Una mancha de tinta: 6 poemas de Charles Simic



La falta de pretensión, el humor y la agudeza para encontrar verdades resonantes en las pequeñas cosas fueron las cartas de presentación de Charles Simic, poeta serbio-estadounidense que falleció el día de ayer a los 84 años.

Nacido en Belgrado, Simic pasó sus años formativos entre las convulsiones de la Segunda Guerra Mundial y la instauración del régimen de Tito en Yugoslavia, condiciones que forzaron la migración de su familia. Su padre partió a Italia en 1944 y luego a EE.UU., pero Simic, su madre y su hermano no pudieron alcanzarlo sino hasta 1954. Al desembarcar en Nueva York, su padre lo llevó a un club de jazz en su primera noche. Su inglés, su gusto por la poesía y la pintura y su fascinación por la cultura estadounidense se desarrollaron prodigiosamente, ayudados por el clima cultural de Chicago, donde se establecieron. Según él, su padre era un hombre alegre, curioso y polifacético, mientras que su madre era temerosa, marcada por las privaciones de la guerra. El poeta heredó cosas de ambos. Nunca escribió en serbio, pues quería que sus amigos y las chicas que le gustaban entendieran sus poemas.

Al no poder pagar la universidad, Simic trabajó como ayudante de oficina y lector de pruebas en el Chicago Sun-Times antes de irse a Nueva York, donde trabajó de lo que fuera mientras escribía, estudiaba y leía a Pound, Apollinaire y Stevens. En 1961 fue reclutado por el Éjército y pasó dos años como policía militar en Europa, donde se dio cuenta que sus intentos de escribir poesía hasta el momento estaban “completamente equivocados”, y los tiró al fuego “en una especie de éxtasis”. Fue a su regreso que encontró su voz, aprendiendo a observar los objetos cotidianos y sus relaciones en lugar de aspirar a grandes declaraciones universales. Los primeros poemas que decidió conservar en su corpus tratan de una carnicería, un par de zapatos, un tenedor. Muchos editores lo despreciaron, pero sus amigos lo impulsaron a seguir.

Se tituló de NYU en 1966 y su primer poemario, What the Grass Says, apareció el año siguiente. Desde 1973 fue profesor en la Universidad de New Hampshire. Un cosmopolita, tradujo poesía serbia al inglés y contribuyó a insertar a poetas latinoamericanos como Neruda y Vallejo en la conversación artística norteamericana, pues encontraba en ellos experiencias similares a la suya: “la frontera, el inmenso sentido espacial y la sensación de siempre ser un provinciano”. Este coloquio con Latinoamérica se mantuvo a lo largo de su vida, por ejemplo, en una larga amistad con Octavio Paz, aunque en 1994 el mexicano llegó a desesperarlo porque lo llevó a un restaurante francés a platicar de Heidegger cuando él quería ver el partido de futbol (Italia 1 – 1 México, en el Mundial USA ‘94).

Distinguido como poeta laureado de EE. UU. en 2008, la obra de Simic es llana y comprensible, pero de impacto profundo. En sus propias palabras: “Quería lograr algo que pareciera pedestre y sin artificio y sorprender al lector transmitiendo mucho más… Quería un poema que hasta un perro pudiera entender”. Efectivamente, Simic escribía palabras fáciles de leer y que constantemente te hacían sonreír con su inventiva, su acidez, siempre con el giro de tuerca adecuado en el momento justo, pero con algo subyacente, algo tierno y oscuro como la arena en el fondo de un río, que también amenazaba con hacerte llorar. Quizá fuera su honestidad, su mirada inafectada hacia sí mismo como una persona con limitaciones, con patetismos, con deseos inalcanzables que a veces hacen reír y a veces duelen. Como somos todos. Según dijo, no le gustaba “la poesía que se olvida de que comemos, follamos y cagamos, además de hincarnos a rezar”.

Se vienen muchos nombres, influencias y comparaciones a la mente al hablar de él. Parra, W. C. Williams, Larkin, O’Hara. Pero más que nada fue Charles Simic, un hombre y un poeta completo en su sencillez, ambicioso en su falta de ínfulas, que encontró la grandeza al transitar hacia lo pequeño. Que supo reír y que supo compartir. De él puede decirse lo mismo que él dijera sobre uno de sus autores predilectos, Witold Gombrowicz: que como artista “siempre se involucró en una especie de juego… que sólo tiene derecho a existir mientras nos abra los ojos a la realidad; una realidad nueva, a veces perturbadora, que el arte hace palpable”. Ojalá más de nosotros aprendiéramos a jugar igual.

Los dejo con seis de mis poemas favoritos de Simic, que traduje como pude.


Charles Simic

Charles Simic es una oración.
Una oración tiene un principio y un fin.

¿Es una oración simple o compuesta?
Depende del clima,
depende de las estrellas.

¿Cuál es el sujeto de la oración?
El sujeto es tu amado Charles Simic.

¿Cuántos verbos hay en la oración?
Comer, dormir y coger son algunos de sus verbos.

¿Cuál es el objeto de la oración?
El objeto, chiquitos míos,
todavía no ha aparecido.

¿Y quién escribe esta torpe oración?
Un chantajista, una chica enamorada
y un solicitante de empleo.

¿Terminará con punto o interrogación?
Terminará con una exclamación y una mancha de tinta.


Cameo

Tuve un papel pequeño, sin diálogos,
en una épica sangrienta. Fui uno
de los que huían del bombardeo.
A la distancia, nuestro gran líder
cacareaba como gallo desde un balcón,
¿o sería un gran actor
que simulaba ser nuestro gran líder?

Ese soy yo, ahí, le dije a los chiquillos.
Apretujado entre el hombre
que alza las manos vendadas
y la anciana con la boca abierta
como mostrando un diente
que le duele mucho. Rebobiné
la cinta unas cien veces,
pero ellos nunca me reconocieron
en esa enorme muchedumbre gris
igual a tantas muchedumbres grises.

Ya váyanse a dormir, les dije finalmente.
Yo sé que estuve ahí. Sólo
tuvieron tiempo de una toma.
Corrimos, los aviones nos rozaron el pelo
y desaparecieron,
dejándonos confusos en la ciudad ardiente.
Pero ya no filmaron eso, por supuesto.


El infinito

El infinito bosteza y sigue bostezando.
¿Tendrá sueño?
¿Acaso extraña a Pitágoras?
¿Las velas en las naves de Colón?
¿Acaso el sonido de la espuma le recuerda a sí mismo?
¿Acaso se sienta a veces a pensar con un vaso de vino?
¿Acaso ojea furtivo los espejos por las noches?
¿Acaso tiene una maleta con recuerdos arrumbada en algún lado?
¿Acaso le gusta acostarse en una hamaca con el susurro dulce del viento en el oído?
¿Acaso entra en iglesias desiertas y prende una sola vela en el altar?
¿Acaso le pareceremos un par de luciérnagas jugando escondidillas en un cementerio?
¿Acaso querrá devorarnos?


Piedra

Meterme en una piedra,
eso quisiera.
Que otra gente se convierta en paloma
o triture con dientes de tigre.
Yo soy feliz siendo una piedra.

Desde afuera, la piedra es acertijo:
nadie sabe resolverlo.
Pero adentro se debe estar tranquilo y fresco
aunque una vaca te aplaste con todo su peso,
aunque un niño te aviente a un riachuelo;
la piedra se hunde, lenta, despreocupada,
hasta el fondo del agua
donde los peces tocan a su puerta
y escuchan.

He visto salir chispas
cuando se frotan dos piedras,
así que tal vez no esté oscuro allí dentro;
tal vez brilla una luna
de algún lado, como detrás de una colina;
apenas la luz suficiente para ver
los extraños signos, los mapas estelares
en los muros.


Ojos cerrados con broches

Cómo trabaja la muerte,
nadie sabe cuántas horas
dura su jornada. La esposa
siempre solitaria
planchando las camisas de la muerte.
Las hermosas hijitas
preparando la mesa de la muerte.
Los vecinos que juegan
a las cartas en el patio
o bien sentados en el porche
con una cerveza. La muerte,
mientras, errando
en un barrio desconocido
en busca de alguien con bronquitis,
pero le dieron mal la dirección
y ni la muerte puede descifrarla
entre el mar de puertas cerradas…
y comienza a llover.
Se viene una noche ventosa.
La muerte no halla ni un periódico
para cubrirse la cabeza, ni un
céntimo para llamar a quien le espera,
quien se desviste lenta, adormilada,
y se estira desnuda
del lado de la cama de la muerte.


El viento ha muerto

Cuídate,
mi pequeño bote,

no hay tierra
a la vista.

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