Carta inédita a Y. D.


por Bruno Robledo

A Clara y a Y. D. más que a él,
porque sin ellas es probable que no hubiese sido
el Rulfo que leemos y releeremos siempre.

 

México, Distrito Federal a veintisiete de Febrero del dos mil diecisiete

A Y.D.

 

No sé por dónde empezar mi carta. Hay tantas cosas que decirte. Que reprocharte. La distancia Las noches Los poemas Los puntos y seguido Los libros La vida. La risa sin ti no me da alegría. Ayer he bebido varios tragos de pulque, me he acordado de ti mientras veía flotar en el agua de una fuente morados lirios parecidos a tu boquita. Es verdad, yo pienso más en ti que tú en mí, me es natural, pues yo me siento dichoso de dormir en tu corazón, sé que no te merezco, soy un hombre común y corriente que te quiere como nadie y ninguno. Y es por eso que al verme me has tendido tu mano, tu mirada. Desde que llegaste hablo en otro lenguaje, ignoro otro modo de darme a entender, ahora pueblo el aire con palabras de aire y puedo poblar, sea donde sea que estés, tus noches con palabras de la noche. Yo te estaba hablando sobre la fuente, no sobre las palabras de la noche. El jardín de ayer tenía árboles por doquier. En medio de la fuente llegaban pájaros y cuervos a beber. ¿Tú los mandaste a verme, dímelo o acaso eras tú esa parvada de pájaros? Fui a caminar por las calles del centro de la ciudad. Fui a por pulque natural de nuevo. Caminé bajo el sol, entre las gentes, fui por calle Madero y me desvié en Motolinia. Camine por los senderos del centro histórico. ¿Has visto cómo crece la hierba en las esquinas, que están más cercanas al cielo, de los edificios, alta e imponente?

Me he propuesto dibujar tu nombre en esta carta, dibujar tu rostro. No voy a descifrarlo. Es promesa. Aunque sé que, si los hombres del mundo vieran tu rostro, créeme cuando te digo que, si eso pasará, la guerra se detendría, las armas caerían al suelo. Y no sólo los hombres, las mujeres, los tigres, las saetas de la vida, el infinito, la literatura se levantaría del profundo sueño de Aurelia.

He pensado mucho en qué es la literatura, qué es la existencia. Estoy preocupado por el mundo, mujer. Me preocupo porque es aquí donde naciste, nacimos. No puede ser que el mundo sí sea la carcajada de un dios/diosa que fue provocada por la estupidez de un bufón. Hablemos de otra cosa, prefiero verte y dialogar contigo sobre eso. He leído muchísimo. Procuro leer más que escribir, sin embargo, ya escribo por una necesidad que no comprendo, Y. Ojalá tú me ayudes a entender esta necesidad tan extraña que tengo de pensar y verme en el espejo que es la página en blanco. Leí algo de Rulfo, las cartas a Clara; y he pensado en ti, has aparecido. Es un fragmento pequeño de una carta, que me gustaría que lo leyeras, cómo si Rulfo y yo te lo hubiésemos escrito a ti, porque Yaneth —discúlpame por decir tu nombre. ¿Debería de llamarte Clara? He dicho que dibujaría tu nombre y he cometido un error; te lo prometí y no he podido contenerme, pero es que eres una luna adentro de mí hirviendo como una sol en la lumbre de un anafre; tú sabes que hay cosas que llegan a este mundo que son irrepetibles, así tú, así estas palabras:

Ayer pensé en tí, además, pensé lo bueno que sería yo si encontrara el camino hacia el durazno de tu corazón; lo pronto que se acabaría la maldad a mi alma.

Por lo pronto, me puse a medir el tamaño de mi cariño y dio 685 kilómetros por la carretera. Es decir, de aquí a donde tú estás. Ahí se acabó. Y es que tú eres el principio y fin de todas las cosas.

—J. Rulfo

Ahora que lo sabes, nunca me dejes de ver porque, es verdad, yo amo tus ojos. Y sospecho que mi cariño es más grande. No confió en el tiempo y el espacio, Yaneth. Yo te siento aquí, sentada en mis piernas. Nunca dejaré de escribir, de escribirte. Y no es tanto por Rulfo y sus palabras, sino que yo sé que sin ti no hay yo. Sin mí, sí hay tú. Sin ti yo soy un fantasma de Comala. Mi escritura es un ejercicio contra el desvanecimiento de mi espíritu y mi memoria. Lucho por salir de esa condición deplorable de fantasma en la que a veces me sumo, y es cuando me doy cuenta que ya está tu boca encima de la mía y mi sangre empieza a galopar contra la muerte, los ojos me brillan, respiro por las narices como una manada de bisontes salvajes, los músculos y las arterias se avivan, brasas inapagables; y empiezo a saber qué es tener un cuerpo. Todo escritor es un fantasma entusiasta.

Yo no alcanzaría a llegar ser ni un recuerdo en mi soledad. Yo era un desdichado y así vivía. Es la verdad, pero. En tu boca, en tus ojos, me siento como un dios pequeño, te escribía para decirte eso, principalmente. Otra cosa, ¿te ha gustado ver tu nombre? No frunzas el ceño. Ve por una manzana, imagina que es mi corazón y cómetelo.

Sinceramente tuyo,

Bruno

 

Ilustración editada a partir de “Little Stories” de Paul Balluriau.

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