Un puño de tierra


por Martín Salas

A las Crónicas imaginarias de Juan Villoro.

El día en que yo me muera
no voy a llevarme nada
hay que darle gusto al gusto
la vida pronto se acaba[…]

-“Un puño de tierra”, Antonio Aguilar


Heladas y líquidas se desparramaban las horas sobre sus gargantas. Las verdades salían a flote. A tragos los silencios se delataban. Eran aproximadamente las 11:20 de la noche cuando la sierra alta sonorense tomó posesión de aquel rincón de la colonia San Benito. Dos individuos aullábanse la suerte que los unía desde la sangre. Romero era su apellido, su tragedia y su comedia, cruz que del monte bajaba al rojo vivo para marcarlos como a becerros y evitar así que se pierdan en ranchos ajenos. Poseídos por aquellas montañas, coloreaban ambos aquel paraíso de la infancia, tierra de sus ancestros, terreno rocoso que los esculpía de pies a cabeza.

Ahí, en medio de esa soledad compartida e inútiles conversaciones que no llegaban a nada, o más bien, llegaban a lo mismo, pasaban de una mano a otra los cigarros encendidos. Una vez fatigados de tanta palabrería decidieron salir a tomar un poco de aire. Al abrir la puerta encontraron a un andrajoso junta botes quien con voz y mirada hambrienta contestó a sus buenas noches, gesto que unas horas antes les había sido negado por dos presentables ciudadanos que presumían sus autos de agencia en el estacionamiento de un mercado. Recordaron al instante a ambos sujetos, sus intentos desesperados por imponer al otro sus fantasías personales. Fantasías a la que se aferraba la inferioridad de cada uno, un miedo a tocar el suelo y a escuchar la única verdad, una enseñanza que desde pequeños su nana les inculcaba bajo un axioma que tenían siempre presente: “la única seguridad que tenemos es la muerte, para ella todos somos iguales”

La gente de la ciudad nunca se detiene a pensar en eso. Quieren arreglarlo todo con juegos de cifras, jerarquizando logros y marcando diferencias existentes sólo en sus ficciones. Es ese su ideal de seguridad. Las palabras atentas de aquel hombre les ayudaron a formular una ley universal, dicha lección sólo podría brindarla el carácter desértico y espinoso de esta ciudad: sin duda, la pobreza es más sabia que la riqueza. Fue por ello que le ofrecieron una cerveza e intercambiaron palabras con aquella figura triste.

Arrugado por todos lados, prieto de tanta vida, algo desdentado por masticar tanta realidad, contaba su vida con una serenidad sorprendente, libre de autocompasión, como agradeciendo quien sabe a qué o a quién, tal vez a una fuerza invisible y ahí presente que los primos sólo percibían en la angustia de su mirada, la pobreza que arrastraba de su bello Chiapas desde hace cuatro años, misma que lo había hecho montar La Bestia con la esperanza de llevar a su estómago algo más que frijoles. El hombre habló sobre los besos de plomo que recibió mientras trabajó en la frontera dos años después de haber sido deportado. Mostró sus cicatrices, comprobando así el pacto que con la muerte había firmado en la superficie de su abdomen. Aquel señor apretó más el nudo que ya tenían ambos en las tripas, partió dando a cada uno un respetuoso y fuerte apretón de mano. Dicho acto transportó a los jóvenes a su común idilio: la sierra de Sonora y su gente.

Entraron de nuevo al departamento. Lo escupido por el noticiero de López Dóriga contrastaba con lo enunciado por los narcocorridos que en toda la noche no pararon de sonar. Uno de ellos apagó la televisión, comenzó a hablar sobre la calidad poética de lo que escuchaban. El otro afirmaba o desmentía la destreza de los compositores que hacían presencia en la bocina. De pronto sonaron Los Recoditos, rápidamente iluminó con vida las dos sombras reflejadas sobre la pared descarapelada.

La canción armonizó el espacio. A pesar de su chocante letra y alterado ritmo la tranquilidad los poseyó. Aquel espacio vacío que separa este mundo del otro, principio y fin de todas las cosas, meta común de todos los seres, irremediable suerte que con la carne se lleva las penas, sean propias o ajenas, grandes o pequeñas, los rodeaba. Comprendieron que independientemente de sus opiniones, quejas o sugerencias, era la muerte, ese ente extraño depositado en la mirada del chiapaneco, en las letras de las canciones, en los noticieros, en las ficciones de los tipos del supermercado y sobre todo en las palabras de su nana, el combustible de la existencia. En ese momento todo se reducía a ella, el concepto volvíase más terreno que sus huesos. Se perdían en la estridencia de aquellas piezas musicales que los arrullaban y alineaban a la naturaleza de la vida.

Existimos en un lugar y en un momento por una equivocación y dejamos de hacerlo por esa misma razón ―comentó uno de ellos― somos actos pasajeros, repentinos, errores que barre el tiempo, tan frágiles como el cadáver de aquella botella que cayó al suelo en algún punto de la noche, ya sea por estar a la orilla de la mesa o por encontrarse en medio de un montón de borrachos, da igual, los motivos son infinitos.

Y sonaba…

“[…]por eso aprovecho
de cada momento
pues consciente estoy
de que no soy eterno[…]
La vida es prestada
y hay que disfrutarla
como más te guste
y te pegue la gana
porque la huesuda
no tiene respeto
se lleva de todo
arremanga parejo[…]”

De un momento a otro empezaron a soplar los vientos de la ultraviolencia, de la autodestrucción derivada del hartazgo, de la decepción provocada por la inhumanidad de esta mancha poblacional que les devoraba el espíritu día a día con cada hora que pasaba. Una inhumanidad que ellos, en aquel rancho de bárbaras costumbres, presenciaban sólo a larga distancia. Eran las 3:30 de la madrugada, un autor anónimo canta en el corrido del Mini 6: “Lo que empieza recio, recio se termina”. Y así, recio, con esa violencia, fue como se apagaron aquellas voces. Sólo la música rompía con el mutismo de la madrugada. El sueño los golpeó hasta dejarlos inconscientes.



Martín Salas. Lector de Pepe Revueltas, José Agustín, Parménides García Saldaña y demás piratones. Autor de ficciones los fines de semana y ayudante en la construcción la mayoría del tiempo. Licenciado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora, ha colaborado en Mambo Rock, Tercera Vía,  InfoCajeme y el Sol de Hermosillo escribiendo reseñas culturales por mero amor al arte. También ha colaborado en la antología Cuentos con Tierra de Editorial Freire. Su escritura está más verde que un verso de García Lorca, pero cualquier rato agarra color.

Arte: Zac Henderson

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