por Jorge Cobos Paz
Sucedió de manera gradual, con tanta sutileza que nadie se dio cuenta sino hasta que el hecho resultó demasiado notorio como para seguir ignorándolo: los días se hacían cada vez más oscuros.
La anomalía se comentó en los programas de noticias; primero como información de relleno y, hacia el final, cuando el suceso se manifestó como un dramático cambio que se amagaba la permanencia, inspiró primeras planas y horas enteras de televisión dedicadas a comentarlo.
No era la penumbra uniforme de un eclipse parcial, ni siquiera la de un día lluvioso: el sol salía, se elevaba y se ocultaba como siempre, pero cada día suministrando un poco menos de luz a la superficie terrestre, dando en un principio la impresión de cubrir toda la tierra con un invierno polar.
Pronto fue obvio que la oscuridad creciente no era la única amenaza en ciernes. Mientras la luz disminuía, a su lado se esfumaba poco a poco el sonido de las cosas. La cacofonía urbana fue reemplazada por un murmullo tímido. Las personas se gritaban unas a otras con gargantas irritadas en su esfuerzo por comunicarse.
Los ojos, con párpados entrecerrados a la oscuridad del mediodía, intentaban captar imágenes cada vez más difusas a medida que transcurrían las horas interminables. Los oídos pronto se volvieron dispositivos inútiles en un entorno prácticamente mudo, de sonidos apagados, fomentando pronto un mutismo general.
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Demasiado tarde se descubrió que no era el mundo el que cambiaba, sino la mera percepción de éste. Se trataba de un caso progresivo de ceguera y sordera colectivas. Peor todavía: la pérdida no se limitó a la vista y al oído. Pronto el tacto y el olfato correrían la misma suerte, dejando a las personas abandonadas en la desolación de la insensibilidad. Cerca del final, las hordas de seres inútiles se arrastraban manoteando, parpadeando sin porqué, aullando para llamarse unos a otros sin ser escuchados, aspirando desesperadas llenando las narices de aire aparentemente inodoro. Se habían convertido en prisioneros de cuerpos que ya no eran aptos para la vida.
Poco después los sentidos terminaron de desvanecerse. Y nadie vio más nada, ni pudo oler nada, ni tocar nada o escuchar nada. El mundo continuó, soleado, caluroso y frío, lleno de la música del agua, el viento; de las aves y los insectos; de los animales que ya no necesitaban esconderse y de los carroñeros que tenían a su disposición el festín más grande en la historia del mundo. No así para los seres humanos quienes, víctimas de su mal mancomunado, perecieron en su propia realidad oscura y silenciosa.
Jorge Cobos Paz. Baja California Sur. 1989. Diseñador gráfico, y músico aficionado. A veces escribe.