por Majo Ramírez
The light of the stroboscope is starting to blink
People, excuse me, I want to dance
Open your eyes, look at me
These moves are for you
Свет стробоскопа начинает моргать
Люди, простите, я хочу танцевать
Открой глаза, посмотри на меня
Эти движения для тебя
—Molchat Doma
Los gobiernos del mundo han tratado de mantener a su población lejos del peligro, en todas partes han fracasado. Se rumora que en lugares remotos aún hay esperanza de salir al exterior sin una máscara anti-gas con filtración del 95% de gérmenes,[1] en nuestra realidad eso es imposible. La vida simplemente dejaría de ser si no nos cubriéramos el rostro completo antes de salir a la calle. Inhalar el aire sin ninguna protección podría ser fatal, al menos eso es lo que repiten las grabaciones de emergencia 24/7: “Quédate en casa”, “Si sales lleva tu máscara”, “Evita el contacto con personas ajenas a tu vivienda, no importa si son amigos o familia”, “Denuncia los contagios al 51515”, “Si crees que estás contagiado, avisa a las autoridades. Enviaremos por ti”. ¿La peor parte? Las partículas suspendidas en el aire también pueden afectar la visión y, luego, el cerebro.
Los primeros tres días del año tuve noticias de dos cosas: una, mi entonces prometido me engañaba con una versión un poco más joven de mí. Aunque no era una novedad, sí me indignaba, sobre todo porque él rechazó mi propuesta de tener una relación abierta. Después de 10 años, ¿cómo le haces eso a alguien a quien, se supone, amas? ¿Y ahora cómo voy a volver a confiar? Bueno, no importa, volveré a esto más tarde. Dos, China presentaba numerosos y preocupantes casos de neumonía atípica ocasionada por un virus del que nadie sabía nada; aun hoy, el mundo sigue sin avanzar mucho en ese campo. Hay teorías de todo tipo, pero los científicos han acordado que se trata de una mutación del mismo patógeno que ocasiona el resfriado común, sólo que este es 10 veces más letal. Sin embargo, no han logrado concluir si se trata de una mutación creada en laboratorio o de una zoonosis.[2]
Como es la costumbre de todos los políticos, los gobiernos alrededor del mundo subestimaron el potencial riesgo que este nuevo virus traía consigo. No contentos con haber minado los presupuestos a salud, educación y cultura, se aseguraron de comunicar que este virus era una cosa de nada, pues sólo provocaría algunas gripecitas que pasarían rápido. En México, nuestro secretario de salud se atrevió a decir que no representaba una amenaza en términos sanitarios y que no había ninguna evidencia que sugiriera una emergencia global o nacional. Como resultado de estos discursos, las naciones no se prepararon para la gran pandemia, la peor en 100 años.
En las calles de esta gran urbe es común ver gente desfalleciendo por esta nueva y desconocida infección, hemos normalizado tanto las muertes por esta nueva peste que ya nadie se detiene a auxiliar a quien lo necesite, basta con denunciarlos al teléfono de emergencia para que alguien se encargue de ellos en algún momento. A diario, los cuerpos se apilan junto a un montón de basura, hasta que pasa el escuadrón de limpieza y sanitización. Al principio era extraño ver a toda esa gente cubierta de pies a cabeza con trajes blancos de plástico, botas blancas de hule, máscaras antigas y guantes de látex. Ellos se encargan de tomar los cuerpos y de llevarlos a los crematorios, no sin antes sanitizar con complejos y sofisticados métodos de termonebulización la zona donde se encuentren los cadáveres.
Desde hace seis meses el olor a podrido y carne quemada ha inundado la ciudad y no hay nada que lo haga ceder. Los hornos siempre están encendidos y pueden pasar días para que a la gente le entreguen las cenizas de su familiar, porque no todos mueren en el anonimato aunque lo hagan de pronto en la vía pública. Como los cuerpos se acumulan, hay tiempo suficiente para hurgar en las pertenencias de los difuntos y dar con sus identificaciones o celulares para contactar a sus familias y avisarles cuándo podrán recoger los restos. Afuera de los crematorios siempre hay una larga fila de seres tristes esperando la muerte en una caja de cartón —no hay urnas suficientes para tantos muertos—; generalmente, se escuchan los llantos de las viudas, de los hijos, de los amigos, cuando sólo quedan ellos y su soledad sobre esta tierra. Si nadie responde al llamado, las cenizas van a parar a una fosa común, o eso es lo que dicen.
Algunos expertos han advertido que de no priorizar la salud en las decisiones políticas, ésta será la peor de las pandemias que la humanidad viva. ¿Realmente podemos esperar que los líderes más xenofóbicos y ultranacionalistas prioricen la salud de la humanidad en su conjunto sin antes echarle la culpa a los migrantes o a las minorías? Yo tampoco lo creo. El presidente de Estados Unidos ha urgido a que la frontera sur se militarice aún más: los migrantes no sólo llevan drogas, también son portadores de este atroz virus, eso aseguró el mandatario norteamericano en su discurso de precampaña. ¿Culpar de la emergencia sanitaria a la invasión de los hábitats en todo el mundo o a los laboratorios bioterroristas del norte? Jamás. Si la comunidad científica está en lo cierto, pronto enfrentaremos otros peligros, entre la emergencia climática y los virus y bacterias de los que aún no conocemos nada, en unos años vendrá el colapso del ser humano. Y yo no quiero esperar mucho para ver eso. Hay días en los que desearía que la vida se me apagara, que se me escapara como lo hizo Él cuando tomó todas sus cosas y se marchó en busca de una nueva felicidad. La despedida no pareció ser tan dolorosa, no derramé ni una lágrima, la verdad es que no me sorprendió que estuviera saliendo con alguien más. Yo lo sabía, todo en este pequeño departamento de 80 metros cuadrados constantemente me lo gritaba: entre cosas que desaparecían para volver después a su lugar y los constantes reacomodos de los muebles, claro que lo supe desde siempre. Él estaba incómodo y pasaba de una vivienda a otra, de un fantasma a otro, de un deseo jamás cumplido a uno que no se realizará. Porque la felicidad no se encuentra saltando de uno a otro sitio mientras se destruye todo a su paso. El amor no nace de la mentira.
Llevo 120 días trabajando desde casa, atrapada por la cuarentena y en absoluta soledad —miento, tengo una perra, ya es algo vieja. Tiene 12 años a mi lado—. No es fácil ser reportera en estos tiempos, sin embargo, mi trabajo se ha vuelto un poco más sencillo desde que la mayoría de mis fuentes aceptan entrevistas por llamada o videoconferencia, así que no siempre es necesario que salga y me arriesgue al contagio. De cualquier forma, el gobierno ha limitado las salidas de los ciudadanos, a cada uno de nosotros nos han entregado un pase que te da el poder de salir a buscar víveres, ir a una consulta médica y, algunos días, salir a trabajar al exterior. Cada pase tiene marcados días específicos para las actividades fuera de casa, para mí, los lunes y jueves son para ir a trabajar, los martes son para buscar víveres, y todos los días de 6 a 8 de la noche puedo pasear a mi perra, ese es un derecho —o quizá privilegio— que tienen todos si son dueños de algún can. Si necesito ver a un médico, primero debo comunicarme a la línea de salud para que se aseguren de que no se trata de algo relacionado con el virus, luego me asignarán el día y el horario para ir a la clínica más cercana a mi domicilio.
Hay momentos en los que me sorprendo a mí misma preguntándome qué será del tipo, si estará bien, si se habrá contagiado o perdido el empleo.[3] En esos momentos me pongo a recorrer el departamento de punta a punta, es mi manera de recordarme que Él ya no está, que no va a regresar y que esa fue su decisión. Respiro. La ventaja en el encierro es un balcón lleno de plantas, con romero, lavanda, geranios y algunas piñas que he ido sembrando; así que en ese pequeño oasis puedo asomar la nariz cuando siento que me hace falta aire fresco. Ahí es donde mi perra y yo nos sentamos a ver los atardeceres cuando mi carga de trabajo es más ligera. Todos los días me levanto a las 6:30 de la mañana para iniciar la que es, desde hace 4 meses, mi rutina. Intento apegarme al horario que tengo bien establecido en mi agenda, creo que es mi último rastro de la antigua normalidad. Lo sigo al pie de la letra no sólo por añoranza de la vieja realidad, lo hago, sobre todo, para sobrellevar la ausencia de Él. Si logro cumplir cada uno de los objetivos establecidos para el día, es un verdadero triunfo: la tristeza no ha ganado.
Aparte de las actividades preestablecidas, en ocasiones me doy un tiempo para un ligue ocasional. Las relaciones se han digitalizado tanto que las interacciones en persona ya parecen impensables. Para mí el único contacto virtual que vale la pena es el de los amigos y la familia, las apps de cita son cada día más aburridas, pues una termina envuelta en la misma conversación: “¿Cómo van los tiempos de cuarentena?” “¿A qué te dedicas?” “¿Quieres coger el virus (y también conmigo?)”. Al principio elegir galanes por catálogo no parecía tan mala idea, cuando a una la sorprende la soledad a mitad de una pandemia, a veces, se busca atender ciertas necesidades con lo que sea. Después de un rato parece una actividad ociosa que no lleva a ningún sitio: tampoco es que pueda tener encuentros casuales con cualquiera, no pretendo infectarme por ver a alguien que ni siquiera sé si vale la pena. Eso sin contar que me incomoda exponerme en una vitrina, esperando a ver quién compra esta versión digital de mí misma. Sí, yo sé que tampoco estoy lista para entablar ningún tipo de relación amorosa, y menos con un extraño salido de internet. ¿Será que un día de estos me vuelvo a enamorar?
No sólo la rutina me ha hecho sobrevivir a la soledad y el duelo, también la presencia de mis amigas y mi familia, aunque a la distancia, ha ayudado a que poco a poco cierre este gran hueco que tengo en el pecho. Ya sea a través de videollamadas, notas de voz o mensajes de WhatsApp, ellos están ahí. Cristal, una de mis más grandes amigas, ha vuelto a mi vida en medio del caos que ha traído esta peste. No hablábamos desde que Él me convenció de que ella no era buena influencia, que su amistad sólo lograría lastimarme. Fue ella quien reabrió el canal de comunicación que ambas creíamos perdido; incluso hemos hecho planes de ir juntas al concierto de Molchat Doma[4] en octubre, cuando seguramente la pandemia esté bajo control. Sus mensajes le han arrojado otra luz a mi vida y cada día se ha vuelto más sencillo andar en mi departamento sin sentir que aún lo habita el fantasma de Él. A veces es inevitable que me imagine cómo serían nuestras vidas juntos durante la cuarentena. Nunca visualizo un escenario feliz.
***
Ayer me llamaron los del escuadrón de limpieza y sanitización. Al principio dudé en tomar la llamada, después de 7 timbrazos contesté. Yo aún era su contacto de emergencia, así que se comunicaban conmigo para notificarme que su cuerpo había sido recogido y que en un par de días sería cremado.
—¿Me puede repetir lo que dijo, por favor? —contesté con la voz medio apagada. No me lo podía creer. El personal del escuadrón suspiró, no porque fuera dura la noticia, sino para no perder la paciencia.
—Le digo que hemos encontrado el cuerpo de su prometido y en uno o dos días pasará al crematorio. Anote, por favor. El número de folio para recoger las cenizas es… —pero lo interrumpí para avisarle que se trataba de mi ex prometido, que desde hace más de 6 meses no lo veía.
Dar esa información es vital, o me podrían fichar como sospechosa de contagio. Antes de que me lo hubiera pedido, le dije que buscara a su madre y a su hermana entre sus contactos, ellas sí que necesitarían la información para pasar por los restos. Colgué sin decir nada más.
Sé que voy a sonar como la persona más insensible del universo: recibir esa llamada no me dolió tanto como esperaba. Ni siquiera pude llorar. ¿Se puede una quedar sin lágrimas? De pronto recordé lo que Cristal me dijo en cuanto hablamos sobre la ruptura: “¿Todavía lo amabas?”. Sólo atiné a decir “no lo sé”. Quizá lo más doloroso fue que me había acostumbrado a la pesadez de su cuerpo en mi cama, el contacto de los pies entrelazados antes de dormir, el olor del café recién hecho en la mañana y la música clásica a primera hora del día. Ya no me queda ninguna de esas cosas, todo en este lugar es diferente. Creo que ahora sí puedo decir que soy la única persona que habita este departamento, todo aquí es mío: desde el sillón de colores y los vasos desportillados hasta las paredes blancas y libres de cualquier adorno, pues los cuadros que Él había elegido se los llevó el mismo día que me anunció que ya no podíamos seguir adelante con el compromiso. Estaba enamorado de alguien más. Y yo acepté tranquilamente su partida: reamueblé toda mi casa e incluso le compré una cama nueva a mi perra. Desde el momento en que se fue su camión de mudanza me deshice de todas las cartas, fotos, recuerdos y regalos que Él me hizo. Intenté hacer una depuración y arrancar de raíz su presencia, de cualquier marca que hubiera dejado en mi vida, como si Él nunca hubiese existido. Hoy ya no está más y eso es real, incluso cuando su partida se sienta de pronto como parte de un mal sueño.
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No, ya no creo que sea posible quedarse sin lágrimas. El llanto regresó ayer en la noche, cuando nos anunciaron que el virus era una creación de laboratorio y su introducción a nuestro mundo fue planeada, pero no por sus desarrolladores. Un buen día de noviembre del 2019 un grupo de activistas chinos, de esos que asaltan camiones que llevan perros y gatos al matadero, decidió liberar a todos los animalitos del laboratorio. Querían devolverles su libertad, no sabían que lo hacían a costa de la nuestra.[5] Básicamente, nos arrebataron la realidad a la que estábamos acostumbrados en cuanto abrieron las jaulas y esparcieron el virus.
Me duele que mi normalidad ya no exista, ¿podré volver a ver a mis padres sin ponerlos en riesgo? ¿Alcanzaré a ver crecer a mi sobrino? ¿Y si me infecto y mi cerebro olvida sus funciones? Tal vez nunca me vuelva a enamorar, eso podría no ser tan malo… Suspiro y limpio mis mocos con el reverso de mi sudadera, ahora sí se me acabaron las lágrimas. Creo que hay algo positivo de todo esto, sobre todo si pensamos en cómo empujamos a distintas especies a la extinción. Esta misma semana, los protectores de los últimos cinco osos polares en Alaska reportaron que tres de estos ejemplares fueron masacrados por cazadores. Ese nuevo patógeno debió habernos atacado varias décadas atrás, quizá sólo así la Tierra no estaría agonizando, como nosotros. Estas noticias me han caído como un balde de agua fría, sólo tengo treinta años y no sé si alcance a sobrevivir, podría contagiarme en cualquier momento. Así que es momento de vivir, de hacerlo en serio.
Antes de recibir la bofetada noticiosa había pensado en cancelar lo del concierto con Cristal, ahora ese evento es probablemente la única experiencia de vida que pueda llegar a tener, así que iré.[6] Además, las autoridades capitalinas le han dado el visto bueno a los eventos masivos, dicen que han traído una fórmula rusa sanitizante que acaba con el virus en minutos. Yo lo dudo, pero ya quiero salir de mi casa a otra actividad que no implique sólo la supervivencia.
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Es miércoles 14 de octubre, uno de los días más anhelados por mí porque hoy, al fin, saldré de casa sin tener que seguir los horarios del pase que me dio el gobierno. La mejor parte es que voy a ver a Molchat Doma y a Cristal el mismo día.
Como este puede ser el último concierto de mi vida, pienso bailar para olvidarme, por unas cuantas horas, de esta pandemia. Antes de salir de casa preparo todo mi outfit: un short negro deslavado y un poco desgastado, medias negras de red, una playera negra de Joy Division, una franela roja con cuadros negros, chaqueta de cuero con unos cuantos pines; por último, me amarro bien las botas negras tipo militar. El maquillaje también es importante, si muero hoy, al menos quiero hacerlo honrando mi belleza. Así que me dispongo a hacerme el delineado perfecto: un cat eye que será la envidia de cualquier otro hermoso cadáver. Luego, agregamos un labial tan oscuro como el panorama de este planeta que ya se hundió entre el virus y su propia mierda. Sé que no parece tener ningún sentido lucir tan bella si voy a cubrir mi rostro con la máscara, con el virus fuera de control, quizá al final de esta noche ya no volveré a usarla jamás. Si me llegaran a recoger los del escuadrón de limpieza, me gustaría impactarlos. Quiero suponer que algo puede remover un rastro de sensibilidad en sus almas.
Le echo una última mirada al espejo: estoy perfecta. Esta noche voy a moverme al ritmo de todo el post-punk y new-wave que se pueda. Me despido de mi perra con una breve caricia sobre su blanca frente salpicada de pecas, le he dejado comida y agua suficiente para una semana, por si no vuelvo a verla.[7] Tomo mi máscara y me la pongo antes de salir rumbo al metro Hospital General; quedé de ver a Cristal a las 5 en punto en Tacubaya, en la línea naranja, dirección El Rosario, justo bajo el reloj.[8] Debo darme prisa o no llegaré a tiempo. El concierto es en el Lunario del Auditorio, a las 8, de acuerdo a lo que dice el boleto hay que llegar con anticipación porque el acceso será limitado. Estos tipos que organizan los eventos no le pierden, ¿cierto? Me quieren decir que si llego a las 8 en punto y ya no hay lugar, me jodo.
Justo mientras camino hacia el reloj la veo, no puedo estar segura de que sonría bajo la máscara, pero Cristal es la persona más risueña que conozco así que doy por sentado que en su rostro hay una sonrisa que muestra sus perfectos dientes aperlados. Aunque está prohibido el contacto con otras personas, inevitablemente nos abrazamos. Hace mucho tiempo que no nos vemos y este reencuentro presencial nos pone felices.
Después de desprendernos del abrazo nos dirigimos hacia la superficie, caminamos con las manos entrelazadas, como dos damas de otros tiempos. Al salir y visualizar el Auditorio nos percatamos de que ya ha iniciado la organización de la fila de acceso. Llegamos justo a tiempo. Mientras esperamos en la cola bendecida cada 15 minutos con sanitizante ruso, hablamos de todo lo que ha pasado, de cómo es complicado encontrar buenos empleos o parejas y la ansiedad que causa salir a comprar la despensa.
Lentamente avanzamos para entrar al Lunario, unos pasos más y lo logramos. Las luces, la música, la gente moviéndose, haciendo fila para comprar una bebida y disfrutarla en la sección segura —donde puedes quitarte la máscara para comer o beber— nos hacen sentir que tenemos de vuelta algo que creíamos perdido. Para que el concierto no sea tan largo se ha decidido que no haya una banda telonera, supongo que así también evitamos fingir que nos interesa un grupo del que no sabemos nada y no hemos venido a ver.
Para nuestra sorpresa, Molchat Doma abre el concierto con “Prognoz”. Cristal y yo saltamos de emoción y bailamos. A veces siento que el mejor soundtrack para esta pandemia es el post-punk: “Nos perdimos, sucedió en un solo momento. /Un parásito inquieto nos ha infestado por dentro. /Tenemos un movimiento enfermo, la fuerza resistió”. La siguiente canción es “Ya ne kommunist” y yo finjo que soy un robot comunista que baila para hacer reír a Cris. El mejor paso es cuando simulo que he sido fusilada. Luego le hago un gesto para que vayamos más cerca del escenario. Nos movemos entre este ejército de seres enmascarados que bailan frenéticamente y justo cuando llegamos al mejor lugar para ver más de cerca a Pavel, Yegor y Roman suena mi track favorito: “Tancevat”. Aquí todos bailamos, aunque llevamos tanto tiempo sin saber cómo, para olvidarnos por unos momentos de que el futuro se apagó.
Notas
[1] Estas máscaras fueron diseñadas para protegerse contra patógenos (virus, bacterias, hongos y demás) justo después de la pandemia por MERS (síndrome respiratorio de oriente medio por sus siglas en inglés), aunque no se comercializaron hasta hace unos meses. Supongo que hasta ahora le vieron la utilidad, pues en el 2012 se pudo contener el MERS sin tanto embrollo.
[2] Zoonosis: que la infección haya saltado de un animal a un humano, o de un humano a un animal y de vuelta a un humano. Algunas teorías apuntan a que el virus puede provenir de un murciélago, pero las investigaciones aún no son concluyentes. Se rumora que un murciélago infectado con un nuevo virus sintético escapó de un laboratorio; de nuevo en su hábitat pudo ser capturado y vendido como carne para sopa en un mercado aledaño. Esos son sólo rumores.
[3] No sería el único, los periódicos anuncian en primera plana que el millón de empleos perdidos en estos meses de encierro equivalen a los que se generaron en dos años.
[4] Sé que suena arriesgado para como pinta el panorama, pero se trata de mi banda bielorrusa favorita y no puedo desaprovechar la oportunidad de verlos y bailar con Cristal.
[5] No quiero ahondar en detalles porque la vida se me podría ir en dar explicaciones, en las noticias dicen que este grupo de activistas forma parte de una gran célula internacional de liberación animal. Al parecer están vinculados con los orates que volaron las carnicerías de algunos supermercados en la Ciudad de México, según ellos lo hicieron porque ya no querían que la gente comiera animales. Como si fuera tan fácil.
[6] “Iremos”, me diría Cristal, pero ese mensaje me lo enviaría en forma de meme de Bugs Bunny comunista.
[7] Esto ya se ha vuelto una costumbre para nosotras, ¿sabrá ella que cada vez que salgo al exterior hay un riesgo de que no nos veamos jamás? Sólo logro que me devuelva una mirada amorosa al tratar de explicárselo.
[8] Habría sido más fácil y seguro llegar en auto, supongo que nos aferramos a estas viejas costumbres para sentir, aunque sea un poco, que la vida sigue siendo la misma que antes. En la vieja normalidad llegar en auto a un concierto significa pasar horas en el tráfico, además de que el número de cervezas consumidas se disminuye si te toca ser el conductor.
Majo Ramírez (1988, Ciudad de México). Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Edita y escribe para La Liebre de Fuego. También ha colaborado en publicaciones como Errr Magazine, Expansión y Tierra Adentro.