por Kobda Rocha
Yo… …yo,
ehm… pues,
soy… este…
ahm… no sé,
que… yo,
soy un hombre sin nombre…
soy nadie… soy un sujeto sin objeto,
humano sin hermanos, del tipo no arquetipo,
de mente demente, de brío sombrío,
sin sueños risueños, sin alma ni calma.
No sabría si supiera… ni sería si pudiera.
Vivo en ciego sosiego, mi camino vale un comino,
mi supuesto puesto de sastre es un desastre, mi paga también.
Muy, muy probablemente repruebe mi mente este acto artefacto de rehabilitación.
Sí, está bien… es cierto, lo acepto: mi vida es bebida. ¡Ya, lo dije!
Ya no usaré ni abusaré de la máscara más cara que se esfuerza con fuerza para mantener
oculto el culto de la bizma abismal que saca resacas con cierto concierto y encanto en su
canto; ya no buscaré los bruscos escondrijos arijos del imitador delimitado por esos osos
porosos que parece que se aparecen cerca de la cerca cuando me deslizo liso por el viejo
viaje tras era trasera; me alejaré y dejaré el pesado pasado posado en mi pisada pesadilla.
Les cuento mi cuento… es mi casa escasa quizá de riqueza material: casi todo es de lodo;
el techo maltrecho y los muros armados con esmero somero, la cocina cochina, la silla de
arcilla, la mesa es promesa, la cama fabricada con fibras de camal para carcamal, el baño
con daños, sin tina latina, sin agua caliente ni pasta de dientes. Mi familia… mi… pues, sí.
Te conviertes. Viertes té, pero no lo ves ni lo bebes; batallas por las botellas, estragos por
los tragos; trabajas, te rebajas por el vino divino, puedes hasta humillarte por conseguirlo
y seguir lo demás en vasta subasta. Ésta es, pues, la rutina en la retina de aquel que añora
las horas de las señoras que adora. Ése eres tú cuando eres él. Cada día la caída te lastima
la estima con su lástima clástica y su clásica elástica; cada mañana el daño aledaño hecho
por el sol que gira a tu alrededor y el girasol creado al rededor de los daños a tus peldaños
internos alternos destroza los trozos de tu razón, corazón y espíritu vital. Y así es a diario:
abecedario sin versos inversos. Todos los días contemplas con temple de cierto desierto el
rastro del rastrillo por tu rostro rastrero sin diestra siniestra: cortadas recortadas, las orejas
disparejas, los ojos rebojos, despojos de gorgojos rojos en tu boca que desemboca en ríos
fríos de baba rebaba. Mas una parte sí se imparte aparte, pues comparte arte y empresta la
respuesta a la zozobra que te sobra: el cabello tan bello como la espuma que se esfuma en
la marea que marea incluso al recluso marinero-capitán. El resto es un arresto del tiempo
a destiempo: busto robusto, manos de romano, dedos de cerdo, pecho sospechoso, brazos
sin abrazos, el cuerpo entero se entera de lo grosero, de lo grotesco de la fealdad. Olvidas
las vidas insurgentes de gente que ha sufrido confundido como tú, como ahora en la hora
de hablarles y ablandar el corazón al blandir las armas que desarmas con honores y valor,
sin temores ni dolor. Al salir la sal e ir a casa, la cosa se sacude cuando acudes con quien
posa como esposa porque sabe que no es ave de la paz; es capaz de acabarte y de cavarte
una tumba que retumba por semanas cuando emanas los olores de colores por los lares
bipolares para castigarte más. Pero no más. ¡Es un trato: mi retrato no será! Mis hijos
lo sabrán. Me conocerán y reconocerán a su padre con amor, sobrio, sin alcohol.
Un padre sin deudas, sin problemas, sin cáncer, sin otra familia escondida.
¿Cómo se siente ahora, señor? Mucho mejor… desahogado, liberado.
¿Quiere decir algo más? No, muchas gracias, eso es todo.
Entonces, no nos queda más que darle la bienvenida. ¡Démosle, por favor, un aplauso a nuestro nuevo compañero!
Ilustrado por Saaidko Inlak Esh. Conoce más de su trabajo en su página de Facebook y su perfil de Instagram.