Diez mil


por Samir Roa

 

Nadie se despierta pensando que se despierta en silencio. La inquietud es absurda y conduce a ninguna parte, pero hoy al despertar me inquietó el hecho de despertar en silencio y levantarme en silencio. Bien pude haber gritado. Pude hablar conmigo mismo. Pude susurrar cualquier queja contra madrugar. No lo hice. Mi mamá sale de la cocina y yo paso al baño. Cruzamos miradas y no hay saludo de buenos días ni de su parte ni de la mía. Supongo que discutimos y no nos hablamos, y por eso la mirada indiferente con la que me vio. Desayuno sin hablarle, me visto sin hablarle y me voy sin hablarle. Siempre lo hago, tengo la necesidad de una madrugada sin palabras. En el paradero del bus la gente fue llegando, nadie quiso saludar a nadie y yo agradecí no tener que responder saludos. No soy cortés. Nunca saludo al conductor al subir al bus. El bus, como siempre, llegó luego de mucho esperarlo y la espera me dejó sin la poca cortesía que me quedaba. Una mirada fría al conductor y «Gracias», me dijo la máquina que reemplazaba la voz de él, resguardado tras un letrero de «No le hable», sin especificaciones de a quién. Con los audífonos puestos, oyendo pianos y violines, pasé el viaje de típicos trancones que consumen horas y desgastan la cortesía. Tampoco saludé al celador ni él a mí; mal día —día corriente— para ambos. Fue cuando empezaron a llegar los compañeros que me fijé en lo pesado de la voz cuando está encerrada en la mente. El ruido de mis pensamientos se oía como los pitos y el ronquido de los carros chillando en un trancón. ¿Cómo callarlos? Nunca los había sentido tan molestos porque nunca los había oído tanto. Ahora, callado el grupo y callado yo, quise romper el silencio para aliviar el dolor de cabeza que me producía pensar. Ellos no quisieron romper el silencio, me pareció imprudente hacerlo yo. Cabizbajos, seguimos al salón donde la maestra pintó letras en el tablero sin explicar el tema. Noté la tristeza en sus ojos. Ni siquiera desesperación, tristeza y cansancio que ya no pudo negar más. Se sentó en la silla a vernos. Nosotros la veíamos. Era la clase predilecta para ella, con la que tanto había soñado. El grupo entero callado, sin risas, sin chismes, sin quejas. A las ocho treinta hicimos fila en la cafetería. Los que no sabían el precio exacto de algo se abstenían de comprar o compraban lo que por apariencia costara menos de lo que llevaban. Yo, dos mil en el bolsillo, señalé el café y no tuve hambre para más. Se escuchaba el ruido de los carros en la calle y la celebración de las palomas, por primera vez escuchadas, antes opacadas por la masa de estudiantes desayunando y comentando novedades.

Mi madre —entendí— quiso darme los buenos días. Justo ese día quiso. Yo quise gritar en cuanto abrí los ojos. Los conductores en la autopista quisieron insultarle la madre al policía de tránsito que nunca podía con el tránsito. No es que no pudiéramos, es que no nos nacía hablar. No era una peste ni un acto revolucionario lo que nos mantenía sin hablar, era, en primer lugar, la necesidad de silencio a la que luego sobrevino una adaptación a quedarnos con la voz en la cabeza. Al menos yo tuve miedo de que alguien más tuviera el atrevimiento de hablar, me aterraba la idea de otra voz retumbando en el aire distinta a la mía. Por eso, todos eligieron colarse en las horas pico  y nadie hizo nada contra ello, porque de no ser así, el remedo de voz en la caja diría «Gracias», o «Saldo insuficiente», rompiendo con la costumbre.  Nadie estaba preparado para eso.

Pensamos, naturalmente, en la última vez que hablamos. Todos por separado lo pensaron. Casi todos, lo aseguro sin preguntarle a nadie, hablaron por última vez en el último domingo. Así fue conmigo, cuando salí a llamar a mi amigo Iván y le conté:

—Iván, ganaron los cerdos. Ya lo dice la gente, ganaron. Yo no quiero oír las noticias porque no tengo fuerzas, pero ganaron.

Iván me dijo que sí, que era cierto. Se fue a dormir y hoy nos reunimos para ver las noticias del periódico porque en la televisión solo hay mujeres frente a la pantalla, cumpliendo con su labor de estar hermosas pero diciendo nada.

La nota de un periodista harto dice:

«Diez mil es un número que no podemos dimensionar. La nación no sabe cómo explicarle a sus vecinos que, desde ayer en elecciones, el pueblo decidió que no va a hablar».

 

 

Samir Pinto Roa (08-05-1998) nacido en el municipio de Pitalito, Huila, en Colombia. Tengo veinte años, estudiante de una tecnología en Control Ambiental y actualmente no cuento con un trayecto literario o algún texto publicado.

Quisiera, si se me permite, dar un poco de contexto al cuento. En las elecciones del domingo 17 de junio se anunció la victoria del candidato de derecha, Iván Duque, quien logró gran parte de su triunfo gracias al apoyo que recibió del expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). Bajo el mandato de Álvaro Uribe se dio a conocer en Colombia un escándalo conocido como los “Falsos Positivos”, en donde miembros del Ejército Nacional secuestraban, asesinaban y luego uniformaban como guerrilleros a jóvenes civiles, esto con el fin de alterar las estadísticas y dar una percepción falsa de estar ganando la guerra contra los grupos subversivos.  El número de víctimas, según el testimonio de un coronel retirado de la policía, estaría sobrepasando los diez mil. Este caso es sólo uno de los pocos escándalos en los que el expresidente, hoy aclamado en Colombia casi hasta el punto de la santificación, se ha visto involucrado, como también ha ocurrido con el partido al que pertenece, el Centro Democrático.

Ilustración de Christel Roelandt.

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