por Ester Blanco
La honestidad es la peor de las virtudes porque no es alcahueta de los intereses, ni de las apariencias. La más exaltada y despreciada de todas, siempre exigida como una mano amiga, y siempre recibida como un cuchillo.
Todo empezó a pasar, creo, el primer día de cuaresma. Habíamos ido a la misa de miércoles de ceniza el día anterior y aún teníamos la marca gris en la frente. Padre no estaba, siempre se iba por trabajo. No teníamos permiso para quitarnos la cruz con agua. Madre siempre fue estricta con nuestra educación religiosa. Insistía en que nuestra naturaleza nos hacía tendenciosas a caer en pecados, malas conductas, maldiciones. Esta predisposición, parte de nuestra familia, era firmemente coartada con su disciplina.
A pesar de la prohibición, mi hermana menor despertó con la frente blanca. Ay, cuando la vio mi madre:
―¿Por qué te lavaste la cara? ¿Quién te dijo que podías lavarte la cara?
―Se lavó solo ―dijo mi hermana.
Madre frunció la boca con repugnancia. Ninguna de las tres nos atrevíamos a mirarla. La niñita se mantuvo firme. Apoyó una mano sobre la mesa, disponiéndose a desayunar. Sorprendida, noté que se había comido las uñas hasta cutícula, dejando expuesto un lecho en carne viva. Se lo señalé a Madre, pero ella insistió en que la mocosa le pidiera perdón.
―Eso no se quita sólo ―dijo―. Me estás mintiendo. Así que ahora vas a lavarte la boca con jabón.
―¿Por qué, si no hice nada? ―replicó mi hermana con un grito que se convirtió en histérico llanto.
Madre se levantó, apartó la mesa y la tomó del pelo para llevarla al baño. Desde el comedor se escuchaban las conocidas declaraciones, enmarañadas con los gritos de la niña. No me tienes que mentir, mira lo que me haces hacer; esto te pasa por mentirosa. Y como siempre, finalizó con la misma sentencia: que no se vuelva a repetir.
Cuando terminó de purgarla, la sentó en la mesa y le sirvió el desayuno. Allí estaba: con el camisón mojado, la boca enrojecida y los ojos glaucos. Me daba una pena espantosa.
Estábamos levantando las cosas de la mesa, cuando la niña me tomó de la manga y me dijo:
―Tengo que contarte algo. El otro día vino ―hizo una pausa, se detuvo para ver a su alrededor y con un susurro me dijo― un monstrum.
―¿Un qué?
―Un monstrum.
―Ah…. Y ¿Dónde está?
Se señaló el abdomen bajo. Le masajeé la pancita diciéndole que el monstruo se iba a ir si le hacía cosquillas, pero no se rió. Me dijo que el monstrum quería decir algo, que iba a volver y que se iba a mostrar de varias maneras.
Le comenté a mi hermana mayor, Sara lo que había pasado, pero ella insistía en la desobediencia de Susana.
―¡Le estaba mintiendo! ―murmuró―, sabes que no le gusta que le mintamos.
―Lo que no le gusta es que nos riamos de ella ―repliqué―, además me dijo algo raro, algo de un monstrum. ¿Sabes qué puede ser?
Sara levantó la vista suavemente y, con una sonrisa hueca, me dijo que no.
El resto del día, Susana se quedó en silencio en su cuarto. A media tarde me di cuenta de que la puerta estaba cerrada, algo que teníamos prohibido. Como no quería verla de llorar de nuevo, intenté abrir la puerta. Pero encontré una firme resistencia que no me dejaba girar el picaporte.
―Déjalo así ―me dijo Ruth, mi hermana que compartía el cuarto con ella―, es mejor que se quede cerrada.
―¿Vos hiciste esto?
―Sabes que no tienen llave, así que ¿para qué preguntas?
Le exigí que me dijera qué hicieron o llamaría a Madre. Con una voz trémula, semejante al llanto o a la súplica, la niña replicó: yo no fui y no voy a volver a dormir ahí, déjame dormir en tu cama.
Cuando solté el picaporte, la puerta se abrió. El cuarto estaba a oscuras. Un olor pestilente salía de adentro. Di un paso y encontré a mi hermana hecha un ovillo en la cama, rodeada de sábanas humedecidas por una sustancia más espesa que el agua, pero igual de transparente.
―¿Estas enferma? ―pregunté. Pero la niña no dijo nada.
Aparté las cortinas y vi que el piso estaba empapado por los mismos líquidos viscos y que se había orinado encima. Intenté llevarla a la ducha pero era inusualmente pesada. Creí que era la ropa húmeda, pero en cuanto intenté quitársela me apartó con ferocidad la mano. De un solo movimiento se enderezó sola, fue hasta al baño y allí se encerró con el pestillo.
Llamé a Sara para que la vigilara. Mientras, necesitaba ayuda para acomodar el cuarto. Todos los libros, juguetes y ropa estaban cubiertos por la repugnante sustancia que desprendía un hedor alcalino. Llamé a Ruth, pero nuevamente se negó a entrar.
―Si entro, algo malo me va a pasar.
―Tu hermana está enferma y ensució todo, necesito que me ayudes ―insistí.
―No, prefiero que me pegues. ¿Si dejo que me pegues, me dejarás en paz?
―¿Pero qué está pasando que no quierés entrar al cuarto, eh? ―le grité impaciente.
La niña dio un paso atrás y se fue.
Cuando terminé de cambiar todo, Susana salió del baño con la ropa mal puesta. Se sentó en la cama en silencio, casi sin tocarla. ¿Te duele la panza? ¿Es el monstruo? Con una mirada fiera, ajena; me respondió:
―Si vuelves a mencionar algo de esto te rompo la cara a golpes, ¿Te quedó claro, puta?
Me sobresalté. No sólo era la violencia que las palabras ‘puta’ y ‘romper’ cargan, sino que me lo dijo con la seriedad de un marido. “No vuelvas a hablarme así en tu vida”, le ordené. Y estas palabras, que procedían de mi horror, ablandaron a mi niña; quien con los ojos húmedos se dio la vuelta para dormir.
Las noches siguientes empezaron los delirios de Susana. Empezó con una fiebre que le tomó todo el cuerpo, la dejaba siempre húmeda, siempre exudando olor a orina. Luego empezó a contar historias de víboras, manos, espadas; fuego y vaticinios.
Pensaba que mi hermana se estaba muriendo, y exigí, por primera vez en mi vida, que Madre hiciera algo: llamar a un médico. Pero era inflexible. Le supliqué a ella y a Sara en vano. Harta, dije que si ellas no lo hacían, yo lo haría.
Me tomaron cada una de las manos y me llevaron a la despensa, donde sin mediar muchas explicaciones me revelaron que esto es algo que circula en la familia; que le pasó a la hermana de Madre, que le pasó a su Abuela y que esperaba que le viniera a una de sus hijas.
―Por eso siempre intenté mantenerlas cerca de dios ―me dijo abatida―, he visto esto demasiadas veces. Tu hermana siempre fue la más rebelde y mira el precio que pagó. El otro día encontré debajo de su cama velas, plumas, cenizas… esas cosas son oscuras. Siempre hay una en cada generación: es un castigo que cargamos desde tu bisabuelo…
Se detuvo. Sara le tomó la mano y continuó:
―Fue por estar borracho. Fue por matar a ese gitano. La madre le dijo que encontraría siempre una manera de meter el diablo en la casa que viviera su sangre. Al principio no le creían. Y luego comenzó a pasar ―se sonó la nariz―, pero no te preocupes. Ya tengo la solución.
―¿Por qué nunca nos dijiste esto? ―pregunté indignada.
Madre levantó la vista, y con rígidas palabras me contestó:
―No se puede escapar a una fuerza que nos arrastra más que el destino. Pero fui ingenua y creí que no volvería a pasar. Hice promesas que creí suficientes. Tu Padre también las hizo. Pero se ve que no.
Y se fue. Sara quería ir detrás de ella, pero la sujeté firmemente del brazo y le dije sin problemas, que no le creía nada, que algo pasaba con Susana y que qué era el monstrum que nombraba siempre. Intentando contener los temblores, me murmuró:
―Así es como todas le dicen a este demonio.
Los días siguientes Susana seguía peor. Por las noches los muebles se agitaban contra las paredes. La niña gritaba cosas sin sentido, y lloraba si alguien entraba. Se me pidió no volver a cuidarla: solamente Sara y Madre podían estar cerca.
A los cuarenta días, finalmente, Madre decidió pedir ayuda. Iba a llamar al padre, su confesor, quien nos conocía muy bien gracias a sus confesiones.
En cuanto ella y Sara se fueron a buscarlo, entré al cuarto de Susana. Lo primero que encontré fue el reconocido olor alcalino que permeaba todas las cosas. La llamé. No respondió. Una figura casi esquelética se extendía atada a la cama. Una sábana brillante, blanda; cubría el cuerpecito. Intenté desatarla, pero en cuanto estuve cerca me lanzó una mordida a la oreja. Retrocedí espantada. Y ahí vi que lo que llevaba ese cuerpo, no era mi hermana: no había un cambio en sus rasgos que pudiera decírmelo. Era el semblante, la mirada oscurecida que daba cuenta de lo que Madre decía: este estado, ésta usurpación podríamos decirle, estaba matando a mi hermana.
Abrió la boca, que a la luz que entraba por las rendijas de la ventana se veía púrpura y lúbrica; y me dijo con su voz pequeñita y crispada:
―Va a venir el monstrum. No me dejes sola.
―¿Pero qué es el monstrum? ¿qué es esto?
Me pidió que me acercara. Cuando la tuve tan cerca que podía ver los restos de comida que le caían por el pecho, una voz diferente, viscosa pero familiar me dio la respuesta:
―Por el que preguntas lo llevaste en las entrañas.
Una mano voraz me tomó de los cabellos. Mientras intentaba soltarme, otra garra comenzó a arañarme los parpados. ¿Cómo era posible que esas manos, que tantas veces había limpiado, con sus uñitas mal cortadas; ahora fueran semejante instrumento en contra mío? Y mientras indefensa le pedía que se detuviera, todo el tiempo repetía, mira lo que hiciste, mira lo que me hiciste hacer; ¿Sabes lo que hizo la zorra de tu hermana?
Aparté rápidamente la mano, mientras se reía de mi miedo. Salí de allí trastabillando, sintiendo fuego en los parpados en carne viva. Avancé a tientas llamando a Madre o Sara quienes me encontraron varios minutos u horas después. Habré de tener un aspecto terrible, porque Sara no dijo nada más que un sordo gemido, que supongo habrá sujetado con sus manos contra la boca. Los pasos severos de Madre entraron al cuarto y cuando cerró la puerta detrás de sí, el quejido desesperado de mi hermana la llamó desde sus adentros, suplicándole que la suelte.
―Llamen a un médico ―dije.
―Sara puede hacerte las curaciones ―dijo Madre.
―No es para mí: es para ella.
Me insistieron en que el padre sabría solucionarlo.
―Si se muere el cuerpo, ¿de qué te sirve el alma? Si el cura no arregla nada, yo misma busco a un médico ―sentencié.
Sara se encargó de limpiarme los ojos. Ruth no quería acercárseme. Mientras me vendaba, le iba contando lo que pasó. Podía sentir como su amor y cuidado iba desgastándose a medida que el daba detalles. El colmo fue cuando mencioné la última frase: ¿Sabes lo que hizo la zorra de tu hermana? Escuché inmediatamente las tijeras apoyándose sobre la mesa. Dejó las manos sobre la madera y con un susurro difícil me dijo:
―Esto pasó otra vez…
―¿Qué significa? ―pregunté sujetando sus manos temblorosas.
―Ay Edith ―dijo besándome los ojos: sus lágrimas me ardían―, tenía la edad de Ruth cuando te pusiste así de mala… hay algo en la familia que nos vuelve esos monstruos… por eso Madre llama al Padre, para que nos bendiga y le dé consejo y así podamos de nuevo recuperar nuestra vida. Eso te curó…
Aparte las manos asqueada por la ligereza de sus palabras. Yo no recordaba eso. Cierto es que, tampoco recordaba mucho de cuando tenía esa edad. Que me revelara con semejante airosidad algo tan terrible, que era íntima parte de mí, me llenó el corazón de rabia.
―¿De qué estás hablando?
―No te preocupes ―insistió tratando de forzarme a tocarla― se le va a olvidar, como lo olvidaste tú. Esta maldición no es interminable y tiene un fin.
Me levanté bruscamente, agitando los brazos con la esperanza de que mi mano la abofeteara. Pero nada pasó.
Al día siguiente vino el cura. Se presento ceremonioso en la casa, con sus ropas pesadas y su olor a encierro. Yo no lo recibí.
Antes de que viniera, había discutido con Madre. Habiendo visto lo que le hicieron a mi hermana, no podía hacer menos. Dije que llamaría a un médico, que esta maldición tenía poco de maligna y mucho de cruel. Con la frialdad de siempre, me dijo que ella se encarga. ¿Qué temes que el médico sepa, que descubra del estado de tu hija?, la interrogué. Con soberbias palabras me respondió:
―Mi hija. Lo has dicho bien. Nunca más en tu vida vuelvas a decir que no me importan mis hijas, o esta ceguera te va a durar por más tiempo. Yo no tuve padre, no tuve casa ni tuve cuidados. Me dejaron a mi suerte. Yo estoy haciendo hasta lo inconcebible para que ustedes tengan una familia, una casa, un Padre; un estirpe de la cual estar orgullosas de descender. Estoy perdiendo la cabeza por ustedes. Y lo haría siempre. Pero insisto: mí hija.
La tarde del exorcismo había mucho silencio. Había charlas con Madre. Estábamos sólo nosotros: Ruth se había escapado esa tarde y Sara fue a buscarla.
Mi Susana, mi chiquitita, estaba quejándose. Los gemidos que venían del cuarto me apretaban el estómago. Y el frío, la humedad que salía de allí se mezclaba con olores alcalinos cuyo espesor se pegaba a la piel. Oí a mi hermana:
―No vengas a que diga lo que tengo que decir ―dijo con la voz tan adulta como la de Padre―, que lo que pasa aquí, bien lo conoces. Y aún más: lo deseas.
El padre quedó en silencio. Pude oír sus pasos dubitativos. Pude oír como pesadamente le tiraba agua a la niña. Pude oír como Madre se aproximaba a su lado y se murmuraban. Pero ella insistió:
―¿Y ahora que vas a hacer, Madre? ¿Sabes lo que él me dice de ustedes? ―continuó― ¿O también querrías que te la mostrara?
Cuando escuché esa frase, la sentí como si saliera de mi boca. Y sentí un repugnante gozo que me golpeó como un hacha. No era un sentimiento nuevo: venía de un recuerdo que guardé tan hondo que ya no tenía ni principio ni fin; tan oculto que se me metió en la piel: era parte de mí. Y lloré la sensación que esta purga evocaba, y aún más lloré la niebla que continuaba envolviendo con su inexorable misterio al perpetrador de estas torturas. Recordé las fiebres, las enuresis, la pérdida del cuerpo como lo conocía para ser usurpado por esta cosa que me convertía en una animal herido y rabioso. Recordé que estamos malditas. Y a este cura. Y lloré porque en ese entonces no pude; y porque Sara me había dicho la verdad.
Salí al patio el resto del tiempo que él estuvo allí. Esperé hasta escuchar que mi hermana Ruth estaba de vuelta.
Al día siguiente la casa despertó tranquila. Madre sacó todas las cosas de cuarto de Susana y las incineró en el patio. Salí guiada por el humo, y allí mismo mis costras se cayeron y pude nuevamente ver. Madre me miraba conmovida y abrazándome me dijo que ya todo estaba bien, que Susana estaba durmiendo. Y así era: la encontré dormida, risueña, incluso más gordita de la última vez que la vi. Ya no había peste, ni frío. Parecía mi hermana, pero mejor.
Ese día era importante también, porque Padre volvía del trabajo. Yo estaba particularmente nerviosa. Tenía miedo de que al saludarlo notara lo que pasó. Toda la noche había tenido pesadillas con el monstrum y con todas sus metamorfosis. Las más terribles me avergüenzo de siquiera recordarlas.
Preparamos la mesa. Cocinamos cordero y servimos vino. Le pusimos un mantel blanco y limpiamos toda la casa. Cuando entró por la puerta, Madre le besó la mejilla y nosotras lo fuimos a saludar por orden de edad. Pero cuando le tocó el turno a Susana, la niña no avanzó. Padre se impacientaba, quería saludar a su hija menor; la que más quería. Pero la niña se negaba. Me llamó con un gesto cómplice. Me agaché para escucharla y señalando discretamente a Padre, susurró:
―Te dije que iba a venir, te lo dije: mira, ahí está el monstrum.
Ester Blanco (1996, Argentina). Lingüista amante de la antropología. Entre la traducción de lenguas antiguas y el estudio de lenguas documentadas recientemente; entre Catulo y el descubrimiento de autores nuevos. Ha publicado en Revista Kaya y Straversa y Revista Ibídem.