por Antonio Tena
La guerra es una oportunidad maravillosa para constatar la estupidez del ser humano. Una máquina perfectamente engrasada para matar y, en caso de fallo, morir. Mi tema es la guerra y la pena de la guerra. La poesía está en la pena. En el frío suelo de la Abadía de Westminster, una humilde losa homenajea con estos versos de Owen a los dieciséis grandes poetas británicos de la Gran Guerra. En esa lista se lee un nombre, Robert Graves. Hay muchos Graves en Robert. El poeta, el novelista, el erudito, el montañero, el teólogo apócrifo, el historiógrafo. Un bosque quizás demasiado denso para el no iniciado. Hoy merece la pena detenernos en el capitán Graves de los Royal Welch Fusiliers. Un escritor único, excéntrico, admirable, que pertenece a esa categoría de los que vistieron un uniforme con el cual matar y morir.
La lista de literatos que han disparado pistolas o arcabuces contra el enemigo es larga, de Cervantes a Orwell, sin olvidar a otros gigantes como Tolkien o Salinger. Cuando la guerra ha adquirido dimensiones de muerte industrializada, la totalidad de una generación se ha visto obligada a desfilar al ritmo de marchas militares. Tanto es así que hasta podríamos hacer clasificaciones de literatos por tierra, mar o aire. Desde el aire hicieron la guerra otros grandes como Dahl o Saint-Exupéry, que también podría entrar en la categoría de genios que nos robaron las malditas guerras.
Pero uno ha querido hoy venir aquí a maldecir todas las guerras rindiendo homenaje a Robert Graves, con la gran oportunidad que nos brinda la nueva edición de Adiós a todo aquello (Alianza Editorial, 2024). El capitán Graves murió en la Gran Guerra: así lo atestigua la fría y protocolaria nota que su destrozada madre recibió en julio de 1916. Lamento mucho tener que escribirle y comunicarle que su hijo ha muerto a causa de sus heridas. Era muy valiente y lo estaba haciendo muy bien, y es una gran pérdida.
Sí, digo bien, el capitán Graves murió empuñando su fusil en el frente de batalla en 1916, porque el escritor que décadas después nos regalaría tesoros como Yo, Claudio, La diosa blanca y una hermosa obra poética era otro. Alguien que había atravesado la puerta del dolor y conocido la codicia y la bajeza del ser humano. Fiel a todas las volteretas de su existencia, tuvo que escribir de su puño y letra una nota a su madre para desmentir su fallecimiento. La persona que regresó a Inglaterra ya no sería ese capitán de veinte años.
Es interesante entender por qué Graves escribió estas memorias bélicas en 1929, en un plazo tan corto como nueve semanas. Porque, ¡oh!, ¡ah!, ¡horror!, ¡vergüenza! Graves quería huir de todo aquello, pero para huir necesitaba el dinero de un éxito editorial. De alguna forma esta primera edición de 1929 facilitó su huida material… a la soleada isla de Mallorca.
¿Y qué era todo “aquello” a lo que Graves quería decir adiós? Aquí encontramos el núcleo existencial del autor. No sólo huía de las heridas de una guerra que nunca acaba, de sus cicatrices físicas y de sus secuelas mentales. Por añadidura, Graves quiere mandar al infierno un mundo demasiado antiguo para una generación demasiado moderna. Un mundo en el que estaba predestinado a engrosar toda la carcunda académica, otro ser más despojado de su libertad mientras sorbe tragos de oporto rodeado de obesos catedráticos de retórica bizantina. No querrá ser parte del establishment; tampoco cómplice. Adiós a todo aquello. Sin dinero, sin amigos, decide poner tierra de por medio y huir hasta el Mediterráneo, enterrando con esta obra todo su pasado tras él.
La propia guerra fue la primera huida de su vida. ¿Qué buscaba un literato alistándose en el ejército para combatir en una guerra si no huir? Huir de su destino en Oxford rodeado de las peores ratas que puede alumbrar una sociedad enferma y decadente. Una sociedad tan llena de tabúes sexuales como un campo de minas. Por eso decide alistarse, para escapar de su destino académico, de las interminables horas en un club bebiendo una fila infinita de gintonics lisérgicos mientras su vida se escapaba. Negando sus propios instintos. Unos meses en una guerra que sería apenas resolver de forma educada un malentendido entre dos países civilizados como Inglaterra y Alemania. Lo arreglarían como caballeros. ¿Qué podría salir mal en ese tipo de guerra educada? Curiosamente, Graves provenía de una familia alemana y es más que probable que tuviera más familiares en la trinchera contraria que en la suya propia.
No encontraremos en esta obra al Graves más antibelicista. Se limita en muchos pasajes a narrar trivialidades de la vida de trinchera, desde el rancho a la limpieza. Recordemos que, al fin y al cabo, la edición original no fue concebida como un canto a la paz, sino como un salvavidas económico y (¡oh!, ¡ah!, ¡horror!, ¡vergüenza!) Graves sabe qué quiere leer el lector británico de 1929. Es en otro Graves, en el Graves poeta, el amigo de Owen y Sassoon, compañeros de uniforme y versos, donde se desplegará este grito contra todas las guerras malditas. El de “la fruta entre mis labios en sangre coagulada, se había transubstanciado, y exudaba la pálida rosa un olor enfermizo”. Es ése el Graves auténtico, el antibelicista que ha sufrido en primera persona la guerra. La Primera en carne propia, la Segunda se cobraría el terrible precio de la vida de su hijo David.
Aquí hay poco énfasis en los cuerpos en descomposición, la putrefacción de la carne, la suciedad hedionda de las trincheras, los miembros destrozados, la estupidez de los mandos o el bloqueo mental. Hay más de ese horror en la poesía de su amigo Sassoon, que curiosamente siempre encontraba a Graves demasiado realista, mientras Graves lo consideraba demasiado fantasioso. Sus escrituras no siempre confirman esta creencia. En Adiós a todo aquello nos encontraremos narraciones sobre prostitutas, huevos con salchichas y sobre defecar en una letrina pública codo a codo con el mismísimo príncipe de Gales. Recordemos, Graves sabe lo que los lectores de 1929 quieren leer a cambio de pagarle su huida al Mediterráneo. El Graves antibelicista se reivindicaría años más tarde, cuando decide retirar algunos de sus poemas por no considerarlos suficientemente pacifistas.
Aquellos lectores más historiográficos, los que disfrutan con la meticulosa descripción de los grandiosos planes de guerra que llevaban oleadas de jóvenes al matadero, no van a encontrar en esta obra la mejor crónica de la Gran Guerra. Graves, tan profuso en detalles escatológicos, mezcla fechas, confunde lugares, y sospecho que usa la imaginación de una manera activa para tapar tanto olvido voluntario. En su primera edición, fue el precio por relatar en nueve semanas una guerra ocurrida más de diez años atrás. No se le puede exigir verosimilitud a la memoria de un soldado que se automedicaba una botella de whisky diaria. El aluvión de críticas de sus compañeros de armas, amigos y hasta familiares sirvieron para enderezar, siquiera en parte, tanto error en las crónicas con la edición revisada en profundidad de 1957. Es en esa revisión en la que se basa la traducción a nuestra lengua que llega a nosotros en 2024.
A pesar de ser una obra que evita el lado más repugnante de la guerra, en ningún momento cae en la tentación contraria de edulcorar conceptos tan amados en la época como la gloria, el honor, el poder, su graciosa majestad o el dominio del imperio. Como señala, un patriota no va a durar mucho encerrado en una trinchera. O lo matan antes o abre los ojos después, viene a decirnos. No hay ninguna referencia a la defensa de la patria, a lo británico como moral superior o el amor al rey que cambia de apellidos para ocultar su ascendencia alemana (igual que Graves). Por el contrario, hay una bella llama que abarca todo el libro sobre el sentido de pertenencia a un colectivo. No desde luego a los millones de ciudadanos del Imperio Británico, muchos de ellos viviendo plácidamente la guerra en sus casas. Graves sabe plasmar el amor a sus compañeros de trinchera. No a toda la línea de trinchera, es el sentido de pertenencia a un regimiento, los Royal Welch, los que están combatiendo a su lado, cubriendo sus espaldas y salvando su vida cuando es necesario. Un amor que prolongará a lo largo de su vida, y que tomará el testigo con su hijo William, aún vivo y actual albacea del autor. El mismo hijo que en una reciente visita a Madrid nos confesaba que su padre sufrió neurosis postbélica hasta su fallecimiento en 1985. Esas secuelas del Adiós a todo aquello perduraron como una tortura hasta setenta años después, cuando un anciano en Mallorca se sobresaltaba ante cualquier ruido de la casa. Malditas todas las guerras.
Habrá que reconocer también el acierto en la elección del traductor de la obra, un Alejandro Pradera cuya primera decisión confirma su maestría en la traducción. La poca fama de esta obra en nuestro idioma en parte se explica por las malas traducciones anteriores. Por eso Pradera acierta de pleno cuando cambia el título de la obra traducida. Goodbye to all that se había traducido en el pasado como Adiós a todo eso. ¿A todo “eso”? ¿A algo próximo a la segunda persona, al lector? ¿Qué tiene que ver la maldita trinchera y el establishment de los años veinte con el lector? No, en verdad es justo ese cambio a Adiós a todo aquello. Un aquello ajeno tanto al lector como a Graves.
Sospecho, y es mi hondo deseo, que Robert seguirá regalándonos futuras joyas cuarenta años después de su fallecimiento. Es un secreto a voces, que podemos compartir aquí con vosotros, que como epistolario escribió más de 6.000 cartas amarilleadas por el paso del tiempo, algunas (muchas) guardadas bajo siete llaves. Más pronto que tarde despertarán para nosotros en las páginas de un libro. Hágase.
Y despidámonos aquí de todas las malditas guerras. Leed literatura bélica, debemos conocer bien al enemigo (la guerra) si no queremos que nos destruya.
Antonio Tena @doctorpalabras (España, 1977) es una de las voces de la nueva narrativa que surge tras la pandemia. Escritor de numerosos relatos breves, en 2022 publica su primera novela, Nemesio o el caos. Influenciado por la narrativa inglesa, defiende una vocación multidisciplinar y mestiza de la narrativa actual. La globalización y la imparable transformación social son algunos de los ejes sobre los que reflexiona su obra. Ha sido galardonado con los Premios Fray Francisco de las Casas (2021), G. K. Chesterton de Relato Breve (2023) y Café Central (2024).
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