Tras leer el último capítulo de mi
novela, me dieron ganas de destruirla.
José Agustín
En Internet, hace un año, en mis horas de ocio, vi una convocatoria para una revista literaria. Acababa de cumplir una eternidad sin escribir. Antes, había terminado lo que llamé un «libro de cuentos»: una bella colección de once textos dignos como papel sanitario. De ahí, no escribí más. Me había dedicado más a leer, según yo. Traté de hacer un relato bajo la temática establecida para el número. No pude. Tenía la idea en mente. Desarrollándose. Conocía los personajes, sus nombres y sentimientos. La historia. Una estructura en la que cambiaba de narrador y tiempo. Algunos bosquejos. El estilo. Las ideas caían durante la noche. Al bañarme, fluían seductoras las musas; al intentar dormir. Pero me sentaba a escribir y me salía espuma.
En esos días, entraba a clases a las siete de la mañana y salía a las nueve de la noche. Llegaba a las diez y media a la casa. Hacía uno que otro deber de rutina y quedaba sin tiempo libre. Apenas y leía. Empecé el cuento una vez. Fue un caos. No imprimía el tono que le quería dar; la historia no se deshacía a mi gusto. Así, pues, tomé la decisión de hacer un proyecto de microficción bajo esa temática. Resultó algo bastante extraño y lo mandé a la revista.
En ese momento creía, sin titubeo, que el dictamen iba a ser positivo. (Maldito ego.) Cada día revisaba mi correo con la seguridad de que iba a llegar la respuesta donde diría que lo iban a publicar. Pasó el tiempo y nada. Empecé a revisar debajo de la puerta de mi casa, pensando que quizá me mandarían el dictamen por correo postal, a la antigua. Nada. Alguno que otro día volteaba al cielo pensando que podría llegar en una paloma mensajera. Qué sé yo, dicen que los escritores están muy locos. «Tal vez así es el mundo editorial», divagué. Pensé que,quizá, no habían encontrado mi domicilio y fui a preguntar a las oficinas de correos. Nada. Pregunté a mis vecinos si no habían visto que dejaran algún sobre bajo mi puerta o alguna paloma preguntando por mí. Ya estaba empezando a desesperarme.
Después vi, en la página de Facebook de la revista, una fotografía con la lista de seleccionados. Ahí estaba el nombre de mi cuento y el mío. Me puse tan feliz. Invité a todos mis amigos —dos— a ir a un bar para festejar. Dijeron que tenían tareas. No tenían tiempo para eso. No me importó. Festejé yo solo. Nada podría amargar ese momento. Compré una botella de tequila y la bebí en mi cuarto. Al día siguiente, desperté crudo y sin dinero.
Me invitaron a que leyera el cuento en un café del centro histórico. Fui a la presentación con mis mejores ropas. Puse cara solemne y leí con mi voz aniñada. Al final, aplaudieron e inflé el pecho. No cabía de gusto. De ahí, salí a la calle, esperando que me pidieran autógrafos o fotografiarse conmigo; que las señoritas lloraran de la emoción y me dieran sus números telefónicos sin siquiera pedírselos; que los caminantes me voltearan a ver sorprendidos, como quien mira a un sabio escritor. Imaginé que todo sería diferente; que me llegarían cheques de grandes editoriales para anticipar los derechos de autor de mis próximas obras. Y nada.
La gente no me reconocía en la calle ni me pedía autógrafos. Pensé que todo se debía a su ignorancia; que, a lo mejor, cambiando de ambiente, las cosas cambiarían. Me puse mi mejor corbata y mi camisa de lino. Rondé los principales cafés de la ciudad, en los que hacen presentaciones de libros. Pensé que estando entre personas intelectuales todo sería diferente. «A lo mejor me convertí en un escritor de culto; mi obra debe ser mucho para los mortales comunes.»
Revisé distintos suplementos literarios, esperando reseñas de mi cuento, o, ya de menos, que se le mencionara. Nada.
La situación se volvía insoportable. Recordé que había leído que los escritores de ahora deben ser autosugestivos. Que ellos mismos deben promocionar su obra; que es algo difícil y banal pero necesario, a fin de cuentas. Por lo tanto, puse en mi Facebook que trabajo como escritor, empecé a publicar citas de libros que nunca he leído e hice un gafete con letras grandes que decía «Soy Fulano de Tal, escritor de Tal Cuento». Le puse brillitos y letras de colores llamativos; salí a la calle con el pecho inflado, listo para ser avasallado por la farándula. Y nada. Lo más que logré fue que voltearan a verme con extrañeza.
Anoche, mientras revisaba los textos que he escrito, estaba recordando eso. He escrito más cosas. El disco duro de mi laptop está lleno de tonterías. También, caí en cuenta de que ya he publicado más cosas; algunas han sido leídas y comentadas de forma generosa, cosa que agradezco. Pero no. Esto no es lo mío. Anoche recordé eso y me puse a llorar. Ya estoy cansado de esta actividad burocrática, quiero actuar en una telenovela.