El abismo insondable


por Carlos Enrique Pérez H.

 

El mundo de los hombres: Una habitación oscura

Sonaba el último movimiento del concierto cinco que comienza con el melódico sonido de un violín solitario, en ocasiones aparece la orquesta que adorna los movimientos del arco que corta el viento, la elegancia exquisita se aprecia en aquellas partes donde la velocidad hace arder las cuerdas, pasando el cuarto minuto los músculos se tensan, la ascendencia y descendencia de tonos hace que el cuerpo se endurezca, después aparecen sonidos agudos que requieren gran técnica, le procede un vibrato escalonado, preludio de la belleza incomparable de un conjunto de cuerdas que liberan al cuerpo de toda la tensión contenida y lo elevan hasta la copa del árbol que pierde sus hojas ante el suave remolino de viento en que se transforman las partituras de Paganini.

Desde la oscuridad de su habitación miraba el azul pálido del cielo a través de la vieja ventana. Echado a lo largo de un viejo sillón meditaba sobre la pesadumbre de vivir, estaba cansado, cerró los ojos.

 

El Sueño: Recuerdos de otra mente

Aquella tarde caminaba por la orilla del lago, el agua tenía un color azul oscuro, la niebla se mantenía densa sobre el grisáceo paisaje. Cruzaba el puente de madera cuando una figura sombría llamó su atención, se detuvo a observar. Sobre el oscuro lago había algo, un ser hermoso flotaba en la superficie helada, la perturbación en el lago era tan sutil que su movimiento era casi imperceptible e hipnótico. Observó durante varios minutos y no dejó de maravillarse. Esperaba que notara su presencia pero éste permanecía indiferente, con la mirada clavada en la profundidad del agua.

No era la bella imagen delineada de aquél ser lo que le provocaba tal admiración. Tenía la certeza de conocer, a través de sus ojos, aquello que habitaba en su corazón. Se había formado tal vínculo que sentía cómo sus almas flotaban sobre un espacio frío e infinito. El sonido tranquilo, grave y melancólico de un piano que se precipitaba dramáticamente sobre el fondo atmosférico de un cello era la música que definía aquel par de almas. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a tintinear sobre la superficie del lago, el hombre abrió su paraguas y se marchó.

Entre los árboles miraba el camino ornamentado por las flores de otoño. Hermosos colores se mostraban y, sin embargo, ninguno se comparaba con aquel color que había observado en el lago. Quería regresar, pero tenía frío, un frío que había conseguido helar su alma.

En la oscuridad de su habitación reflexionaba. Había comprendido que en esa criatura se albergaba ya un solo deseo, una añoranza que parecía casi inalcanzable. Al mirarse al espejo vio la misma mirada.

 

El sueño dentro del sueño: Imaginaciones de otro mundo

Caminaba entre flores hermosas y verdes pastos, la brisa golpeaba levemente su rostro y su ánimo se renovaba al respirar el aire fresco que llevaba consigo el perfume de las rosas y los jazmines, con una leve sonrisa volcó la cara al cielo, cerró los ojos para intensificar la percepción de sus sentidos, sentía el cuerpo flotar, como en el lago. A través de sus párpados se filtró una sombra, al abrir los ojos miró cómo un objeto descendía con delicadeza a través de las capas de aire hasta posarse sobre su mano, era una pluma. Continuó con su andar hasta toparse con una enorme montaña, en la cima flotaba con delicadeza la silueta sombría de un ángel. El brillo celestial del sol impedía observar los detalles de aquella figura divina, el batir de sus alas provocó ráfagas de viento que le hacían retroceder, la proporción de las mismas era tal que cuando las extendió sobre el cielo fue capaz cubrir el sol por completo. Entonces pudo ver el color de aquel plumaje.

 

El sueño: Recuerdos de otra mente

Abrió los ojos. Sintió una gran turbación en el cuerpo, un asco indescriptible, sentía la desesperación de una vida en extinción, cómo si para él hubiese terminado. Caminó sobre el pavimento mojado sin tener en mente un destino; después de unos minutos notó que estaba cerca del lago, pensó en ir a la búsqueda de aquel ser tan majestuoso.

 

El Tártaro: Un mundo oscuro

Absorto en sus pensamientos escuchaba el eco distante del mundo real, palabras sueltas en el infinito con un significado vago que no representaba nada. Pensaba sobre la vida, sobre el destino, sobre la libertad y la felicidad. Había llegado al puente de madera, aquella figura permanecía en el lago, como si nunca se hubiese movido de ese lugar, contemplando la profundidad. Pronto él también contemplaba el abismo, extrañas figuras se formaban en lo profundo, paisajes fantásticos con colores hermosos que no existen en el mundo de los hombres.

Una esfera luminosa y difusa se mantenía suspendida frente a sus ojos, de pronto tenía frío, un frío que le abrazaba por completo el cuerpo. Se sintió pesado, no tenía deseos de moverse, podía observar un color hermoso, cómo el del ser del lago, cómo el del ángel de su sueño. Dio media vuelta. Aquel color lo inundaba todo, era agradable porque no deslumbraba, porque no podía ser opaco, porque era envolvente e infinito. Se formaron entonces un par de ojos, no podía saber si estaban cerca o lejos pero sabía que él estaba ahí. Sus ojos eran claros, se miraron por largo rato, se sentía absorbido, todo lo que él era estaba siendo enviado al interior del ángel. Al fin preguntó: “¿Quién eres?”.

—Mi nombre es Apolión—. Al momento una nube gris se arremolinó en torno a ellos. Bajo sus pies se formó una visión extraña, había kilómetros entre ellos y aquella ciudad sin nombre. –Este es mi hogar—Dijo el ángel señalando la escabrosa metrópolis.

Estaban en tierra cuando cruzaron el camino rodeado de lava y rocas de fuego que salían disparadas al infinito y jamás regresaban, se encontraban a las puertas de aquella ciudad oscura, la entrada estaba custodiada por seres alados que se perdían difuminados entre las nubes de azufre. Recorrieron pasadizos y callejones, miraron dentro de profundos abismos de oscuridad infinita, se movieron entre negras brumas. Apolión le condujo por los caminos más siniestros. En las calles de aquella Dite contemplaron la desolación y la miseria más profunda.

Aquellas almas sufrían por la eternidad. Apolión explicó que aquellos seres no habían recibido un castigo sino una bendición. Habían tenido el honor de ser iluminados con la verdad del universo, una verdad tan absoluta y determinante que les provocaba el más terrible y eterno de los dolores. Otras almas se quemaban en un fuego azulado que dibujaba un hermoso contorno en las alas del ángel.

Muchos siglos después abandonaron aquella ciudad. Apolión le llevó de la mano hasta las alturas donde el frío era intenso, donde se escuchaban el ruido vago de las voces que parecían provenir de aquella ciudad que lucía ahora como montaña de agujas.

¡Ayuda! ¡Frío!… ¡Muerto! Era lo que se alcanzaba a escuchar como ecos lejanos. Apolión lo cubrió con sus alas, sintió una calidez divina.

 

El mundo de los hombres: Una habitación oscura

Cuando despertó se sintió extraño, la luz pálida se había convertido en iluminación artificial que emanaba de un faro exterior. Sentía malestar que atribuyó a la extrañeza de sus sueños. Miró a través de la ventana. Meditaba sobre el hastío de vivir, no había caminos que seguir, había sólo metas banas, no había un método para conjuntar lo verdadero con lo real, tampoco pensaba que la sociedad humana fuese un sistema que valiera la pena mantener; en conclusión, no había razones para vivir, tampoco para morir; aunque no tiene que haber una razón para todo, uno puede decidir morir por más de un motivo, también puede matarse por ninguno si la vida le es insignificante. Pensó que si acaso la vida servía para algo sería para vivir otras vidas, para golpear la sensibilidad del hombre hasta romperlo, para incrementar el poder potencial y luego hacerlo estallar en una destrucción infinita, acaso serviría también para disfrutar un concierto de Paganini.

Encendió el televisor para distraer su mente, someterla a algún entretenimiento que le liberara de esa responsabilidad que implica mantenerse existiendo en el mundo. En el canal de noticias prestaba atención a un acontecimiento interesante. Fue en una ciudad al norte. Un hombre se arrojó de un puente de madera a un lago casi congelado, al tiempo que un cisne se suicidaba en el mismo lugar. Algunos decían que el hombre se había arrojado y que, un momento después, el cisne cayó del cielo como flecha sobre la superficie del lago. Otros contaban que el hombre se había lanzado motivado por la caída en picada del ave. Lo cierto fue que el hombre nunca se lanzó al lago sino que cayó del puente de madera, mejor dicho, se dejó caer. Cierto era también que el cisne nunca emprendió el vuelo y se precipitó en picada sobre la superficie congelada, sino que murió de momento, cuando el hombre había caído y el fuego de su vida expiraba en las profundidades del lago. La noticia le mantuvo turbado por un tiempo hasta que decidió dormir.

Despertó por la mañana no con mucho ánimo de vivir el nuevo día, aún recordaba la noticia del lago. Sobre la mesa había un viejo libro que leía desde hace días. Una fábula que le resultaba poco comprensible, tal vez le faltaban algunas páginas a aquél libro amarillento que estaba abierto sobre una página roída por el tiempo. Su atención se fijó sobre un breve texto que explicaba la leyenda de un valeroso guerrero.

“Hubo una vez un poderoso guerrero al que su fuerza le trajo grandes conquistas, se decía que era inmortal porque su alma no podía ser destruida, ya que los dioses la habían dividido en dos partes, una racional y una natural, la parte racional permanecía en su cuerpo, mientras que la parte natural tomaba un animal como recipiente. El guerrero había hecho un trato con los dioses.

Era un ave de hermoso plumaje blanco. Cada vez que el guerrero vivía un momento que le causaba gran dolor y hacía nacer odio en su corazón, el cisne sacrificaba una de sus blancas plumas y cambiaba a un color que sólo existía en la mente de aquel hombre, manteniendo así la pureza de su alma. Se sentían de la misma manera al mismo tiempo, sufrían dicha y tristeza en igualdad de condiciones. A pesar de todo, aquel hombre, en apariencia desdichado, tenía un ideal grande. Aquel cisne que se había teñido del color inexistente estaba destinado a cumplir el ideal del hombre. Sus almas estaban conectadas por un canal invisible de manera que si uno moría, el otro moriría también. La restricción de los dioses radicaba en que ninguno de los dos moriría por ninguna causa, excepto por la muerte de una de las partes, además, sólo el cisne podía morir y sólo de una forma, esta era que todo su plumaje se tiñera de aquel color que no existe”.

Se echó a lo largo de su sillón y observaba los rayos del sol entrar por la ventana.

 

El tártaro: Un mundo oscuro

Guiado por el ave llegó a las puertas de la gran ciudad oscura, por el cielo revoloteaban demonios llameantes que cantaban como urracas. Su tamaño era ínfimo ante la puerta de hierro que se erigía ante él como un obstáculo infranqueable. Determinado, caminó hacia la puerta con los puños apretados y la mirada fija, la gran puerta se abría por sí misma como si temiera ser tocada por un ser poderoso. Al entrar, la ciudad se incendiaba y la ceniza llovía a veces opaca y a veces encendida. Sintió una gran presión alrededor de su cuerpo, las llamas fueron erradicadas por una onda expansiva, en medio de un remolino oscuro apareció un ser extraordinario.

―He venido desde el mundo sólo para verte―. Dijo el hombre que aún no perdía su mirada determinante.

La figura hermosa, siniestra y fantasmal de aquel ser flotaba con suavidad en el cielo cenizo. El hombre observaba con ojos dilatados la inmensidad inconcebible de algo cercano a un dios que extendía sus alas hasta el infinito. Entonces el hombre sintió cómo su existencia se resquebrajaba al viajar por los eones del universo y cómo su cuerpo era destrozado por las paredes de las dimensiones. Se sentía abrazado por las alas del ángel, perdido en la mirada infinita del cisne, absorbido por el abismo del lago congelado. Sin embargo, aún observaba aquel color hermoso que precedía a la existencia de la consciencia y procedía a la muerte del universo, que era multiversal y lo significaba todo y nada a la vez, el color de las plumas del cisne, del abismo, de las alas del ángel, de la ciudad sin nombre.

―Bienvenido seas hombre del mundo, bienvenido seas al final de los tiempos. Mi nombre es Apolión.

 

El mundo de los hombres: Un paisaje iluminado

Decidió salir de esa sucia y oscura habitación. Una extraña crisis le llevó a estar en coma por varios días. Estuvo clínicamente muerto por varias horas. Quería ahora olvidar los sucesos extraños en su mente, no quería pensar más en aquel sueño donde vivió una vida que no era la suya, pero algo mantenía aquellas visiones ancladas a su memoria, eran las imágenes de aquella ciudad oscura, la que había conocido en su primer sueño y reconocido durante su muerte temporal.

Era domingo, la cafetería estaba llena, pero él se tomaba su tiempo para terminar el café. “Ese es el color”, pensó mientras fijaba su vista en la taza. Notó que las personas ponían mucha atención al televisor, por inercia fijó atención también, una interrupción a un partido de futbol no era cosa común…

 

Todos los mundos: El final

Se distrajo por un momento cuando una ráfaga de aire helado entró por una ventana, del otro lado de la avenida había un pequeño parque donde un ave negra voló entre los árboles. En la televisión hablaban sobre la invasión de un ejército extraño liderado por un hombre desconocido. Las imágenes transmitidas le permitieron reconocer el rostro del hombre que marchaba al frente de las tropas desconocidas, el rostro de Apolión.

Se escuchaba un sonido lejano que lo tranquilizaba, una armónica melodía que le despojaba de todo temor y toda imaginación perturbadora, era el sonido melódico del sexto concierto de Paganini.

 

 

“Y el parecer de las langostas era semejante a caballos aparejados para la guerra: y sobre sus cabezas tenían como coronas semejantes al oro; y sus caras como caras de hombres.

Y tenían cabellos como cabellos de mujeres: y sus dientes eran como dientes de leones.

Y tenían corazas como corazas de hierro; y el estruendo de sus alas, como el ruido de carros que con muchos caballos corren a la batalla.

Y tenían colas semejantes a las de los escorpiones, y tenían en sus colas aguijones; y su poder era de hacer daño a los hombres cinco meses.

Y tienen sobre sí por rey al ángel del abismo, cuyo nombre en hebraico es Abaddon, y en griego, Apollyon”. (Apocalipsis 9:7)

 

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