por Beto Fong
Son aproximadamente las tres de la madrugada y en algún lugar, dentro de una habitación, R. sigue despierto. Ha mantenido correspondencias electrónicas con un grupo reducido de gente, hablando de temas que carecen de importancia; la poca que pudieron haber tenido inicialmente, se ha desvanecido con el transcurrir del tiempo. Después de encender un cigarrillo, intenta leer poesía. Observa entre líneas. El sudor de sus dedos hace que el filo de las páginas se adhiera a sus yemas. Con una vaga esperanza y un gesto similar a la náusea, intenta hallar algo, bien la inspiración o bien conciliar el sueño. Se logra el segundo objetivo: tras unos minutos, se mira frustrado y se desvanece ante la almohada. Sueña con un apóstol que viste una túnica carmesí, sentado de espaldas a su mesa, lee un artículo en una lengua que cree desconocer. Es, como la gran mayoría de pesadillas, un sueño recurrente. Al acercarse a mirar el rostro despierta del sueño, exaltado. El artículo contiene imágenes que R. considera sacadas de cualquier novela policíaca. Él sabe que esa figura le es familiar, sabe, además, que en cuanto mire el rostro, hallará algo similar a una epifanía. El insomnio lo persigue, el médico le receta somníferos. Con el paso del tiempo y la misma pesadilla acechándolo, R. se vuelve adicto a las píldoras. R se ha considerado siempre un desdichado y pretende llevar la vida que un desdichado merece, con todas los excesos y tragedias que hacen honor al nombre.
En aquel tiempo, contando con los años suficientes, creyó haber conocido a la mujer de sus sueños. Como todos los hombres de edad suficiente, se aferra al amor. Un amor frenético, sentado en las bases de la ficción. Nadie advierte nada, pero él conoce las consecuencias. Cree ser lo suficientemente conciso y se entrega a un abismo sin mesura. Tras una serie de discusiones, el amor se intoxica. Las disputas incrementan, la comunicación entre ambos decae de forma considerable. Naturalmente, la relación fracasa. Como todos los seres en proceso de desamor, se resigna. Decide, aunque inseguro, continuar con su vida. Se rehúsa a olvidar. Meses después anhela un reencuentro que no se concreta. Borra cualquier posible idea de contacto, no sin antes hacer una última llamada buscando una despedida o como posible reconciliación. Nadie contesta. Posteriormente, recuerda las épocas felices como una forma de incentivo, como una vía de escape. Su vanidad aumenta, se torna en una defensa contra las insatisfacciones. Al mirarse al espejo, cae en cuenta que ya no es el mismo. R. nunca se reconoció en su reflejo, siempre se fue ajeno; esta vez, veía una imagen escueta e imperceptible, todavía más distante y ausente, una imagen más apegada a la realidad que desconoce, su realidad.
R. es ahora un hombre de casi cuarenta años con responsabilidades ridículas que bien podrían reducirse a trabajar y no morir de hambre o frío. R. es oficinista, oficinista en la cadena de periódicos. Los rasgos personales son intrascendentes ya por su vaguedad o por su condición lamentable: sus padres han muerto recientemente en un accidente aéreo mientras viajaban a La Plata y su única hermana, sumida en una desesperación narcótica, desapareció en los Estados Unidos. Alguna vez recibió un mensaje de voz pidiendo ayuda. Aunque regresó la llamada infinitas veces al mismo número, jamás halló respuesta. La prosodia en la voz de su hermana le causa numerosos ataques de pánico que satisface con su adicción a los calmantes. En sus tiempos libres –casi todo el día– visita cafés modestos y librerías de uso. Su postura económica no es trágica, pero invierte su diminuta fortuna en literatura rusa y latinoamericana que nunca concluye, además de numerosos relojes que extravía con frecuencia y demás objetos nimios que los proletariados clasemedieros, viéndose de manera absurda como burgueses, suelen adquirir. Se puede advertir, entonces, que más que un personaje con vida desdichada, R. es desolado. Ha encontrado en bares y cafeterías una tripleta de mujeres a quienes les dobla la edad y lo conmueven. Por cuestiones que no logra comprender, sus escarceos amorosos están condenados a una sentencia letal. Usualmente, las cita en restaurantes para disfrazar la perversión. Cuando el deseo fluye, R. ofrece siempre su departamento. Acaricia a las mujeres y siente una pasión que le avergüenza. Aunque no es un mal amante, nunca logra quedar satisfecho. Con frecuencia se cuestiona acerca de su trascendencia.
Un amigo cita a R. en un restaurante cerca del centro de la ciudad. Seis treinta. Mira el béisbol mientras platica con una mujer que R. considera atractiva. La llamada se corta y ninguno de los dos intenta reconectar. Esta situación amorosa jamás volverá a retomarse. En un viejo tocadiscos, reproduce un doce pulgadas de Liszt. Mientras suena la campanella, llegan a su mente recuerdos de su estancia por Buenos Aires. El frío invernal, aquella bufanda plegada en el cuello, la habitación cálida después de un día exasperado con lotes de paquetes de comida congelada, siempre le brindaban satisfacción. Su viaje fue pleno, no hay motivos para un posible retorno: libros, discos (entre esos, el de Liszt, pieza que él considera bellísima), un par de fotografías y un idilio bien concluido son los recuerdos más contrastantes en la memoria. R. sube el zip, abraza un abrigo y se dispone al encuentro. Mientras anda por la calle, observa a una pareja de jóvenes homosexuales discutir. Si la condición de ambos no pareciera lo suficientemente atractiva al morbo general, deciden reñir en medio de la calle, con gritos exagerados y ademanes sobreactuados. R. los mira durante unos segundos del otro lado de la acerca. La pareja se percata del espectador. Uno de ellos, contacta visualmente a R., parece examinarlo. El espectáculo se ve concluido con la llegada de un oficial de policía exigiendo orden público. R. empieza a andar.
Al llegar al restaurante, se encuentra solo. El sitio, por demás de buen parecer, parece un escenario de cine de terror de bajo presupuesto. Toma asiento, el tiempo se escurre. Pide un whiskey que le parece pésimo pero que bebe tras sentir la obligación que nace después de haberlo pagado. Sin sobresaltos, entra por la puerta principal N., su vieja compañera. R. se sorprende más por la apariencia física decaída de su amante que por su repentina aparición. Se siente traicionado por su amigo, pero no planea venganza ni reproche, simplemente, permanece sentado. N. toma asiento delante de él. Conversan. Piden el platillo más barato acompañado de vino para amenizar el encuentro. R. nota en el rostro de N. que, por razones que sólo puede estimar, N. es una mujer desesperada, una mujer verdaderamente desdichada. Mientras R., finge escuchar a la mujer, entran por la puerta la pareja de homosexuales. Uno de ellos parece reconocerlo y le fija la mirada en recriminación. Él ignora la situación, pero tras unos momentos el ambiente se vuelve inhóspito. Después de diálogos forzados, deciden retirarse. N. saca su billetera y paga la cuenta, R., sin culpas, acepta la propuesta.
Mientras caminan por la calle, hablan acerca de literatura norteamericana. Después de desgajar la generación perdida, N. insinúa la idea de acompañar a R. a su apartamento. R rechaza la opción, N. insiste. Después de pensar, aunque no con detenimiento, las posibles consecuencias, acepta. Al llegar a su departamento, toman asiento y conversan acerca del tiempo perdido. En cuanto N. está dispuesta a marcharse, R. cae en cuenta que es posible jamás volver a verla. Hacen el amor con la familiaridad que tienen dos cuerpos después de haberse conocido antes, apasionado, pero insatisfactorio. Después del acto, N. parece sentir cierto resentimiento hacia su compañero. R ignora la actitud de su amante, se levanta por un vaso de agua, en cuanto vuelve, N. está dormida. En la búsqueda del sueño, R. busca la idea del amor. Por más que quiere aferrarla al pecho, a una nostalgia tenue el amor siempre escapa. Comprende que, lo que alguna vez sintió por N., finalmente está quebrado. R. duerme y sueña con el monje y la túnica escarlata. Esta vez, puede mirar el rostro. No hay trampas, no hay motivos para un posible escape, sólo en la habitación el monje, R. y el periódico. Al acercarse, puede vislumbrar la expresión serena de su hermana desaparecida, sólo así, las cosas quedan demasiado claras. Despierta atormentado y mira la silueta desnuda de N. de pie frente al balcón. Retoman el sexo por la mañana. N. pide dinero a R., no sin antes dejarle su número. Naturalmente, R. otorga la cantidad solicitada por N. y se pregunta, más motivado por el deseo y la soledad que por una verdadera convicción, si es posible continuar el viejo romance. Los días siguientes, R. logra dormir, la pesadilla se ha desvanecido. Él no lo sabe, no tiene tiempo para pretensiones: su destino es bastante explícito. En un acto esperanzador, se decide a marcar a N. Nadie toma su llamada. Jamás vuelven a encontrarse.
Ilustración: “MS. Found in a Bottle” por Hermann Wögel, 1884