…es una dulzura saber que no se amará nunca menos, que uno no se consolará jamás, que se acordará cada vez más.
Marcel Proust
I
Los juegos de gestión de recursos nos regalan la dulce sensación de tener las cosas bajo control. O al menos la fórmula para controlarlas. La suma de varias acciones da como resultado algo concreto y útil que se traduce en avance. Dichas acciones, a su vez, nacen de la despreocupada repetición de una tarea bien aprendida. Claro que todo se puede salir de control: las cosechas de tus ciudadanos se pueden pudrir, los reclusos que cuidas pueden amotinarse, los peces que alimentas pueden morir de inanición. Las consecuencias de un descuido dependerán de la saña de cada desarrollador, pero también de su avaricia, pues a veces es imposible avanzar si no inviertes dinero real para sustentar tu gusto virtual, y la suma requerida va aumentado a cada nivel.
Generalmente estos juegos no acaban por su propia cuenta, sino que se abandonan, porque la apacible monotonía, tan relajante en un principio, termina por aburrir al creador del mundo tan diligentemente gestionado. Así, poblados, peceras, zoológicos, equipos deportivos, y demás terminan en silencioso abandono, paralizados en el tiempo, a la espera de un dios más bien ocupado que ya ha descargado otra cosa. Desde mi limitada perspectiva como jugadora, el panorama pinta a que estos juegos no resulten trascendentales ni incidan en alguna concepción de nuestra existencia; quizá sean el punto de partida para un buen administrador de profesión, pero poco más. Por ello, cuando un desarrollador puede tomar esta propuesta tan aparentemente básica, y usarla para hacernos vivir la muerte y su duelo, con todos los bemoles del dolor, vale la pena detener el frenesí cotidiano y preguntarnos qué pasó.
Spiritfarer es un videojuego desarrollado por el estudio canadiense Thunder Lotus Games y lanzado en 2020. Tomando en cuenta que es un juego indie de gestión de recursos que no contó con demasiada publicidad, y que aborda temas incómodos y hasta escabrosos, podemos decir que su recepción fue un éxito constante y sonante. Tu personaje se llama Stella, y la aventura comienza heredando el puesto de un malhumorado Caronte, el barquero encargado de llevar a las almas a Everdoor, es decir, el más allá. Se podría decir que es un principio precipitado: no sabes quién eres ni por qué fuiste elegida para una tarea tan oscura. Lo único que tienes por seguro es la leal compañía de tu gato, Daffodil, un mapa que se expande conforme navegas, y la posesión de una herramienta mágica conocida como Everlight. Además, para cumplir con la misión que te fue concedida, resulta indispensable que desarrolles conocimientos básicos de cocina, pesca, serrería, herrería e hilado, junto con una que otra habilidad mágica, y que con esto resuelvas problemas cotidianos y encargos de tus tripulantes. El trabajo bien hecho trae como recompensa expandir el mapa, obtener más misiones y saciar tu curiosidad, pero resulta que también es una trampa, porque avanzar conlleva la inevitable partida de los espíritus que te acompañan. Spiritfarer te pide que construyas para derrumbar, que recuperes para volver a perder, y te hace consciente de que recordar no es vivir de nuevo.
Dramático como suena, el juego en realidad no tiene ninguna violencia escénica. Los espíritus que vas encontrando resultan ser familiares, amigos y conocidos que, en su mayoría, te recuerdan con mucho amor. Gracias a ellos, sabes que tú, Stella, fuiste enfermera en el área de cuidados paliativos. Dado que no hay una fórmula general para hacer felices a todos los pasajeros del barco, pues cada uno tienen sus manías, preocupaciones y hasta formas particulares de abrazarte, tienes que ir aprendiendo sus particularidades y adaptándote a sus ritmos y exigencias, lo que da aún más fuerza al vínculo que se construye con ellos.
Tu primer pasajera, Gwen, por ejemplo, pasa sus días en el barco atormentada por la mala relación que tuvo con su familia, especialmente con su padre. Acostumbrada a la frivolidad y el abandono, sus brazos casi siempre están cruzados al frente, cerrándose al mundo que le rodea, por lo que los abrazos la toman por sorpresa, paralizándola brevemente, pues no sabe cómo responder a una muestra de cariño. Caso diametralmente contrario es el de Stanley, un vivaracho niño de ocho años que responde a tus abrazos rodeándote con sus cuatro extremidades con un salto de felicidad. Claro, vivaracho hasta que recuerdas que lo llevas al más allá a pesar de sus esfuerzos por ser un superhéroe. La verdad es que todos los tratamientos que lo mantenían con vida han fallado, y teme haber decepcionado a su madre con su muerte. Porque el cáncer, la demencia, las enfermedades degenerativas, la vejez, la enfermedad mental y el suicidio son también tus pasajeros: protagonistas discretos, pero poderosos.
La condición que cada espíritu pone para subir a la embarcación es que se le construya una casa que vaya acorde con sus necesidades prácticas o que replique el hogar que habitó en sus años más felices. Posteriormente vienen las mejoras: un mueble nuevo para almacenar sus pertenencias, un par de cortinas para adornar la sala, un sofá para descansar. Aunado a tu labor de contratista, también haces las veces de mensajera, investigadora privada, buza, psicóloga y, quizá lo más importante, cocinera, pues cada tripulante tiene un platillo favorito específico y hay que descubrir cuál es y cómo elaborarlo. Llama la atención que lo que podría considerarse tu punto más fuerte como enfermera, la atención a la salud física, no tiene ninguna utilidad práctica en esta aventura donde se transita de la vida a la muerte: el malestar físico ha desaparecido por completo, nadie sufre dolor corporal, pero todos padecen las llagas de sus emociones, el reflujo de sus recuerdos, la mutilación de un pasado sin solución. Stella no puede ejercer aquí las funciones y cuidados prácticos que tan bien conoce, sus cuidados son emocionales: los espíritus deben encarar sus miedos, aceptar sus errores y separarse de sus traumas, y necesitan de su capitana para conseguirlo.
Pero, de nuevo, el dramatismo de todo lo descrito nunca es visualmente tangible, porque Spiritfarer es un juego diseñado para ser bellísimo en todas sus dimensiones. La paleta de colores se decanta por tonos pastel que generan una sensación de calma y bienestar; las aventuras cotidianas incluyen lluvias de meteoritos y cacerías de truenos que llenan el ambiente de emoción, pero que se combinan con la belleza propia de la naturaleza; la música presenta arreglos tan memorables y llenos de sentimientos que, al escucharla en el día a día, te percibes inmerso en el ambiente del juego. Todo esto se apoya de lo que, ya establecimos, es una narración bella, pero llena de interrogantes y cuestionamientos a la naturaleza humana. La travesía de Stella es tan simple, llana y titánica como la nuestra: conocerse a sí misma por medio de los otros.
II
A diferencia de los muchos juegos de gestión de recursos con los que he ocupado mis horas libres, Spiritfarer sí está encaminado a terminar: los tripulantes se marchan y llegan otros nuevos, pero la procesión se va tornando más discreta hasta extinguirse. Desde hace un mes, en mi barco sólo habita un espíritu obsesionado con los juegos de rol, y con el cual coincido muy poco. Estoy rodeada de casas rebosantes de recuerdos, pero carentes de propietarios. No puedo demolerlas, porque las necesito para generar recursos de vez en cuando. Tampoco puedo esconder sus contenidos. En mis días más activos, cambio la estructura de mi barco, muevo de lugar todas las construcciones, y dejo esos cascarones inermes lejos de mi vista. Le doy prioridad a la herrería, las granjas, los sembradíos (sí, todo eso cabe en un barco), y me enfoco en tareas prácticas que me ayuden a terminar mi aventura. Pero la ausencia, oh ironía, sigue presente. Me siento sola. Busco a mis tripulantes porque quiero servirles sus platillos favoritos, escuchar sus historias, darles un abrazo… pero ellos ya no están.
Quizá sea éste el logro más grande de Spiritfarer: experimentar la pérdida de manera orgánica. No presionamos F para mostrar nuestros respetos y seguir adelante. No vemos a los fallecidos quedar tirados en el piso y desaparecer como si se transportasen a otra dimensión. No se marchan por su propia cuenta. No. Cuando ellos lo piden —de forma directa, “Estoy lista”; otras titubeantes, “¿Nos podemos ir ya?”—, zarpamos hacia un brillante mar color sangre, rodeado de un follaje dorado, hasta llegar al puente que conecta ambos mundos. Parecería que en Everdoor siempre es otoño; las hojas no paran de caer, pero los árboles no se extinguen nunca: la continuidad enmarca este espacio de adioses y bienvenidas. El trayecto se hace en un discreto bote donde sólo hay lugar para el remero y el espíritu. Éste último se mantiene de pie, contempla el horizonte, se vuelve hacia su guía, titubea, guarda silencio, habla, calla, vuelve a hablar. ¿Cómo nos comportaríamos nosotros si supiésemos que marchamos a un punto sin retorno?
Stella no tiene diálogos. Los espíritus mantienen largas conversaciones con ella, e incluso responden a sus preguntas, pero lo único que le queda al jugador es imaginar qué dijo su personaje, o más bien, lo único que le queda al jugador es rellenar la narración con su propia experiencia del juego. Más allá de una historia de vida ya definida, la cual debemos descubrir poco a poco, y una gama de reacciones predeterminadas para cada situación (rostro de felicidad y fastidio, sonidos de sorpresa y alegría, gestos de impaciencia y asombro), Stella es una página en blanco que debemos rellenar. No estamos obligados a cumplir con las tareas que van surgiendo en la travesía, mucho menos a llevar a los espíritus a Everdoor. Si alguno nos agrada particularmente, podemos retenerlo de manera indefinida simplemente ignorando su petición de marcharse. Así continuará en nuestro barco, recibiendo sus platillos favoritos, dándonos abrazos, procurando nuestra compañía, y aunque quizá no avancemos más, tampoco perderemos nada, y viviremos en esa fútil satisfacción de tenerlo todo en orden. Pero claro, el espíritu seguirá decayendo en su ánimo, porque su deseo es marcharse y dejar ir es todo, aunque duela más que ninguna otra cosa, aunque queramos repetir, una y mil veces, por favor, por favor, no te vayas.
III
Uno pensaría que un juego que habla tanto sobre la muerte —enmarcándola en un escenario tan estético y cuidado—, lanzado en un año tan funesto como el 2020, donde morir se volvió escandalosamente real, sería recibido como una bofetada. Para muchos, los peores escenarios se hicieron realidad, los planes de contingencia fallaron, y los castillos de naipes se derrumbaron. El director creativo de Spiritfarer, Nicolas Guérin, así como su equipo, era muy consciente de lo delicado de esta situación, por lo que la enérgica y amorosa recepción que tuvo el juego resultó ser una sorpresa llena de alivio. En el documental Spiritfarer Documentary – A Game About Dying, aborda el tema de las reseñas, las cuales coinciden en que es un juego que lastima profundamente, pero que resulta ser catártico tras una pérdida reciente. Para muchos dolientes, a quienes el COVID les arrancó la oportunidad de despedirse de sus seres queridos, el juego fungió como una segunda oportunidad. Mínima, tal vez, pero necesaria.
Para mí, Spiritfarer no representó un encontronazo con la pandemia y sus estragos más álgidos. Lo descubrí en 2021, cuando el terror parecía haberse amortiguado un poco y la normalidad relativa se hacía presente. Desde el inicio aprecié su belleza, el cuidado de la animación y, sobre todo, la música, pero no me veía demasiado involucrada con la dinámica de amar y perder, quizás porque el primer personaje, Gwen, me era indiferente. Pero luego apareció Summer. Y Gustav. Y Alice. Un gesto. Una manía. Una forma particular de abrazar. O de enseñar. Hasta de regañar. Me encariñé con ellos y los tuve que dejar ir. Quedaron sus casas. Sus eventos especiales. Sus enseñanzas. Sus historias. Evité llevarlos a Everdoor; incluso me lo tomé personal cuando me pedían marcharse, ¡después de todo lo que había tenido que viajar para construirles lo que me pidieron! Ingratos todos. El peor fue Gustav, ni siquiera dijo adiós.
Fue justamente ver cómo las casas quedaban vacías y el barco solo lo que me llevó a mi propio encontronazo. Hace doce años y dos días murió mi abuela. Ayer, en un descuido más bien idiota, rompí la tapa de cristal de una olla que nos regaló. ¿Qué hago ahora con estos pedazos que ya no son instrumento de nada, pero que lo son todo para mí? Están en una bolsa de papel que seguramente pretendo guardar hasta que me fastidie de mi propio optimismo. Como si atesorar cada objeto con el que interactuó me fuese a llevar a reconstruirla. En los cajones está su suéter, en cuyos bolsillos sigo guardando los pañuelos desechables que siempre llevaba por si hacía falta. En mis diarios aún le escribo a ella. Agosto sigue siendo su mes: en él nació, en él murió. Multiplico las señales de su existencia en los detalles menos obvios porque ella, como hecho irreparable e innegable, ya no existe. Queda su casa, pero la han vaciado del todo. Partió ella y llegó a sus hijos la necesidad de cambiarlo todo: futuromanía.
Ella tampoco dijo adiós. Ni yo a ella. La iban a operar y yo esperaba verla en un mañana que no llegó nunca. Murió en domingo, temprano. Qué ingrata la muerte, levantar a alguien en su domingo con la noticia de que se ha quedado sin lo que más ama. La enterramos un lunes nublado. No he vuelto a visitar su tumba en doce años. Si la buscase, no sabría llegar. Me perdería en ese mar de lápidas, pero no tengo barco ni mapa para sortearlo. Tampoco es que quiera hacerlo.
Llevo un año jugando Spiritfarer, no porque sea difícil, sino porque no he querido terminarlo. Me doy ese gusto, alargar un algo que disfruto inmensamente porque me encuentro ante esa materia prima que compone al duelo y su carácter discontinuo, la cual no tiene que ver con el dolor ni el sufrimiento: el agradecimiento. Qué feliz coincidencia encontrar a Summer justo cuando necesito aprender a cultivar semillas. Qué feliz coincidencia contar con Gustav para que haga reparaciones al bote. Qué feliz coincidencia que Alice me deje usar las ropas de su closet. Qué feliz coincidencia haber nacido en el momento justo como para compartir diecisiete años con una mujer que me ama tanto. Y en qué curioso punto me encuentro ahora: encontrar en el recuerdo una dulzura que no conozco.
¿Quisiera que el juego no terminase? No. Sé que la aventura de Stella es tan finita como la mía. Sé que los desfiles de pérdidas, la intensidad del deterioro y el desgaste no terminan hasta que yo lo haga. Y sé que el final no hace excepciones —a veces hasta creemos que se adelanta, aunque nunca nos haya dado fecha de llegada—. Si no he dado ningún detalle de la historia de Stella, es porque cada quien necesita descubrirla según su propio contexto. Por mi parte, me encuentro ya con los últimos dos personajes del juego. Una vez se marchen, yo misma deberé guiarme a Everdoor. Quizás, antes de hacerlo, contemple largamente el cielo nocturno, donde las estrellas perfilan a todos mis amados tripulantes.