espectáculo. Quería sacarme la verga y metérsela ahí, aunque sólo fuera la puntita, poquito, para venirme sobre su culo. No me animaba del todo porque no iba a poder usar un condón, pero a él no le importaba: se me repegaba y me restregaba las nalgas con ganas de que se lo ensartara. Ya la tenía bien dura. Estuve a nada de bajarme el cierre cuando lo veo más allá entre la gente, uno de tantos pasajeros. No lo hubiera creído si no fuera porque me veía de frente. Reconocí en seguida al pinche César, igualito. Estaba algo lejos, pero parecía más animado, hasta con color en sus cachetes. No me sonrió ni me saludó: se limitó a mirarme y así se estuvo. Bajaban y subían pasajeros con cada estación que pasaba. El tipo con mis dedos entre sus nalgas se hartó y se bajó del vagón. Yo no dejaba de mirar al César y él no dejaba de verme a mí. El cabrón como que se movía de lugar, porque a veces, cuando se aligeraba el metro, lo veía lejos. Luego pensé que no podía ser, porque él iba siempre en carro al trabajo. Hacía cruising en parques, en los baños o se metía en el camino verde, pero nunca se animó a metrear, aunque le contaba lo bueno que se ponía. Yo sabía que no podía ser él, de plano no, pero ahí estaba, alcazaba a verlo mejor, de traje como siempre. Un tipo se acercó para meterme mano y me sorprendió. Me había pasado por tres estaciones y yo ni en cuenta. Ya ni pude averiguar si era o no, pero me alegré de bajarme y ya no tener que verlo”.

Dije “se está haciendo tarde” y me estiré al tiempo que fingía un bostezo. Quería marcharme, pues sospeché que había una segunda intención en su llamada. Me sentía usado y me extrañó lo inverosímil que me parecía su historia de aparecidos. No recordaba con exactitud, pero algo le había ocurrido a César; el suceso, sin embargo, permanecía borroso en mi memoria, seguramente por el desasosiego y la indiferencia que sentía hacia él. Y sentimientos similares me generaba ahora la presencia de Alexis26.

“No fue la última vez que lo vi —continuó—. Cada vez me lo encontraba más seguido sin importar en cuál vagón me metiera ni qué línea tomara. A veces, al ir sentado, lo veía de pie sosteniéndose del tubo y con su mirada intensa sobre mí; a veces yo estaba en el extremo de un vagón, cerca de la puerta que los conecta entre sí, y lo notaba mirándome desde el otro lado, un tanto difuso a través del cristal, y me helaba el cuerpo; o también ocurría que no estaba dentro del vagón, sino afuera, en los andenes, yo junto a las puertas de acceso, y lo descubría entre tanta gente que pasaba, una estación tras otra. Yo sé que no era posible que lo viera en todas partes. Además, ¿para qué chingados me seguía? ¿Qué se ganaba? Pero ahí estaba, encimoso. Primero me molestó que me siguiera y que ni siquiera se dignara a saludarme. Luego ya no fue sólo en el metro. De repente me lo topaba en los baños, mientras tenía a un cabrón arrodillado frente a mí y lo empujaba para que se la tragara toda, entonces escuchaba que la puerta se abría, que alguien entraba y se ponía cerca de mí. Me tocaba un hombro como si me acariciara, yo volteaba, pensando que se trataba de alguien interesado en unírsenos, pero no encontraba a nadie. Eso sí, después escuchaba la puerta cerrarse. Le preguntaba al que tuviera arrodillado si había oído entrar a alguien. Me miraba receloso, preocupado de que un guardia merodeara los baños; se detenía un instante para considerarlo y luego volvía a lo suyo. Cada vez se me hizo más difícil mantener la erección tras esos momentos y, por más que me la jalaran o me la chuparan, no volvía a pararse. Algo similar ocurrió en camino verde. Creía verlo parado cerca de los árboles, su rostro oculto por la maleza alta o sus miradas por encima del suelo rocoso a desnivel mientras yo embestía a un universitario, a un profesor o algún tipo cualquiera. Entre gemidos les comentaba, con mi verga bombeando a fondo, que alguien nos observaba. ‘Ah, ¿sí?’, me respondían también entre gemidos, sin levantarse para comprobar que fuera cierto, porque en esos lugares uno va a coger en campo abierto y existe la posibilidad de ver a otros y que otros te vean a ti. Por eso ni se inmutaban, porque de sobra sabían que alguien los miraba y les excitaba la idea. A mí no. Dejé de ir a esos lugares. Prefería no usar el metro e irme en camión, aunque me tardara más; tampoco frecuenté los baños en busca de acción o volví a pisar camino verde. También lo vi en Grindr. Sin importaba dónde, después de pasar un perfil tras otro, aparecía el suyo, con nombre y fotografía: de frente, sin emoción alguna, con la piel blancuzca. En su descripción ponía: “César. Pasivo/entrón. ¿Quieres venirte en mí o que yo vaya a ti?”. Le escribía. Le preguntaba que cómo estaba, que qué hacía. Intentaba no acusarlo directamente. No quería encararlo: quería ver si él mismo admitía su fascinación enfermiza. No me contestaba a pesar de estar conectado. Me desesperó la espera, así que desinstalé la aplicación por un tiempo. Volví a descargarla hace apenas dos días. Habían pasado meses desde que había cogido con alguien y tenía muchas ganas. Ya no aguantaba. La abrí y volví a encontrármelo. Otra vez quise hablar con él y esta vez sí me respondió. Me saludó y me dijo que había estado de viaje por cuestiones de trabajo, que recién había regresado a la ciudad. Me relajé cabrón. Le dije que estaría chido que volviéramos a vernos uno de estos días. Dijo que sí, que esperaba que fuera pronto, que él me avisaba. Puta, qué alivio sentí. Es más, hoy me animé a usar el metro. Pensé que ya no lo vería y de hecho no lo vi en todo mi trayecto. Pero cuando acababa de bajarme en mi estación, escuché que alguien me llamaba a gritos. Reconocí su voz de inmediato. Volteé para todos lados, a lo lejos, porque aquel chillido se repitió varias veces e hizo eco en los túneles del metro. No quise quedarme ahí, donde nadie más parecía oírlo, así que corrí empujando a la gente hasta que pude salir”.

*

“Quédate”, me pidió, pero la noche avanzaba y yo no podía, ni quería, continuar oyéndolo. Su relato me había incomodado: ¿me llamó para no sentirse solo? El cansancio y el tedio me invadían, no deseaba regresar a mi casa, mas no quería quedarme sólo porque una pesadilla lo atosigaba. Dije que todavía tenía trabajo por hacer y me despedí.

Caminé hacia la entrada del metro. Por la hora, el último vagón estaba casi vacío. Recargado contra las puertas, me deleité con el panorama que rápidamente se presentó ante mí: dos tipos sentados juntos, con sus manos sobre la entrepierna del otro, se sobaban las vergas por encima del pantalón. Uno se inclinó al regazo del otro, quien ya se había bajado el cierre y sostenía su miembro entre los dedos. Un tercer participante, un hombre maduro, los contemplaba desde el asiento de enfrente y los filmaba indiscretamente con su celular; ni siquiera cuando el vagón se detuvo en la siguiente estación se detuvieron.

Permanecí estático, sin participar en la diversión, porque mi mente necia y traicionera regresaba a la historia de Alexis26, como si me hubiera contagiado su inquietud. Algo no cuadraba en su narración, como una pieza de rompecabezas faltante. Incapaz de concentrarme del todo, seguí la escena que se desarrollaba ante mí: los jóvenes se habían puesto de pie y se masturbaban mutuamente; se sostuvieron así, casi inmóviles, enroscados en un beso mientras un ligero traqueteo los mecía. En ese momento, la visión de ellos jalándose la verga desapareció, modificada en una acción opuesta, homofóbicamente irónica: la del apuñalamiento.

Perplejo, creí ahondar en el vacío. Apresurado, saqué mi celular y entré al navegador que tardó en mostrar los resultados. El título de la nota anunciaba: “Hombre acuchillado causa retraso en la línea 9 del metro”. Deslicé mi dedo índice sobre la pantalla y alcancé a leer pequeños fragmentos de la noticia: en el último vagón, dos hombres permanecían sospechosamente cerca. Destacaban, puesto que uno vestía demasiado elegante y el otro lucía andrajoso. Al parecer, hablaban con normalidad cuando uno de ellos, el desarreglado, sacó una navaja de su bolsillo y amenazó al otro para que le diera sus pertenencias; asustado, obedeció. Varios pasajeros se espantaron y una señora, presa del pánico, jaló la palanca de emergencia. El metro frenó abruptamente, levantó a algunos pasajeros de sus asientos, tiró a los que iban de pie y le dio al desaliñado el empuje necesario para enterrar el filo de la cuchilla en el estómago de su víctima. Inmediatamente comprendió la gravedad del accidente e intentó deshacer su daño sacando la navaja; sin embargo, el mal era irreversible.

A pesar de los detalles escuetos, la noticia provocó una ardua discusión en redes sociales, especialmente en las páginas y en los grupos dedicados al metreo y al cruising. Entré a una página llamada CruisingCDMX, en el que los internautas publicaban sus experiencias en lugares clandestinos. Ahí encontré una pequeña nota:


METRERO ES ASESINADO EN EL ÚLTIMO VAGÓN

Amigos, tengan cuidado. Ayer asesinaron a un tipo en el último vagón del metro. Yo estaba ahí. Vi que estos dos andaban dándose arrimones y de repente uno apuñaló al otro, creo que lo estaba robando. El muy pendejo iba muy llamativo y se dejó convencer por el chacal. Ya van varios casos parecidos. Recuerden que luego así intentan robarnos. Tengan cuidado.

La publicación generó un montón de réplicas. Revisé algunas, la mayoría hirientes y ofensivas —“Por puto. ¿Quién lo manda?”, “Querías verga, ¿no?”, “Apuñalaron al puñal”—; otras, más benévolas, ocultaban una actitud mustia e hipócrita —“Ay, qué miedo metrear”, “Cada quien hace lo que quiere, pero hay que tener cuidado”, “Yo por eso me fijo bien con quien jalo”—; las menos crueles detuvieron el curso de mi dedo sobre la pantalla —“La víctima se me hace conocida”, “¿Alguien sabe cómo se llamaba? Se me hace conocido”, “Chale, era el César. Bien rico que era metérsela. Ni modo, por urgido: ya se lo chingaron”.

Copié el enlace de la página y se la mandé a Alexis26. No mencioné la fecha del accidente —él la notaría de inmediato y haría los cálculos— ni esperé a que contestara: simplemente apagué el teléfono. Uno de los tipos había terminado y se recostaba laxo en su asiento mientras el otro se había arrodillado frente al maduro en un intento de saciar su sed.

Cuando llegué a mi estación, descendí con premura, crispados los nervios. Me pareció que el túnel se encogía y estiraba, como si la tierra jadeara. Un chillido agudo, que resonó desde el fondo del corredor, me paralizó. Tenía la impresión de ser observado a pesar de que el lugar se encontraba desierto. Sin embargo, en una vieja pizarra con anuncios, la escasa tinta trazaba los rostros graves de personas extraviadas, cuyos rasgos desleídos por la mala calidad de la impresión les concedía un semblante de pena y tormento. Sentí escalofríos y me eché a correr: ¿qué tal que, sobre la superficie, alcanzaba a distinguir el rostro lívido de César mientras me perforaba de nuevo con su mirada, una visión trémula que aparece y luego se deshace sobre un fondo blanco de hojas de papel de aquellos que ya se han perdido?



Eduardo Barenas (1996, Veracruz). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam. Le interesa la literatura mexicana decimonónica, la edición crítica, los géneros no miméticos y la literatura de temática gay. La pandemia le ayudó a, finalmente, sentarse a escribir.

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