por Julieta de Icaza
Era ya entrada la mañana cuando el sol empezó a calentar el tronco del árbol. La maraña de edificios y de cables de luz impedían que los primeros rayos de la madrugada le llegaran, condenándolo al frío del concreto hasta medio día. Cuando por fin el calor empezaba a desagarrotar sus extremidades, las pocas horas de calma del día ya habían pasado y legiones de turistas se abarrotaban frente a él, tomándole fotos, haciendo sonar la campana del templo para divertirse e ignorando la explicación que los mismos guías de siempre repetían de memoria: “En este árbol está consagrado Kami Sama, por eso pueden ver la cuerda con nudos ceremoniales que lo rodea, para marcar el espacio sagrado que habita”. Los turistas se abrían paso hasta el frente para admirar las bellas e imponentes ramas que se erguían hacia el cielo desde hacía cientos de años. Un niño gordo jaló la cuerda ante la mirada aterrada del sacerdote quien lo detuvo al tiempo que buscaba inútilmente a la madre en medio del océano de gente. Kami Sama sintió el tirón con molestia y miró agradecido al sacerdote, pondría especial atención a sus rezos durante la siguiente ceremonia.
El guía de turistas siempre trataba de contar la siguiente parte con especial emoción: “El espacio dentro de los santuarios shinto es espacio sagrado, aquí, con nosotros, habitan los dioses y el árbol que ven ante ustedes, tiene poder divino”. Las reacciones a ésta frase variaban, a veces eran de apatía o cansancio, a veces los turistas se inspiraban lo suficiente para tomar fotos y robar la frase para crear un nuevo hashtag y Kami Sama, desde su árbol, lo veía todo con hastío: #conlosdioses #sacredexpirience #livelovetravel. La misma foto, la misma pose, el mismo ruido, los mismos camiones que todo el día, todos los días traían y llevaban a las mismas personas con distintos rostros. Las mismas personas que hacían sonar la campana para pedir su atención y después no pedían nada, o pedían cualquier cosa y de nuevo posaban meditativos frente al altar del árbol para después darle la espalda y quitarle su atención, y Kami Sama todos los días les daba la bienvenida, posaba con ellos, se quedaba muy quieto para la foto, intentaba oír sus deseos en medio del ruido atronador y cumplía aquellos que lograba escuchar: “Que el resto del viaje sea increíble” hecho, “que no llueva cuando vayamos a la playa” hecho, “Que nos toque nieve en el próximo templo” hecho, “que los cerezos florezcan antes de que nos vayamos” hecho. Y así, todos los días hasta caer la tarde, Kami Sama trabajaba en medio de una marea incesante de gente y de idiomas, que lo veían sin mirarlo y jugaban a lo sagrado por unos momentos.
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Una mañana, al amanecer, notó un delicado pétalo rosa caer muy lentamente desde sus ramas. Miró hacia arriba y vio la poca luz del sol filtrarse entre los botones de sus flores e iluminarlo con un ligero filtro cálido de primavera. Así como los botones se abrían, empezaban muy lentamente a caer y a bailar suavemente hacia abajo en la brisa. A pesar de la belleza del momento, Kami Sama suspiró, resignado a lo que desde hace unos años venía cada primavera junto con los cerezos.
Aún no estaba terminando de formarse la suave alfombra de pétalos rosados en el patio del templo cuando ya miles de zapatos las pisaban. El humo de los camiones ennegrecía su tronco y la voz de un megáfono que trataba de implorar a los visitantes que guardaran la compostura, sonaba constantemente.
Kami Sama se resignó y posó para las fotos, dispuesto a trabajar. “Que la lluvia no se lleve las flores este año” hecho, “que salga el sol para que podamos hacer picnic” hecho, “que no me den alergia las flores” hecho.
“En este árbol está consagrado Kami Sama, por eso pueden ver la cuerda con nudos ceremoniales que lo rodea, marcar el espacio sagrado que habita”, la voz del guía salía del megáfono tratando de reclamar la atención de los visitantes. Un niño gordo jaló de la cuerda y Kami Sama sintió el tirón, el sacerdote del templo lo regaño horrorizado y mientras buscaba por todos lados a la madre, la madre gorda, posaba frente al árbol.
Kami Sama, a pesar del doloroso tirón se mantenía inmóvil, esperando a que tomaran la foto. El marido trataba de apartar a los demás visitantes para que la madre pudiera tener una foto con #serenidadoriental y #divinexperience. El niño corría por los barandales del templo, con los sacerdotes detrás y la madre se frustraba más y más pues no lograban tomar una foto sin “molestos turistas” .
“El espacio dentro de los santuarios shinto es espacio sagrado, aquí, con nosotros, habitan los dioses y el árbol que ven ante ustedes, tiene poder divino”, el guía de turistas luchaba por no tropezar entre los empujones y la madre, frustrada por no lograr su comunión divina, tomó la navaja suiza de su esposo, y con mayor agilidad de lo que su tamaño sugeriría, cortó un pedazo de la cuerda que rodeaba el árbol, la metió en su bolso y se fue a comprar amuletos de llavero mientras el sacerdote trataba de sacar a su hijo del altar de las ofrendas.
Kami Sama se sacudió de dolor, una lluvia de pétalos cayó al suelo y los visitantes felices alzaron las manos al cielo para atrapar alguno y meterlo a la cartera. La cuerda seguía atada a él, pero uno de los nudos había desaparecido y podía sentirlo en el bolso de la mujer.
En medio del dolor, podía escuchar a la mujer regañar a su hijo, quien le aventaba puños de pétalos rosas a la cara, la escuchó caminar hacia el estacionamiento y se sintió a sí mismo subir al camión con ella y alejarse más y más del templo, mientras al mismo tiempo seguía escuchando al guía de turistas repetir su explicación y veía cientos de manos levantadas para recoger sus pétalos, pues ahora, incapaz de seguir posando para las fotos, se sacudía de dolor, como si sus ramas cedieran ante el viento incansable de alguna tormenta, haciendo caer una lluvia suave y rosa que encantó a los turistas y llenó de fotos y videos sus redes sociales.
Aquella noche, perturbado por el dolor y la incertidumbre, no pudo dormir ni en su árbol del templo ni en la maleta de la señora gorda. Llegó la mañana y mientras el sacerdote barría las flores pisoteadas trató de llamar su atención con un débil movimiento de sus ramas que se perdió entre la brisa matutina. El sacerdote, apurado a terminar sus rituales antes de que llegara la gente, se fue rápidamente sin notar el nudo faltante en la cuerda, mientras que dentro de la maleta de la señora gorda Kami Sama también se alejaba, de camino al aeropuerto rumbo a una gran ciudad al otro lado del mundo.
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Para cuando llegaron los turistas estaba ya exhausto, pues llevaba varias horas de vuelo en una maleta apretada y sin aire, por lo que sus flores empezaban a marchitarse antes de iniciar su baile vertical hacia el suelo. “En este árbol está consagrado Kami Sama, por eso pueden ver la cuerda con nudos ceremoniales que lo rodea, para marcar el espacio sagrado que habita”. Los turistas se abarrotaban ante él, se tomaban la foto iban hacia la campana del templo y pedían: “Que caiga nieve para que nos toque ver los cerezos con nieve” hecho, una tormenta de nieve cayó sobre el océano confundiendo al piloto y a los pasajeros del vuelo en el que viajaba Kami Sama. “Qué frío hace en éste avión, ojalá estuviera más calientito”. Hecho, la temperatura subió un par de grados en el templo, causando una chubasco de verano a mediados de marzo que se llevó la mayoría de las flores. “Que mi novio me quiera mucho para siempre”. Hecho, los pilotos del vuelo, en medio de la inesperada tormenta de nieve, se confesaron un amor apasionado del que llevaban varios años sin atreverse a hablar. “Ojalá se apuren en traernos la comida” .Hecho, las cosechas de otoño llegaron meses antes y muchas de ellas se pudrieron pues los granjeros y campesinos no estaban listos para recogerlas.
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El avión llegó a la enorme ciudad y Kami Sama terminó rápidamente olvidado en un cajón del departamento de la mujer gorda. Desde ahí escuchaba millones de voces al mismo tiempo, todas ellas deseando algo, todas ellas preocupadas, muchas de ellas infelices. Asustado y confundido trataba de aferrarse a su deber y se desvivía atendiendo a deseos que, en medio del caos, terminaban por cumplirse al otro lado del mundo.
Con cada deseo equivocado, las consecuencias se hacían cada vez más grandes.
Llegaron lluvias torrenciales e incendios abrazadores. Las enfermedades plagaron la tierra y una cadena de sucesos aparentemente improbables pero ciertamente aterradores fluyeron uno tras otro hasta que, al final, los climas se invirtieron, las estaciones cambiaron de hemisferio, y el pobre Kami Sama, agotado, temblaba en la oscuridad del cajón y movía sus ramas para pedir ayuda en medio de los mares de gente.
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En el templo, los humanos seguían deseando cosas que aquél Dios agotado usaba sus últimas fuerzas para cumplir. “Que no haga frío en la playa”. Hecho. “Que nos divirtamos mucho”. Hecho. “Que termine bien el viaje”. Hecho. Un niño gordo jaló uno de los nudos de su cuerda y Kami Sama sintió el dolor del tirón mientras el sacerdote regañaba al niño al tiempo que buscaba a la madre. Agotado, sus ramas se desvanecieron y sus flores terminaron de caer. “El espacio dentro de los santuarios shinto es espacio sagrado, aquí, con nosotros, habitan los dioses y el árbol que ven ante ustedes, tiene poder divino”. Pero el Dios ya no estaba, había muerto de cansancio. Los turistas, sin sospechar nada, tomaban fotos a las ramas marchitas mientras los días de este mundo se terminaban.
Julieta de Icaza. Tengo 30 años y soy egresada de la licenciatura en Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Tengo una Maestría en Artes por la Universidad Seika de Kioto y actualmente soy candidata a doctorado en la Facultad de Estudios del Manga en la Universidad Seika de Kioto. Mis temas de investigación se relacionan con la representación de las emociones y los afectos en la animación japonesa.