Miradas personales hacia lo colectivo: entrevista con Fernanda Melchor


Por Alejandra Arévalo

 

Una de esas frases que usamos con regularidad en este país —cuando vemos la televisión, los diarios o las redes sociales— es: la realidad supera la ficción. Qué extraña frase. En el 2010, Diego Enrique Osorno publicó Esquivar Bloqueos, un artículo que hacía referencia a un Monterrey que desde ya esos años era conflictivo: Monterrey, decía Osorno, se había convertido en una cárcel para el alma. Pero también afirmaba que en tiempos violentos se crean increíbles propuestas: “el arte siempre nos salva de nuestros horrores”. Para ser más explícita, menciona que:

En la película El tercer hombre, de Carol Reed, hay una escena en la que un narrador dice: “En Italia, en tiempos de los Borgia, durante treinta años hubo guerra, terror, asesinato, derramamiento de sangre… pero allí surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. Mientras, en Suiza, tenían amor fraternal -quinientos años de paz y democracia; y ¿qué ha aportado eso?… El reloj cucú”.

Cuando releo esta nota, no puedo evitar pensar en la crónica de Fernanda Melchor, que si bien no está en Monterrey, tampoco está lejos de la misma situación crítica que vive cada uno de los estados de este país. Su forma de hacer arte es a través de sus palabras, esas palabras crudas que se sitúan en Veracruz, nos enfrentan a la realidad y nos piden cambiarla a gritos.

Los libros Aquí no es Miami y Falsa liebre son el ejemplo que doy cuando usamos esa frase. Cuando los leí pensaba: ¿dónde se metió esta mujer para logra escribir estas palabras? De ahí que la busqué. Esto fue lo que me platicó sobre su papel como cronista:

¿Por qué escogiste la crónica como forma de transmitir tus palabras?

Comencé a escribir periodismo narrativo porque la vida que llevaba a los veintitantos me impedía escribir novelas, que es mi género literario favorito. En ese entonces no sabía cómo escribir una novela, no tenía el tiempo para hacerlo y tampoco estaba dispuesta a hacer los sacrificios que la escritura de una novela requiere, aunque tampoco me entusiasmaba la idea de limitarme a escribir boletines (trabajaba en una oficina de comunicación social). Entonces se me ocurrió que podía investigar historias reales y encontrar una forma coqueta de contarlas. En ese momento (por ahí del 2007 o 2008) estaban sucediendo muchas cosas en Veracruz que los jarochos no habíamos visto antes: balaceras, descuartizados, cabezas cercenadas, marinos patrullando las calles con pasamontañas. Cosas que los jarochos pensábamos que sólo sucedían allá en el norte. Y la mayor parte de las experiencias de la gente en esta época quedaba silenciada: los medios no hablaban de esta violencia o la minimizaban, y la propia gente prefirió no hablar de las cosas que veía y de las historias que escuchaba. Así que pensé que sería buena idea investigar más de estas historias de violencia actual, y también de otras historias que no tenían que ver directamente con el narco pero que eran como leyendas urbanas o chismes que siempre me habían dado curiosidad y de los que nadie había escrito. Pero sobre todo lo que me interesaba era encontrar la manera de contar estas historias de una manera diferente a como las veía en los periódicos de Veracruz, y hasta en los nacionales. Una forma que pudiera ser verdaderamente literaria, sin los remilgos que los periodistas tienen para usar las armas de la literatura. Ese es un pleito mío con el periodismo que ya es muy viejo: tú no vas a encontrar nunca un editor de periódico que diga que la crónica no es lo más cerca que el periodismo puede estar de la Literatura con mayúscula, pero las crónicas que esos editores publican generalmente son notas con adjetivos. Nada de experimentación formal, nada de riesgo. Aburrido.

¿Sientes que hay un concepto de objetividad en la crónica o en los textos que parten de una base de la realidad? lo pregunto porque cuando leí Aquí no es Miami me sorprendió mucho ciertas circunstancias de los personajes, pensaba, esto no puede ser real.

Yo no creo en la objetividad y la imparcialidad periodística como algo dado, sino como un ideal al que en menor o mayor medida un texto se puede acercar. Muchos periodistas son tan cortos de miras que creen que si no señalas en tu texto el número de placa del taxi que atropelló al niño, entonces lo que escribiste no es veraz. Como si enumerar y llenarlo todo de cifras fuera a darle a tu texto legitimidad o autoridad. Como si traducir la realidad a palabras no fuera ya una forma de traicionar la misma realidad; como si lo que llamamos verdad no fuera solamente una construcción lingüística en torno a una serie de eventos que tienen lugar en el mundo. Esta es una postura extrema, lo sé, pero una vez que has estado en contacto con los medios y ves la clase de porquerías que hacen los periodistas, te convences de que una verdad periodística es lo mismo que una verdad histórica: un discurso que por algunas razones le conviene a un grupo de personas que tienen mucho que perder. Entonces los periodistas muchas veces tienen esta actitud de superioridad moral frente a los escritores de ficción que a mí me resulta cagante, porque a mí lo que me importa es contar una buena historia de la mejor manera que pueda, no incidir en la realidad. Las dos cosas son importantes: por un lado, contar historias para explicarnos el mundo y poder tenerle un poco menos de miedo (cosa que los humanos hemos tenido necesidad de hacer desde que estábamos en las cavernas); y dos, poder contar con información fiable que nos permita actuar y tomar decisiones. Necesitamos de ambas posibilidades. Lo que pasa es que a mí me interesan más las posibilidades que brinda el primer enfoque.

En este sentido, todo lo que escribo como crónica tiene una referencia en la realidad. Porque cuando uno dice que va a contar una historia que realmente pasó, no puede tener la desfachatez de mentir. Es una cuestión de principios, de respeto hacia el lector y de integridad como persona. Y eso quiere decir que, aunque en mis textos no mencione el número de placa del taxi que mató al niño, hubo un taxi y hubo un niño. Porque cuando escribo crónicas me comprometo a contar exclusivamente aquello que puede ser comprobado. Ojo, comprobado no quiere decir científicamente exacto, sino reconocido como una verdad por un testigo o una fuente. Por ejemplo, escribí una crónica sobre un exorcismo, porque la historia era muy buena y la gente que participó en ella estaba convencida de lo que había pasado. Yo no soy Jaime Maussan para ir a la Casa del Diablo a poner aparatos para determinar si ahí hay o no evidencias de fantasmas o demonios o lo que sea, ni tampoco me importa probarlo científicamente. A mí lo que me interesa es que esa historia -llámese alucinación o histeria colectiva o fraude- es algo real para un grupo de personas, en el contexto de una ciudad como Veracruz en donde este tipo de creencias espiritistas y exorcísticas son una cosa perfectamente normal… Puede que contar una historia así no sea periodístico, en el sentido de que al periodismo no le interesa la experiencia individual subjetiva de una persona o un grupo de personas, pero eso tampoco significa que una historia así necesariamente tenga que adscribirse al campo de la ficción, incluso aunque haga uso de las herramientas de la ficción para producir un efecto.

Qué bueno que mencionas sobre el texto del exorcismo, te cuento que cuando leí recién estaba en el Df, llegué sola y venía de Monterrey a vivir acá. Fue muy fuerte esa historia para mí porque no sabía si era broma o no, o como dices, fraude, histeria, lo que sé es que estaba sola y era de noche y bueno, justo tenía pensado preguntarte ¿irías a la casa del Estero? no en el sentido de investigación, o bueno, sí, pero más en el sentido de… juego, como sucede en tu historia…

He ido muchas veces a la Casa del Diablo​. Ir era como un rito obligado para los veracruzanos nacidos en los setenta y los ochenta​. Fui dos o tres veces con amigos ​cuando tenía entre 16 y 18 años,​ y ​en una ocasión de esas uno de los veladores que cuidan la casa nos echó encima a sus perros, que nos corretearon hasta el río. También recuerdo haber ido a un rave que organizaron en la casa, por ahí del 2001 o 2002, y como estaba de moda el LSD hubo alguno que otro espantado. La última vez que estuve ahí fue en el 2010, cuando ya estaba escribiendo la historia de Jorge. Fui con un amigo periodista, como a las 11 de la mañana, un día entre semana, y estuvimos ahí como una hora en total, entrando y saliendo de los cuartos, yo tomando fotos y notas para poder describir mejor el lugar, los escenarios donde la historia de Jorge sucedió: la terraza, la entrada que está junto al pozo, las escaleras que descienden (estas estaban tapiadas esta última vez). No vi ni percibí nada sobrenatural, aunque no es un sitio en el que me hubiera gustado quedarme más tiempo, sobre todo porque conozco las historias que se cuentan de esa casa y es fácil sugestionarse, pero también porque esta última vez que fui la casa olía muy mal, a excrementos humanos y a perro muerto. Los dos últimos pisos tienen muros de celosía y el viento produce un zumbido extraño cuando pasa por los agujeros, una especie de vibración constante que después de un rato te pone los nervios de punta pero que al principio ni siquiera notas.

No volvería a ir porque ya es demasiado peligroso. Pasé por ahí hace un par de meses, y la ceiba que crecía junto a la terraza donde Jorge y sus amigos jugaron a la botella se derrumbó completamente sobre la casa. Seguramente no tardan en demolerla, o algo así, así que ahora que lo pienso me alegro de haber escrito la historia.

Y ya que hablamos de terror ¿qué historia te ha dado más miedo? ¿fue ficción o una de crónica similar a las tuyas?

De adolescente leí muchísimo terror y nunca sentí miedo. Ahora he vuelto a leer muchas de esas novelas que leí hace muchos años, y creo que me asustan más ahora. Me pasó con El resplandor, de Stephen King (la novela original), o con Ghost Story, de Peter Straub, que es buenísima. Me pasó con La Torre y el Jardín, de Alberto Chimal. Y en el ámbito de la no ficción no puedo dejar de señalar La noche de Tlatelolco de Poniatowska, de quien no soy una gran fan porque solo he leído ese libro, pero la primera vez que lo hice yo estaba cursando sexto de primaria y tuve pesadillas por muchos días y una cruda moral ajena horrorosa.

Esa pregunta de la casa del diablo la estábamos esperando unos amigos y yo, pensábamos que si te habías atrevido, quiere decir que no da tanto miedo, sino que en realidad es tu escritura la que creó ese ambiente de terror… en fin… de todas tus historias, aquellas que has ido a fotografiar o documentarte como dices que fue con la casa del diablo ¿hay alguna que no te hayas atrevido a publicar o que haya sido muy difícil para ti escribirla?

Justo me espanté más escribiendo la Casa del Estero que visitando la casa. Me gusta meterle muchas sensaciones a mis narraciones, me gusta jugar con la imaginación y los recuerdos del lector, y en el caso de LCDE quería escribir algo que fuera capaz de conducir lentamente al lector hacia la experimentación de lo siniestro, que pudieran ponerse en los zapatos de las personas que me contaron la historia, no nada más andar esparciendo adjetivos de forma autoritaria. Ahora bien, para hacer eso me tuve que clavar mucho en averiguar, paso a paso, cuáles eran las sensaciones que estas personas tuvieron, y las que yo tuve cuando Jorge me contaba la historia. Y a la hora de escribirla me clavaba mucho en ese tipo de texturas y de atmósferas y eso me ponía en una vibra muy sensible en donde cualquier ruidito en la casa me asustaba cabrón. Así que en realidad no soy ni tan valiente, ni tan racional, ja. Recuerdo haber estado escribiendo la parte del exorcismo una noche sola en la casa, sentada en un sofá al lado de la barra que usábamos como comedor, y con la laptop sobre una mesita al centro, y recuerdo haber tenido un muy mal presentimiento, provocado yo creo por mi reflejo en los ventanales. Verás, tres de las paredes de la sala eran ventanas que llegaban hasta el piso, y no usábamos cortinas, y de noche, con la luz encendida, no tenía manera de ver hacia afuera, lo único que veía era mi reflejo triplicado, y recuerdo que empecé a pensar que quizás en aquel mismo momento podía haber alguien mirándome desde afuera y yo sin darme cuenta, y empecé a sentir mucha paranoia también, la sensación intensa de tener la mirada de alguien clavada en la nuca, y fue cuando se me ocurrió voltear y se me atoró un grito en la garganta porque ahí estaba mi gato, justo encima de mi cabeza, agazapado en la barra de la cocina, mirándome con cara de loco a menos de veinte centímetros de mi cara. Pero ese fue el susto más extremo que tuve.

Hay varias historias que tengo por ahí a medias, medio investigadas y medio escritas y nada más estoy esperando la oportunidad y el chance de escribirlas. Digo, no tengo prisa. Una que nunca he podido escribir pero quisiera es el testimonio de una chava, una amiga mía, que estuvo siete días secuestrada por los Zetas. No lo he hecho porque cuando me contó la historia de lo que había pasado en esos siete días yo la conocía muy poco y de hecho nos hicimos amigas gracias a que yo fui una de las pocas personas que tuvo estómago para buscarla y escucharla porque nadie quería saber nada del asunto. Y si no la he escrito es porque aún no encuentro el modo de hacerle justicia a una historia tan fuerte; hacerle justicia a la experiencia de mi amiga, y no nada más explotar lo sensacional de su historia. Y así tengo varias.

Finalmente ¿Cómo ves el papel de la crónica en la situación actual de México? ¿Es una alternativa a la denuncia?

Hay un montón de gente en México, no necesariamente periodistas, que están interesados en contar historias reales con las armas que brinda la ficción, y eso es bueno para las historias, y también para el periodismo, siempre y cuando quienes escriban logren capacitarse en técnicas periodísticas sin por eso perder el deseo de explorar las posibilidades que la literatura brinda para contar historias, alejándose de modelos conocidos y probados que terminan por resultar repetitivos: pienso por ejemplo en el tipo de crónicas que publica Gatopardo o Emeequis, en general trabajos que ganan premios de periodismo otorgados por periodistas: estilos generalizados que enmascaran las particularidades regionales y dialectales de quienes escriben, estilos que se convierten en corsés tan constrictivos como los géneros periodísticos tradicionales.

Una crónica bien hecha, un relato que es capaz de contar una historia o un suceso desde una mirada personal que se conecta en lo colectivo, es una alternativa a la denuncia porque nos enseña que no da lo mismo contar las cosas de cualquier manera si lo que queremos es incidir en la realidad provocando la indignación, la toma de conciencia, la curiosidad, la emoción, la sorpresa y dar a las historias un sentido que trasciende el estatuto de la mera información.

El periodismo narrativo nos ayuda a comprender que no hay buenos ni malos, que los números y las estadísticas pueden convertirse en anestésicos que insensibilizan al lector, y que es urgente humanizar las atrocidades que suceden en nuestras comunidades. Por último, y no menos importante, en el periodismo narrativo hay una lucha sin cuartel contra el empobrecimiento de la lengua que los medios tradicionales y las instituciones fomentan porque han comprendido que algo muere en nosotros cuando mueren las palabras que usamos para expresarlas, y eso resulta conveniente para quienes detentan el poder, y en ese sentido, al llamar las cosas por su nombre, lejos de términos narco-necro-burocráticos, al tratar de rescatar el habla popular, íntimamente ligado a las historias, el periodismo narrativo tiene un carácter subversivo que el periodismo tradicional de denuncia debería considerar, y quizás imitar.

 

Entrevista realizada por Alejandra Arévalo. Alejandra nació en Monterrey pero vive en el mundo. Le gusta hacer videos, los libros álbum y pintarse los labios.

Sobre Fernanda Melchor: nació en Veracruz, México, en 1982. Es periodista por la Universidad Veracruzana (UV). Ha ganado diversos premios de cuento, ensayo y crónica convocados por la CNDH (Primer Certamen de Ensayo sobre Linchamiento, 2002), la UNAM (Virtuality literario Caza de Letras, 2007) y la Fundación de Periodismo Rubén Pabello Acosta (Premio Estatal de Periodismo 2009). Sus trabajos han sido publicados en La Palabra y El Hombre, Excélsior, Replicante, Generación, Reverso y Milenio semanal, y pueden hallarse en su blog Olas de Sangre. En 2008 publicó con el Ayuntamiento de Veracruz la novela infantil Mi Veracruz, que narra la historia de este puerto desde su fundación hasta la invasión norteamericana de 1914. Ha publicado Aquí no es Miami y Falsa liebre. Actualmente es coordinadora de comunicación universitaria del campus Veracruz-Boca del Río de la UV y escribe su primera novela.

Fotografía que tomamos del blog de Fernanda. Somos pobres y no tenemos presupuesto para un fotógrafo que tome un retrato decente. 

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