Cocodrilario


por Alicia Mares


El día que cayó el equipo SWAT (y digo SWAT porque todos estábamos convencidos de que era una maniobra gringa encubierta), solamente sobrevivió Omelet porque estaba dormido conmigo. Con mi mano entre sus fauces y sus patas bajo la cobija del Rayo McQueen, creo que él sí oyó las hélices del helicóptero porque me despertó la caricia de su colita escamada en la nariz. Él nadaba entre las sábanas hacia abajo, como marinero bajando a cubierta.

Así lo describieron las decenas de vecinos de nuestro edificio de seis pisos: como un ovni disfrazado de pejelagarto, como una docena de hombres de negro deslizándose por cuerdas negras y brillantes (hechas tal vez de fierro recién pintado), como una especie de milagro universal porque ninguno creyó que fuera nacional. Fue del FBI, de la CIA, de la Interpol, de todo; mejor te imaginabas que era abducción extraterrestre antes de aceptar el hecho de que era el ejército mexicano tocando tu puerta. ¿Tocando? Cuando mamá y yo bajamos, casi encuerados, con los soldados arrastrándonos de las greñas, solamente vimos el zaguán tumbado, a todos sus remaches y tornillos rodando cuesta abajo. Me acuerdo que caía un chipi-chipi tibiecito, de finales de septiembre.

Mi papá me enseñó muchas cosas. Me enseñó todos mis posibles aliases, los suyos, y a siempre señalar en los cuartos iluminados por luz de quirófano a la persona incorrecta. También me enseñó los crímenes y ofensas de cada inquilino de nuestro edificio, porque “más vale que caiga uno a que se caiga la torre completa de naipes”. Raro, porque él nunca jugaba a las cartas, pero sí le encantaba lanzar dominós cuando manejábamos por los senderos de tierra de la selva, argumentando que así estaba equilibrando el ecosistema. Ah sí, los crímenes. No creo que les sirva de nada, pero si insisten…

Primer piso: puras muchachas en tanguita, y la señora gorda a la que decíamos Salsa Valentina, dominatrix de este dominio. Ella siempre azuzaba a las estudiantes para atender mejor a la clientela. Segundo piso: una bola de centroamericanos sin papeles. Siempre señalábamos a este piso porque rotaba mucho su población y papá le cobraba a Felicio tanto entrada como salida de las caravanas. No sé muy bien qué signifique esa frase pero así me lo enseñó mi papá. Tercer piso: una familia que se estaba mudando el día del SWAT (mi tío Laureano prefería llamarlo el día del Parricidio final), pues finalmente habían entendido por qué estaba tan barato el apartamento. Pobres, a esos también les dieron culatazo en la cabeza porque el señor padre de familia quiso huir por las escaleras hacia la azotea, quizá prefiriendo morir entre mandíbulas que entre rejas. Pero se encontró directo con los primeros hombres de negro que bajaban en sincronía de marcha. Cuarto piso: nosotros. Quinto piso: ¡el mundo plantita! Había muchas hierbas felices, de esas que metes al pay y luego lo horneas, con las que haces manualidades, rollito de papel crepé. Cada que mamá me ofrecía y ponía a quemar como si fuera incienso, mi Omelet movía la colita antes de desmayarse y soñar quizá con el Caribe. Yo nada más reía.

Esos pobres del mundo plantita. Cuando llegó el SWAT se cagaron en sus propias macetas, pensando que enmascararía el olor.

Y pues nada, el sexto piso realmente no es piso sino una azotea parcialmente techada por una lámina transparente. El material concentra el calor y lo vuelve solario, como una de esas “green houses”. Sí, sí, muy fifí. Tenía los muros muy altos. Por eso lo inundamos para que los parientes pudiesen nadar a gusto, pero al parecer no hicimos bien el trabajo ese de la humedad, lo de sellar, las bolsas de aire, eso, porque las goteras eran fortísimas… pero los del mundo plantita vivían felices, ¡no tenían que preocuparse por regar casi nunca!

¿Saben ustedes que mi Omelet desciende de una larga línea de cocodrilos orgullosos, de un linaje real? Cuando íbamos de regreso de Veracruz (me dijeron que eran vacaciones, pero yo sé que las vacaciones no duran un día; además ni fuimos a lanzarles monedas a los niños al puerto, para que se zambulleran y nos la devolvieran), papá manejaba el auto descapotable como un loco. De repente, sobre la maleza desatendida de la carretera, vi un cartel que decía: “Cocodrilario”. Y bien rápido, decía Cocodrilario a 1 km, a 500m, a 300m, se acercaba muy rápido sobre la tierra seca. Serpenteaba tan rápido como el río ese que le dicen La Antigua; corría a lo loco. Chillé hasta que papá aceptó desviarse.

Normalmente no lo habría hecho. Fue porque estaba contento de haber sacado al cliente de la cárcel. Hasta nos había comprado sombreritos de marinero y café en grano en el mercado.

Tengo un punto, se los prometo. Además, tenemos toda la noche para esto, ¿no? Sí, bueno, él no se va a ir a ningún lado. Sólo no relajen el dedo del gatillo.

Decía: entre la polvareda vimos las rejas todas despintadas y pronto llegamos a un estacionamiento de tierra, donde no había una sola alma. El cartel de bienvenida mostraba el nombre del Cocodrilario. Seguro ya lo saben ustedes.

Nos estacionamos bajo la sombra de un nacaxtle. Cuando entramos a la pequeña cabañita (con postigos manchados por los hongos de la humedad), papá se puso a golpear el mostrador con el puño y a gritar: ¿quién nos atiende? ¡hola, hola, hola!

Y resulta que llegamos justo a la hora del tour. ¡Nos llevaron a ver cocodrilos!

Algunos estaban en un sumidero o en pequeños espacios de zoológico, bordeados por rejas y alambre. Como era mediodía todos estaban petrificados, con los hocicos abiertos. Sus gargantas asfixiaban, pero también absorbían, toda la luz.

Había tantos que más bien parecían un músculo, un nudo de carne negra. Quietos, estaban muy muy quietos. Pero nos veían. Yo sentí su mirada de reptil deslizarse entre las escamas de los otros, ondularse hasta llegar a nosotros. Caminábamos talón-punta talón-punta para no hacer mucho ruido, y aun así los tablones de madera crujían, como si quisieran advertirnos de…

Más que cocodrilos solitos, se encimaban sobre los otros. Sin preocuparse por pedir permiso. Estaban quietos y luego, ¡bam! Salían disparados dentro del agua y se ondulaban hasta perderse muy muy adentro. No le encontrabas ya forma a ese bonche de cocodrilos pasado un punto; se volvían solamente un puño, una boca oscura y deslumbrante que se abría y cerraba en palpitaciones, como queriendo decir algo.

Nos explicaron qué comían, dónde vivían, que eran en-dé-mi-cos de México, así se dice, pero papá dijo una grosería cuando se enteró que se llamaban Morelet. Así, cocodrilos Morelet.  ¡Una chingadera que no se llamen como un mexicano!, gritaba él, y la muchacha guía le intentaba explicar, jalándose la gorra como queriendo cubrirse los ojos, pero papá a fuerza quería que se llamaran cocodrilos morelianos. Porque él era de Morelia, ¿saben? Aunque nos mudábamos tanto…

La chica nos explicó todo. Cumplió la tradición nacional y se quejó de que el gobierno no le daba presupuesto, ¡y cuando ella nos dijo que cada pocos meses había que cambiarlos de espacio, para que siempre estuvieran con otros de su mismo tamaño! ¡Porque si no se comían entre ellos! Papá soltó una carcajada, les aplaudió como si pudieran entenderlo.

Los cocodrilos guardaban un puntiagudo silencio.

Los huevos, la crianza. La guía explicaba todo con lo que creí que era cariño. Pero ella miraba lo que señalaba como si no se decidiera entre el asco y la gula.

Y pues así nos fuimos. Caminábamos por plataformas elevadas, atravesábamos puentes colgantes sobre lagunas cubiertos de musguito verde y de nenúfares. Una vez acabó ese tramo nos subimos al carro y seguimos por la selva a la guía, una muchacha de cara compungida que no dejaba de taparse la nariz con los dedos. Aunque solo olía a reptil, a sangre estancada.

Había tantos cocodrilos… pensé que si se ponían de acuerdo podrían subirse los unos a los otros, balancearse; morderse la cola uno tras otro tras otro para así erguirse y crear un Kaiju muy grande. ¡Iguales a los de Titanes del Pacífico! Espero hayan visto la película.

Híjole, de todos modos nos ganarían. Solamente hay robots en Japón.

El cocodrilo más viejo tenía casi ochenta años, ¡yo no lo podía creer! Eso sí, me decepcionó que su espacio fuera tan chiquito; propuse que lo soltaran al río. Pero la muchacha me dijo que por ser tan viejo ya no podía defenderse, que debido a su pesadez de tanque los otros chiquitos se lo podrían comer a mordiditas. Y que tardarían semanas en comérselo entero, como si siguieran etiqueta de restaurante lujoso.

No sé, me parecieron muy lógicos, muy humanos. Ladrón que roba a ladrón cocodrilo que se come cocodrilote, y así. Mamá no decía nada, pero mientras veíamos a ese cocodrilote, y lástima que ya no me acuerde de su nombre, Pepe, Julián, Patricio, no sé, pero esa mole de escamas secas (porque ya ni podía mojarse y no abandonaba la sombra del árbol), le dije a mi mamá que quería uno. Y ella dijo lo de siempre. Pregúntale a tu papá.

La gente no nos creía de todos modos, porque él era tan viejo que la piel le colgaba como persianas color carne. Y mamá se enojaba tanto cuando preguntaban por el dinero de papá…

Al final del recorrido, dos horas después, entendí por qué se llamaba granja y no santuario. En la última caseta vendían carne en paquetes, piel transformada en carteras, botas; hasta colección de disecados. Me espantó que la guía nos explicara que, como no había personal, la misma que cuidaba los huevos y lanzaba la comida era la misma que debía seleccionar a los más bonitos, llegada la hora. Y luego también soltar el hachazo.

Y como no tenía para el lunch, también tenía que comerlos. Hazte mil tacos, diría papá.

Ay, ya sé ahora por qué ella tenía tantos granos, tanto acné. De tanto contacto con las escamas, de disolverlas en sus jugos gástricos, ella misma se estaba transformando en lo que comía. Y ya se saben el dicho…

¡Criarlos para matarlos y luego venderlos para tener dinero para tener más huevos! Así era el lugarcito. Tenía sentido comercial y hasta espiritual. No hay forma más grande de amor que comerse entre sí, ¿no? Aun así me impactó que ahí fuera nacer para matar y matar para nacer y que esta muchacha guía matara a tantas familias para que la suya pudiera permanecer viva. Pero de nuevo, así son los cocodrilos. Muy lógicos. Pragmáticos, eso significa.

Pobrecito de mi Omelet. Por eso fuimos consiguiendo tantos cocodrilos más grandes, porque él necesitaba un abuelo, unos papás y unos tíos más grandes que él para que pudiera comer tranquilo después. Una vez creciera.

¡Y pensar que la muchacha gritó cuando corrí al agua, cuando extendí los brazos y lo agarré, no saben lo frías que estaban sus patitas! Y nos decía que no y no, yo me arañé con la reja y mi papá seguía chingue y chingue con lo del cocodrilo moreliano, y la chica llamó a seguridad, luego nos metimos al coche pero nos persiguieron, y entre el forcejeo me hice pipí detrás del asiento del conductor, pero está bien, mamá me dijo que estuvo bien porque el olor distrajo lo suficiente al guardia para que papá le diera un codazo; pero nadie entendió cómo pasó, nadie supo cómo se abrió la cajuela, y entonces papá captó por qué su cliente estaba tan feliz. Por qué le regaló el coche con esa sonrisa amplia y larga, como la de mi Omelet.

Al girar, los neumáticos creaban torbellinos de tierra mojada, de pantano. Y yo y el pobre Omelet íbamos tirados entre los asientos. Ay, había tanto ruido que no supe ni a qué hora empezó el aguacero. Todo el suelo se volvió lodo y la chica se resbaló, los guardias también.

Entre el lodo, los salpicones y nuestras llantas abriéndose paso, nunca supe de dónde salió la otra persona envuelta en una sábana, con la soga enredada al cuello.

Pobre ensabanado. Rodó como chorizo desechado.

Después mamá dedujo que era un “presente” del cliente.

El regalo dentro del regalo, como las muñequitas rusas. Matrushkas, así les dicen.

Nunca volvimos al cocodrilario. No importa, con haberme llevado a Omelet me bastó por meses y papá me consiguió muchos otros parientes para él en muy poco tiempo. Yo estaba muy feliz, porque sabía que tenía lo más parecido a un Kaiju que podría haber en la vida real. No me da pena decirlo, muchachos: me pegaba láminas de aluminio a la ropa para fingir ser un Jaeger, un robot gigante por si no saben, y Omelet y yo jugábamos a Titanes del Pacífico durante las noches, cuando mamá iba a cada piso a cobrar el extra.

Me dijo que nunca le contara a papá acerca de sus tretas. Y todos los demás inquilinos estaban tan asustados que no decían nada y pagaban de más.

Papá consiguió otros quince cocodrilos con ayuda de sus amigos, en lo que los albañiles con corbata en la boca construían todo a sol y sombra. El proyecto duró medio año: tuvimos que tirar las corbatas que habían sido babeadas por seis meses. Las usaban así como lo tienen ustedes a él, ahora. Mordaza, así se llama. Papá también me enseñó la palabra.

Digamos que el cocodrilo viejo y gordo se llamaba Julián. Así lo bautizo por ahora. Siempre pienso en él cada que recuerdo la noche del SWAT, del Parricidio final, y mi tío Laureano siempre le llamaba así aunque no sabe que está mal. Yo sé qué significa la palabra, yo sé a quién señalé cuando el soldado me preguntó.

No entendimos que al zaguán negro y alto, de láminas de metal tan gruesas como mi cabeza, lo había tirado un tanque. Cuando salimos al patio olía a pólvora, a saliva, a carne quemada. Pero nos jalaron tanto de las greñas que nunca pude ver bien toda la maquinaria.

Seguimos sin explicarnos cómo no oímos nada, cómo entre el chipi-chipi y la noche borracha tras la fiesta patria nadie escuchó nada. Teníamos vigía en la caseta, pero nadie lo volvió a ver tampoco. Cuando oí los gritos y los portazos (antes de que los hombres de negro bajaran las escaleras) me asomé a la ventana. Y vi a todos los inquilinos abrir las bocas como si quisieran acumular ahí la lluvia, desencajar las mandíbulas como hacen las boas. Sus bocas eran cántaros para acumular el agua. Yo los vi: alzaron los brazos y corrieron hasta el fondo de sus cuartos. Los del quinto se cagaron en sus macetas, ya les dije, la señora Salsa Valentina aventó por la puerta trasera a sus muchachas más chiquitas, los del tercero rodaron por las escaleras porque intentaron correr para arriba cuando los soldados bajaban y los centroamericanos se hicieron todos bolita. Nunca supe cómo cupieron todos en un solo clóset. Tengo entendido que a una niña sal-va-do-re-ña le rompieron la pierna. La puerta no cerraba.

Pobre de usted, tío Laureano. Ya lo han apresado más de una vez en nombre del cuñado y no dice ni mu. Será porque usted es tonto. Equis. Ahorita resuelvo esto, nomás espéreme.

Pánzer-tanque-Julián. Todos estábamos tan convencidos de que venían por nuestros propios secretos que reaccionamos acorde a eso. Gracias al susto, tres de las chicas del Edén pudieron escapar; a mamá le pareció tan divertido que les empezó a llamar las Tres Evas. Bueno, pero eso fue después.

Cuando patearon la puerta, rodé hacia abajo, cubierta abajo. Recordé las instrucciones de no gritar, de no mearme (aunque me es súper difícil), y apreté las piernas. No sirvió. Antes de que me agarrara el soldado debajo de la cama, empujé a Omelet dentro de la funda de mi almohada. Arañé el suelo mientras me arrastraban y conseguí hundir mi dedo en el diente más grande de mi Kaiju precioso. Funcionó. Nunca lo vieron.

Quizá siga ahí, escondido, con sus patitas frías y planas esperándome…

¿Quieren subir a ver el cocodrilario? Papá lo llamó el Edén-2, porque Edén, así se llamaba el local de la señora Salsa Valentina. No podíamos robarle el nombre. Anden, vamos arriba. Hasta lo más profundo del cocodrilario era a donde papá siempre se iba a esconder cuando pasaban este tipo de cosas. Quizá hoy tengamos suerte.

No fue Parricidio. Papá me enseñó muy bien a señalar siempre al hombre incorrecto, a confundir los nombres de todos sus clientes. Vengan, suban. La escalera de caracol aguanta muy bien. Aguantó pollos vivos, cabras muertas, albañiles mudos. Aguantará ahora.

Plantas, helechos, árboles que ya rompieron las macetas y ahora buscan con las raíces el quinto piso, la tierra de las plantitas felices. Por eso el edificio tiene tantas grietas, resanar no ayuda, porque los árboles que sembramos ya superaron su cautividad y ahora perforan el cemento buscando hacia abajo. Buceando. Así comen los cocodrilos. ¿O era al revés?

Pero aquí yo les lanzaba gatos desde una cubeta, y ya. No se esforzaban mucho. Vean, allá. El estanque falso, las piedritas. También mandé construir una alberca. Sería oasis si viviéramos en Sonora, en algún lugar con desierto. Pero aquí siempre está lloviendo.

Todo debería ser turquesa, aguamarina, la-pis-lá-zu-li. Me gustan todos los nombres del azul. Pero aquí el verde es el dueño: de los hongos, del moho, de las patas, de las escamas, de los ojos. Les dije que ellos no hacen ruido, pero no les dije que absorben todos los ruidos que ya hicimos. Cada cocodrilo que mira añade más verde a la fuerza con la que te morderán.

¿Sabían que los ojos de los cocodrilos brillan en la oscuridad? Es su magia peculiar. Pero aquí todo se lo traga la misma negrura.

Cuando entró el soldado y me aventó hacia la banqueta, aterricé sobre los remaches y los tornillos. Así pude esconder la herida que me hice a propósito en el dedo, el hoyito de colmillo que dejó mi Omelet. Dicen que los cocodrilos no pueden oler la sangre, rastrearla como los tiburones, pero yo sé que sí.

El soldado me preguntó, ¿quién está tu papá? Y yo recordé todas las instrucciones, las enseñanzas, las mudanzas y viajes en carretera, la manera en que siempre apestaban las cajuelas de cualquier carro que nos dieran. Asumo yo que papá hizo muy bien su trabajo por mucho tiempo. Pero quizá cuando, en el cocodrilario, sin querer, se nos abrió la cajuela…

¡Ay, y todo por robarnos a Omelet!

Tantos invitados, pero solamente dos hoy.

Qué, ¿creían que eran los primeros en venir? Pero serán los primeros en triunfar. Ya verán.

Cuidado al caminar. Véanlos, pobrecitos. Esto es caldo de pollo, carne en hebra. Tantos muñones, tanta sangre negra, tantas escamas que ya no sirven ni para las botas. O para hacer carteras. ¡Ay! Y sobrevivió un gatito.

Es un milagro, diría mi mamá, así como dijo la noche que le puso la almohada a papá en la cara y, horas después, lo besaron los camilleros. Se lo llevaron entre sirenas de ambulancia. Y sobrevivió al fin del cuento, entubado, con sondas y todo.

Es un milagro, decía mi mamá, llorando de coraje. Eso fue hace años.

Ella fue una de esas Evitas de la señora Salsa Valentina que no se pudo escapar y nada más se subió, se mudó de piso. Logró el sueño: en-ga-tu-sar a un cliente de los importantes, así se dice. Aunque fuera un pollo tapizado de pellejos viejos.

Ella a veces bajaba con las niñas en tanguita, a darles de comer. Pero también a cobrar. Lo de siempre: ladrón roba ladrón cocodrilito que come cocodrilote. Son pragmáticos. Eran…

Yo sé que no fueron ustedes. Acá en Xalapa no matan animales nomás porque sí. Al menos se los irían a comer, ¿no? Un buen caldo de patitas…

Los cocodrilos Morelet crecen hasta cuatro metros, llegan a poner hasta cuarenta y cinco huevos por sesión. Llegan a tener hasta sesenta y ocho dientes. ¿Y saben cuánto se tardan en crecer? Bueno, depende de la dieta, claro.

Hablando de comer. Ya les dije que ese es mi tío Laureano. Ya pasó tiempo, ya se enteraron del chisme de que yo siempre miento, de que el abogado tenía secretos y maniobras para eludir la ley tan bien como lo hacía, de que quizá les dieron gato por liebre… o cuija por caimán. Sí, ya me enteré. Y eso de e-lu-dir la ley fue siempre gracias a mi tío, tan mensito el pobre que no necesitó que ni le cortaran la lengua. Lo sacó de muchas, a mi papá. Yo igual.

¡Pobre tío Laureano! Aguante un poco más. ¿Saben? Los cocodrilos lo querían mucho, le dejaban hacer ese truco de meter la cabeza entre sus fauces, y nunca lo degollaron como hacen los de la pollería. Él les cepillaba los dientes con Colgate mientras cantaba parece que va a llover. Por eso lo perdono. Y por eso les digo la verdad. Ahorita solo quiero a mi Omelet.

Normalmente los soldados se habrían llevado a mi tío Laureano. Pero el soldado siguió, quién es tu papá, le pisó las uñas arregladas y llenas de borlas a mi mamá, hasta rompérselas por la mitad. ¿Quién es?, me gritaba, su boca un hoyo negro que apestaba a ron, y yo giré la cabeza y los vi a los dos —papá y tío— bajo la lluvia, corriendo hacia las escaleras de caracol.

Sonaron los balazos: este metal contra escamas resuena como patear una lata dentro de un túnel, como probar el sabor del kevlar.

El soldado me gritó. Ya bajaban los hombres de negro del helicóptero, no había a dónde ir. Así que por una vez, señalé bien.

No fue Parricidio. Fue la ingesta del amor.

Llegaron tarde, muchachos. ¿Conocían al encajuelado? Me hubiera gustado conocerlo. Lástima que no podamos hacer nada al respecto.

Pero vean, al menos acá en la piscina quedó uno de esos chalecos que traía el equipo SWAT cuando aterrizó aquí. Los hombres de negro dejaron tiradas muchas cosas, pero… no sé. Es matanza sucia. Si hubieran sido ellos los que se chutaron a todos los parientes de mi Omelet, hace rato… no sé. No creo que hayan sido ellos. Así mi respeto por el ejército, ¿eh? Aunque el respeto no ahuyenta a las moscas.

Allá, en la piscina. Sí, bien adentro. No, ya les expliqué que Laureano está menso, ni terminó la primaria. Bueno, yo tampoco. Pero acabo de cumplir trece. En fin. Sí, allá, señor, adentro. ¿Ve el chaleco flotando? Justo. Justo. Allá. Más adentro de la alberca, ¡qué bonitos azulejos! ¿No? Miren, es lógica. Vinieron por nada pero al menos pueden salir con algo, ¿no? Odio acabar con las manos vacías.

Más profundo. Eso.

Aparte los casquillos flotantes. Hágase espacio.

Los cocodrilos crecen en potencia, eso quiere decir muchísimo. Y crecen aún más si se les da de comer lo que más amas, ¿saben? Eso no lo explicó la guía del cocodrilario, la chica de cara escamada, pero yo lo sé. Y mamá sabe que al menos Eva tuvo la opción de correr.

Tanta agua, tanta tierra. Tanto lodo que es sangre que palpita en busca de…

Más profundo, eso. Bucee boca abajo. Mójese los cabellos, ¡de por sí ya está lloviendo!

Eso. Más adentro.

Se le cayó la pistola. Ja.

Ja ja.

Omelet.

¡Omelet! Omeleeeeeet, un dos tres por ti, mi Kaiju precioso. Eso es. A comer.



Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996) es graduada del 12º Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Ha publicado en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México, en las revistas digitales Carruaje de Pájaros, Colofón, Efecto Antabus, y es columnista en la Revista Palabrerías. No sabe jugar billar ni boliche y una vez se desmayó en pleno slam. Irónicamente es buena con los shooters y cantando arias italianas.

Arte: Austen Pinkerton

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