Por Alonso Núñez Utrilla
No voy a andar con rodeos. Me gustan las piernas; amo, adoro las piernas femeninas.
Cuando salgo en busca de mi próxima presa (quizás el término “presa” resulte demasiado exagerado, no soy ni tan atractivo ni tan galán como lo puede sugerir dicha palabra, pero por alguna razón no se me ocurre otra forma de expresarlo), cuando salgo en busca de mi próxima presa, digo, poco o nada me importan las demás características que, por lo que he escuchado en más de una conversación masculina captada de forma furtiva, se buscan en una fémina y que, de hecho, se pueden resumir en tres: rostro agraciado y un busto y trasero abundantes; es decir, bultos. Ya sean los dos grasientos pares de bolsas que conforman los pechos y las nalgas, o ese saco de sesos, ojos y dientes que es la cabeza y que se encuentra unido al resto del cuerpo únicamente por el cuello, no me interesan en lo más mínimo. Yo amo las piernas.
Si tengo la fortuna de hallar un par de piernas hermosas, es decir, ni tan enjutas que parezca que se quebrarán con el siguiente paso como el grafito de un lápiz, ni tan gruesas que hayan perdido su forma humana, hago lo posible por conseguirlas. Aunque ya he dicho que no soy ningún Adonis y que no me considero un maestro en el área de las conquistas, me permitiré pecar de soberbio al decir que pocas veces se me resiste la dueña del par de columnas, no de mármol sino de carne, a la que le he echado el ojo. Sin importar su raza, su edad (siempre dentro de lo legal, claro) ni su estado civil (aunque sea inmoral, claro), dedico todos mis esfuerzos en conseguir mi objetivo. Sin embargo, no pretendo fastidiar con la explicación de mis métodos, los cuales, además, no cualquiera puede llevar a cabo con éxito; lo importante es que a mí me funcionan y dejémoslo así.
Ahora, entrando propiamente en el tema, supongo que habrá una que otra miserable alma que no logre comprender el por qué de este gusto mío. También existen algunos pseudo-psicólogos y demás “expertos” que argumentarán que dicha atracción tiene su origen en la necesidad biológica de procrear individuos sanos, los cuales es más seguro que nazcan de una mujer con piernas y caderas que den a entender que el producto saldrá fácilmente o no sé qué cosa por el estilo, verborrea inútil. Nada más simple, las piernas son la representación por excelencia del deseo. Cuando se observan esas dos extremidades que soportan todo el peso del cuerpo es con la intención de ver lo que hay arriba de ellas. Las piernas son el delicado tallo que conduce a la flor tan anhelada. Aquellos que obtenemos placer únicamente de las piernas es porque sabemos disfrutar del deseo en sí. Somos aquellos que, al ver a una mujer, fijamos la vista en sus pies para luego escalar lentamente por sus tobillos, sus tibias, observar la flexión rítmica de las rodillas, el apenas perceptible estremecimiento de los muslos, el nacimiento del trasero y luego… volver a empezar; somos los que nos maravillamos ante el truco del prestidigitador y no queremos saber lo que hay detrás de éste. En mi caso, se ha llevado a cabo un curioso fenómeno semántico, si bien las piernas deberían representar sólo un preludio (y es ahí donde yace su atractivo), al mismo tiempo se han convertido en la zona de placer en cuestión. El tallo es a un mismo tiempo la flor. Ya sean unos jeans ajustados que funjan como una segunda piel; unas medias largas que recuerdan la existencia de tan hermosos miembros a los despistados para luego interrumpir bruscamente el ascenso de sus ojos (terrible y exquisita sensación) a menos que se encuentren unidas por un liguero que, al igual de la mirada del extasiado espectador, se tensa a la más mínima insinuación de movimiento; o simplemente unas piernas desnudas, su sola vista me obliga a recurrir a la totalidad de mis fuerzas para no masturbarme en ese mismo instante. Pero eso es parte del placer.
Después de los preparativos correspondientes procedo a frotarme contra el objeto de mi deseo como lo haría un perro en celo. Si bien es cierto que necesito la vagina y el culo para completar la fantasía, pocas veces recurro a penetrarlas o a que me penetren (todo sea dicho). Me basta con que unos pies unidos a las tan adoradas piernas me acaricien el pene para quedar más que satisfecho. No es por sonar petulante pero puede transcurrir hasta una hora antes de que las rítmicas contracciones de mis músculos bombeen el semen del orgasmo. El placer es tal que, al final de todo el proceso, apenas y me molesta el dolor en los brazos…
Aun así, si bien experimento una cierta sensación de éxito cuando logro dejar una sonrisa en sus rostros cuando finalmente las dejo en las puertas de sus casas (soy todo un caballero), por algún motivo, las más de las veces me despiden con una mueca cuyo significado ignoro. Ya qué, tampoco es que eso me preocupe mucho; después de todo, sé que, en casa, todavía dispondré de sus piernas por un par de noches más, antes de que la putrefacción haga lo suyo y yo tenga que salir a buscar otras.
Sobre el autor. Alonso Núñez Utrilla (Ciudad de México, 1990). Estudiante y tesista de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Trabaja como digitalizador de textos y corrector de estilo freelance.
Ilustración de Gadelei le Vagabond.