Las grietas



por Mónica Orellana


Todo comenzó con una grieta minúscula sobre el techo de mi recámara. Asomaba sus bordes de yeso descarapelado, apenas como un atisbo de cuarteadura sobre una superficie limpia y plana. Pero cada día esa minúscula rajadura se apropiaba de una mayor superficie, de a poco se abría camino entre la cal y la pintura. Desde unas noches atrás, me pareció haber escuchado un sonido tenue como si la uña de un dedo barrenara a través de la construcción, sigilosamente, sin intención de ser sorprendida. Entonces encendí mi lámpara de noche e indagué con curiosa mirada la pequeña abertura que, en principio imperceptible, había crecido en poco tiempo el doble de longitud. Me llamó particularmente la atención el polvillo fino que se desprendía de cuando en cuando de manera sutil. Me puse de pie sobre la cama, armada con la cinta adhesiva, y con un pedazo cortado con los dientes tapé aquella grieta con la esperanza de que terminara de una vez esa operación, sólo así pude regresar al sueño con tranquilidad.

Pero las grietas son como las canas en una cabeza joven, si arrancas una en su lugar saldrán tres más. Así sucedió con aquélla que, una vez cubierta, llamó a otras alrededor suyo y por los bordes de las paredes. Cada noche era un nuevo descubrimiento, un nuevo insomnio, un nuevo pedazo de cinta adhesiva. Recostada inmóvil sobre la cama en la mitad de la noche permanecí por horas observando esa lenta progresión de rupturas, los parches deformes que trataban de ocultar las múltiples cuarteaduras y al mismo tiempo admitía la inutilidad de mis esfuerzos. En cuanto la luz del amanecer asomó por las ventanas, decidí dedicar el día en buscar algún profesional que se hiciera cargo de los desperfectos, aunque eso significara dejar que un extraño penetrara en la intimidad de mi recámara. Después de unas cuantas consultas encontré al contratista quien acudió el mismo día que recibió la llamada, lo cual para mi gusto respondía al perfil de un profesional en la materia.

Después escuchar dos timbrazos, observé por la mirilla dos ojos pardos, fijos, debajo de dos cejas espesas con un vello desparpajado, y una franja de tela blanca gruesa que embozaba boca y nariz. De manera que tendría que comunicar mis necesidades a dos ojos inexpresivos y una voz que salía de quién sabe dónde. Dejé pasar al hombre cuyas botas humedecieron sus suelas en la bandeja para luego restregarse con fuerza sobre el tapete semiseco. Mostré la zona y observé al hombretón revisar, raspar con la pluma y hacer cálculos, presupuestos, lista de materiales, anotaciones en un trozo de papel arrugado. Después de su inspección, dijo con una voz honda  que salía de debajo del cubrebocas: “no creo que sea humedad, será cosa de asentamiento, a veces pasa”. Ante tan escueto diálogo, de su mano enguantada recibí la hoja con el total a pagar por el trabajo que realizaría cuanto antes sólo si estaba de acuerdo con sus costos. Así, durante tres días lo observé con interés inusitado raspar, mezclar, cubrir y resanar la superficie del techo. Me preguntaba si ese “algo” que había tratado de entrar ahora acaso se encontraría dormido, indiferente a la reparación de los esfuerzos en los que tantos días se había empeñado. Tres días no pensé ni soñé con aquel tema. Dormía en el sillón de la estancia tan plácidamente que no era extraño pasar de la hora regular por apagar el despertador con modorra. Cuando todo el trabajo terminó, sentí el mismo alivio por ver una habitación completamente nueva como por dejar ir a mi huésped temporal.

Pero qué poco duraría ese acabado terso y mi tranquilidad. Un tímido agujerito comenzó a hacerse presente en una de las esquinas de la recámara, con un montón de cuarteaduras a su alrededor. Me pareció increíble que hubiera sucedido en una sola noche, una en que los ruidos no me habían alertado como antes. Noté después el segundo en la parte superior de una de las paredes de la cocina, mientras en el baño, por las orillas de la puerta, se colaba una masa blanquecina como una espuma que botaba, paulatinamente, la pintura a manera de floración de toda la capa de pared. Pensé de inmediato en el salitre que suele atacar las superficies expuestas a la humedad, misma que se abre camino a través de los ladrillos hasta salir y botar cualquier aplanado que se haya hecho.

Decidí no pagar más el trabajo del contratista y atacar el problema yo misma, usando los productos que él había dejado. Comencé a tapar los agujeros que descubría, las pequeñas grietas que se multiplicaban y las rendijas que suelen presentarse cuando las ventanas no están bien selladas. Me sorprendió el tiempo que dediqué a esta labor, pues desde la mañana hasta la noche estuve empeñada en cubrir todo los agujeros que lograba encontrar. Esa noche ya no pude conciliar el sueño. La luz de la lámpara encendida me reveló la caída de ese polvillo blancuzco que se deslizaba por los aires en una carrera continua. La grieta que lo había iniciado todo fue la primera en quitarse aquella capa nueva de yeso y pintura, y a ella se le unieron otras cinco. Entonces supe que había despertado ese “algo” que había pretendido entrar a la casa, aunque no se hubiera manifestado mientras el hombre cubría sus intentos.

Después la angustia dio paso al terror. La amenaza que representaban las grietas, abriéndose paso de noche y de día, burlando mi inútil esfuerzo por evitar su proliferación, me ponían en una posición de absoluta vulnerabilidad. El ambiente comenzó a volverse polvoso, como una construcción que se desmoronara. Crujidos sutiles y esporádicos se multiplicaron con más contundencia. Frenética corrí por la casa en busca de un espacio de la casa donde las grietas aún no hubieran aparecido, pero fue en vano. Todo el lugar estaba bajo ataque sin que yo supiera a ciencia cierta cuál era el peligro que me acechaba tan de cerca. Por un breve instante, me detuve a reflexionar que entre menos superficie tuviera la habitación que usara como refugio, más fácil me sería controlar ese ingreso. Así que decidí que me sentiría más fuerte si defendía el lugar donde se encontraban mis cosas más personales y queridas: la habitación que empleaba como estudio y la menos afectada hasta ese momento. Hice acopio de los periódicos viejos y de la cinta adhesiva que encontré, también me armé con cartones y pegamentos, selladores que me habían sobrado de mis primeras reparaciones fallidas, dos bolsas de cemento blanco y dos baldes con agua.

No sé cuánto tiempo pasé esta vez rellenando hoyos. Aunque me temblaban las manos cada vez más, sentía que era indispensable evitar que esas grietas continuaran surgiendo en la superficie. Primero, recurrí al periódico con el que formaba rollitos delgados que colocaba en los bordes del ventanal. Después, con ayuda de la cinta fijaba los cartones a la puerta para cerrar el paso a las rendijas de la puerta. En la palangana preparé suficiente mezcla, para cubrir las grietas conforme iban apareciendo. Cada filtración, cada hueco, representaba en mi ánimo una ansiedad insoportable. Tan pronto como cubría una rajadura, descubría otra a su lado o más allá. Tuve que usar mis fuerzas para retirar los muebles de las paredes, para descubrir los muros a plenitud, retiré los cuadros y las fotografías que ahora yacían en el suelo con los cristales quebrados, los papeles con múltiples arrugas, los marcos desencajados.                         

Casi nada quedó de aquel color azul que elegí para las paredes, a diestra y siniestra los parches embarrados lo cubrían, ya no con el mismo cuidado que en un principio, sino con pincelazos desesperados y confusos. Fue entonces que comenzó la primera cuarteadura del vidrio del ventanal, era una línea irregular que se bifurcó en otras muchas desde el diminuto agujerillo del centro hasta formar una especie de telaraña. Me lancé hacia el rollo de cinta para cortar los trozos, totalmente enloquecida. Conforme pegaba los pedazos, las líneas extendían su camino. Me pareció, entonces, que el cristal terminaría por ceder y se quebraría en mil pedazos, que por fin ese “algo” que había tratado de entrar, lo lograría pronto. Así que tomé todas las cobijas de la cama y me cubrí con ellas, mientras el sonido del vidrio que se va quebrando lo inundaba todo. Metí las orillas de la colcha debajo de mis pies, como cuando era niña y escuchaba a mis padres pelear, y apreté la tela con los puños. El vaho de mi respiración agitada creó una atmósfera asfixiante, cada vez más insoportable, sin embargo, preferí aspirar ese aire soplado y resoplado que intentar abrir siquiera una franja de espacio. Podía sentir el pulso de mis venas latiendo sin ritmo, descontroladamente.

De pronto resonó el estallido de los vidrios, el resquebrajarse de las paredes, fierros que se retorcieran por la acción de unas garras, los gritos despavoridos de mucha gente, los ladridos desesperados de los perros. No podía detener las sacudidas de mi cuerpo, era el terror invadiendo el espacio en la oscuridad. Ese “algo” había penetrado, al fin, de manera abrupta. Escuché los golpeteos constantes, como pasos acercándose hacia donde me encontraba. Una emisión de voz gutural, cerca de mi oreja. El calor intenso que hacía correr sudor sobre mis párpados apretados. Lo último que percibí fueron sus murmullos ininteligibles y profundos, antes de que todo se detuviera.



Arte: Juan Manuel Sardella, La grieta

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