Puertas abiertas


Un libro es igual que una casa, nueva

en cada mirada, un libro es un continente.

José Saramago

 

El libro es una casa. Así, de una forma más majestuosa que la mía, lo compara Saramago; dice que no conoces una casa por el hecho de entrar y salir. Hay que ir de habitación en habitación. Verla con nuevos ojos para descubrir algo que se nos había escapado, dejar la vista de la rutina. Incluso, después de varios años, te topas con algo que no-estaba-ahí. Nunca terminamos de conocer el lugar en el que habitamos. Precisamos cerrar los ojos y caminar hasta una puerta, saber cuántos pasos son, dónde está el peldaño con el que nos tropezaremos. Verla desde otro punto de vista; intentar otro acomodo de muebles y descubrir que hay más espacio del que se pensaba.

Estas vacaciones quise ir con pocos libros para sólo prestar atención a ésos y para que no se maltrataran con el traslado. Tomé el que tenía en mi librero aplazado ya desde algunos años. Lo miré con cierto celo, temeroso ante la lectura que había querido para cuando estuviera más preparado. Ya me sentía capaz, había leído más de ese autor y era de lo poco que me faltaba. Era la hora. Tomé esa pequeña edición crítica que encontré en una librería de viejo y la eché a mi mochila. Pensé que iba a tener poco tiempo para leer, pero lo devoré rápido. Me quedé sin lecturas y aún no terminaba mi estadía en casa de mis padres. Fui al librero de la casa y vi los títulos que ya había leído hace algunos años. Tomé uno, Bajo las ruedas en una edición repugnante, y me puse a leerlo. A pesar de las erratas asquerosas y la mala traducción, me dejé llevar en esa relectura. Recordé cuando tenía catorce años y ese libro me había parecido difícil de seguir, pero que aun así me gustó. Me volví a embriagar ante la hermosura de esa historia; disfruté y sufrí de las pasiones y la sensibilidad de Hans Gieberanth; también me dejé llevar por el espíritu rebelde de Hermann, el poeta, y también me enamoré y sufrí por Emma. Recordé por qué estuvo entre mis favoritos por mucho tiempo. Me di cuenta de que ya no sabía con precisión cuál era el final y lo volví a descubrir con ojos nuevos. Había vivido más y veía desde otra perspectiva esa casa que se abría con nuevas puertas ante mí.

A los once o doce años, una edad llena de tropiezos, fue la primera vez que leí Las batallas en el desierto. Desde entonces, es al libro que siempre vuelvo. Todavía tengo la misma edición impresa en 2005 que le robé a mi hermana. Siempre me recuerda algo nuevo; cada vez que lo leo me siento diferente. A veces, lo observo desde un punto más crítico, veo a México y su problemática; cómo desaparece una persona y nadie se atreve a hablar de eso; cómo desaparece el mundo. Qué razón tenía Pacheco. Otras, las más frecuentes, caído en sentimentalismos, sólo presto atención al personaje y cada vez me conmueve ese niño llorando que corre por las calles de la ciudad de México en busca de Mariana. Todos amamos y todos sabemos del dolor. También están los cuentos que nunca dejo de leer, o los poemas que siempre tienen algo que decirme.

El abordaje de un libro siempre es distinto; depende de lo que haya vivido el lector, qué esté viviendo en ese momento, la atención que le preste. Una obra que antes nos pareció buena ahora nos puede parecer mala, también puede pasar a la inversa. Pero siempre van a existir esos libros que nos han acompañado y nunca nos dejan de gustar, esos autores que a pesar del tiempo nos susurran nuevos secretos. La primera lectura es apenas una labor de reconocimiento, un primer paso. Están los poemarios a los que volvemos y sólo leemos ciertos haikús que nos gustaron; aquella novela en la que nos brincamos esa parte que nos aburre en ese momento o ésa que tanto nos gusta y siempre devoramos; aquel libro de cuentos que leemos de forma azarosa; aquella Antología de Jóvenes Poetas Mexicanos —o cualquier otro título denigrante— a la que le robamos versos para leerle por teléfono a la amante en turno.

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