por Elías Levi Toledo
“Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes
hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.”
—Juan Rulfo, ‘No oyes ladrar los perros’
I
—Ya viene la lluvia, vas a ver lo que te digo.
—No, apá. Aquí ya no llueve.
Habían pasado ya tres semanas desde la última lluvia, convirtiendo el campo de cultivo en un tristísimo llano. El hombre miraba el cielo sin nubes por la ventana de su casucha.
—Déjese ahí, apá, se va fregar los ojos con tanto sol que hace.
Habían pasado ya tres días desde el último maíz cosechado. Las plantas secas se habían retirado para abonar en tiempos mejores, pero se usó la mayoría para prender fogatas y no sufrir el frío de la noche.
El joven sudaba echado en la cama, temblando a ratos por su enfermedad.
—¡Qué sol ni qué sol! Si vieras el cielo, hijo, está requete lleno de nubarrones.
El hombre se apartó de la ventana porque reconocía en su interior que el sol le dañaba los ojos. No era un hombre joven y sabía que llega un momento en el que cualquier precaución se hace poca.
Se paseaba nerviosamente por la casa que tenía apenas las dimensiones suficientes para hacer entrar una pequeña estufa de gas, una mesa con sus dos sillas, dos camas y un pequeño mueble donde guardaban los dos habitantes, padre e hijo, sus escasas pertenencias. Se veían obligados, por falta de espacio, a separar la mitad de la casa con una cortina de una tela finísima que se transparentaba. Lo mínimo para preservar la privacidad entre lo que, engrandeciéndola, llamamos cocina y el área que hacía las veces de alcoba.
Habiéndole dado ocho vueltas contadas a la casa, lo que no le tomó más de un par de minutos, se sentó en el lecho de su hijo. Le pasó la mano por el rostro sudado a causa de las temperaturas. O quizá a causa del techo de lámina, pieza clave en el pequeño invernadero que llamaban hogar. Sus dedos arrugados recorrieron las mejillas empapadas del joven, quien apretaba los ojos, quien apretaba la mandíbula, quien dejaba escapar un quejido casi inaudible de malestar.
—Te sientes mejor.
—Ajá.
El viejo se inclinó hasta besar los ojos de su hijo no sin esfuerzo, el campo no le había procurado bienestar a su columna vertebral.
Aún existes, le reprochaba el viejo, abócate a eso. El joven mantenía los parpados cerrados, No me ve, se decía el hombre, quien no obstante aguantó las lágrimas. No hay por qué llorar, se decía en aquel entonces. No hay por qué llorar.
II
El día le dio una miserable tregua de 12 horas a la familia.
El joven había dormido toda la tarde. Aparte de las pocas palabras que intercambiaron en la mañana, la precaria situación del enfermo no le daba las fuerzas para decir más, así que en la casa se instaló un gran y pesado silencio. Llegó por la puerta y la abrió sin tocar, dejó sus maletas y se extendió a sus anchas por todo el lugar.
El viejo sentía esta presencia grotesca y por más que lo intentó un par de veces, se vio incapaz de vencerla. Al silencio prefirió ignorarlo, antes de perturbarlo.
No había más educación que las canciones que le cantaba su madre sobre lugares y personas desconocidas. Se sabe, de cualquier manera, que no hay escuela más grande que la vida misma y no hay estudiante más destacado que aquel que supo prestar atención y que, llegados sus años de vejez, se dispone a presentar el examen. El hombre había aprendido, en alguna dinámica de esas que usa el maestro para aleccionar, que el silencio molesto era un enemigo mortal.
Se dedicó, pues, a atender a su hijo. Solo tenían para comer una vez al día y a veces ni eso. Esta semana: un pobre potaje que mantenía bajo una toalla alguna vez húmeda para conservarlo fresco. Se lo había comprado a la señora del pueblo por unas monedas, las últimas, y el único par de zapatos que tenía. Total, se dijo aquella vez, a mí con los pies me basta y me sobra. Las reservas del potaje daban para que los dos comieran tres días, pero había logrado alargar aquel número cediendo la mitad de su ración a su hijo enfermo quien en medio de delirios no notaba qué comía ni cuánto ni cuando lo hacía. El hombre masticaba de repente unas hojas de tabaco que tenía guardadas para atontar el hambre.
—Ahora verás —le decía a su hijo—, ahora que llegue la lluvia vas a ver qué mazorcas vamos a sacar. Ya lo verás.
Varios días que no caía ni una sola gota y su hijo llevaba ya seis desde el primer dolor de cabeza.
En estas cosas pensaba el hombre acostado en su viejo colchón, intentando conciliar el sueño. El tiempo se le fue volando. De un momento a otro vio cómo por la ventana se asomaba el sol. Un rayo luminoso le besó los ojos. Dejando de ver a su hijo, a quien, sin estar consiente de ello, miraba fijamente, volteó a ver a la ventana que tenía al otro lado.
Vio un dios parado en la ventana.
Tallándose los ojos volvió a mirar, estupefacto.
Descubrió así que el dios tenía seis patas, dos antenas, y caminaba en frente de él.
Curioso es el camino que llevan las hormigas, serpentean pero, a la vez, siguen un camino invisible e incomprensible para ojo humano. Una hormiga sola, una individualidad en el tiempo y el espacio, lleva una trayectoria irregular, de ninguna manera lineal, que carece de sentido alguno para el observador curioso. Pero una cadena de hormigas, una fila de obreras, dejará ver que todas llevan este camino amorfo, todas van detrás, una de la otra, como si algún conocimiento mayor las guiara en su vía absurda. Podemos asumir, claro está, que se van guiando a la vista de la hermana de enfrente y que el camino tan extraño que, ahora visiblemente se dibuja, es causa de la primera en la fila que no tiene a quién seguir. La autora de su camino, fuerte e independiente, y la autora del de los demás, déspota y tirana.
Pero la imagen, común para quien observa, de una hormiga atrasada en la gran marcha, desfasada, fuera del tiempo que llevan las otras, ahora pasos adelante, muestra que el insecto seguirá el mismo camino que llevaron sus iguales tal vez un minuto antes. Esto como si supiera, o intuyera, u oliera, o conociera de alguna forma el rumbo de las otras.
¿Con algún propósito?, se preguntó el hombre. Porque las hormigas marchan hacía el nido, hacia la comida, pero ahora marchaban directamente a su cama. La hormiga que le había parecido una figura divina, era, en realidad, la primera de muchas que venían, no sólo en una hilera, sino en hordas. Miles de hormigas, ¡se le antojaron millones!
Presa de la más grande de las excitaciones, se levantó de la cama y gritando despertó a su hijo que se levantó de su lecho para escuchar la buena nueva. ¡Hormigas!, gritaba el viejo, hormigas. Presa de su felicidad incontenible, le explicaba con lágrimas en los ojos que las hormigas sólo salían cuando iba a llover.
¡Viene la lluvia!, grita el hombre. ¡Viene la lluvia!, grita el joven. ¡Qué escena! Padre e hijo tomados de la mano, bailando como lunáticos en el medio de la más pobre y ruin de las casas, profiriendo palabras de júbilo, ahogándose en sus carcajadas, dando saltos, escuchando el sonido de los truenos que caen. ¿Qué es eso? ¡Son las gotas de lluvia, los goterones que azotan este pobre techo de lámina! ¡Qué espectáculo sonoro! Risas, canciones, truenos, lluvia, y un gato que maúlla.
Esto último fue lo que lo despertó.
Ya era de día y un gato se había metido a la casa por la ventana escapando del calor.
Los maullidos ahogaron el llanto del hombre.
Habían pasado ya cuatro semanas desde la última lluvia.
III
En este relato, que no hace más que apegarse lo más que puede a la dura realidad de esta familia, guiados, nosotros, por la verdad que se intenta comunicar, se ha hablado ya, en más de una ocasión, del viejo hombre, nuestro héroe, llorando.
¡Qué penosa es esta situación! Hay quien se traga las lágrimas, quien esconde la cara entre las manos, quien se aparta de la gente, quien se encierra, quien se entierra en su almohada, quien apaga la luz, quien cubre su rostro con un pañuelo, quien aparta la vista, quien baja la vista, quien cruza los brazos sobre la mesa y se esconde en esta cueva improvisada. Sí, qué penosa es esta situación de llorar. Y tan ridículo que es, claro, puesto que hemos hecho poco honroso algo que nos conecta directamente con nuestra humanidad.
Entendemos que no se puede mantener la compostura en la cúspide del llanto. Los mocos se escurren por la cara que se contrae, el rostro se enrojece, los gestos se hacen toscos, los labios se contraen y hasta la Venus de Botticelli pasa a ser modelo de Bacon. Pero, ¿qué es lo que reprochamos? ¿La falta de belleza, de estética? ¿No consideramos bello aquel arte que arroja luz sobre el alma humana, sobre su pensar y su sentir? ¿No es acaso el llanto un faro en esta materia?
Aquel que llora se acerca a su humanidad: el rostro queda desprovisto de todos modales; el cuerpo no se sienta derecho como es debido, presa de espasmos y temblores; los mocos escurren y la cara queda mojada, sí, ¿pero por qué escapamos de los mocos si todos los tenemos?
Y quizá cometamos un error en comentar cosas tan poco aptas o correctas, poco decentes valga, pero creemos que es, como se dice vulgarmente, la misma gata sólo que revolcada. El llorar nos quita muchas de las paredes que nos hemos ingeniado para aislar nuestra esencia del resto del mundo y, así, nos pone en un estado de enormísima vulnerabilidad.
Aunque sea importante hacer notar qué tanto se desprecia al llanto a pesar de cuánto puede enseñarnos, esa no es la razón de la interrupción de nuestro relato. No, creemos menester hacer esta observación por una sola razón: no queremos que se considere a nuestro héroe como un cobarde.
Sí, sabemos que en una ocasión escondió sus lágrimas de su hijo, pero ¿será esto un acto de cobardía? No lo es, señor lector, en lo más mínimo. ¿Una acción que busque alejar a su hijo de su situación? Nada más alejado de la verdad.
El valiente no es aquel hombre que se deja llevar por la realidad, no es aquel bizarro que busca hundirse en la miseria, correr a las garras del dragón. No. Se nos ha vendido este concepto de valentía que está harto alejado del real. El valiente es aquel que, en lo más profundo del abismo, se reconoce vencido y, una vez completa esta enormísima empresa, lucha por negar su estado de miseria. ¿Negar es escapar cobardemente? No, es el primer paso para cambiar aquella deplorable realidad. Una demostración de la falta de conformismo.
No. No ha llovido. Pero el hombre no ve esto. Sí. Su hijo agoniza. Pero el viejo no ve esto. El valiente de cartón sufriría dignamente el dolor en el estómago, el dolor en el espíritu quebrantado. El Valiente abrazaría esta penosa condición, y se aferraría al fin de la misma y, así, al tiempo mejor.
¿Por qué llora, entonces, nuestro héroe? Porque las cosas no pintan bien. ¿Por qué, después de tan terrible sueño, de tan terrible realidad, se para a alimentar a su hijo, y así durante tres días más? Porque sabe que las cosas no pueden durar por siempre de esta manera.
Así pensaba él, incapaz de expresarlo en esas palabras, y se lo hacía saber al enfermo en varias ocasiones.
—Ya viene la lluvia, vas a ver lo que te digo —la escena se repetía varias veces.
—No, apá. Aquí ya no llueve —lograba musitar el joven. Su padre negaba con la cabeza.
—Tócate donde te duela —y el joven se tocaba el estómago.
—Aquí, apá, en las tripas.
—Ya se te va a pasar, vas a ver.
—No, apá. Aquí me voy a quedar.
El hombre lo miraba con furia, esa que nace del más profundo de los amores, esa que es, en realidad, parte decepción, parte frustración por ver que el ser amado es causante de su propia desgracia.
—Tu mal está aquí —le contestaba a su hijo tocándole del lado izquierdo del pecho.
Pasaron los días. Y sólo hasta las cuatro semanas exactas desde la última lluvia fue cuando cayó la primera gota. Él la escuchó cuando cayó sobre el techo de lámina. Salió corriendo y una más le cayó en el rostro. Una tras otra, una tras otra, una tormenta grandísima caía del cielo. Agua, mucha agua, y el hombre, gritaba de júbilo Lo sabía, lo sabía, te lo dije, ya lo viste, te lo dije, ¿no te lo dije?, te lo dije. Saltaba de emoción y, sí, lo decimos, ¿por qué esconderlo?, ¡lloraba de emoción! Pero ya no se escondía, abría los brazos y se dejaba empapar por la lluvia.
El viejo no es un cobarde. No se tome esta historia y se tergiverse para intentar decir lo contrario. El hombre siempre supo enfrentar reto tras reto hasta el final de sus días. No se le diga cobarde, no. Quizá loco, sí, lo entendemos: la esperanza, cuando abunda en los hombres, es confundida por la locura.
El viejo mantuvo siempre esta vela dentro de sí, incluso cuando su amada murió, incluso cuando la tierra se le resistía, incluso cuando más recientemente dejó de llover, incluso cuando no tenían qué comer, incluso cuando su hijo enfermó, incluso cuando, entrando a la casa, empapado, ese primer día de lluvia, impaciente por darle las buenas nuevas, éste ya había dejado de existir.
Ilustración de David Hockney.