Posdata: ¡viva la familia Burrón!


Hace casi un año me llevé una inesperada y grata sorpresa al enterarme que el libro más vendido de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería en la Ciudad de México no fue una de las sagas juveniles de distopías tan en boga ni tampoco el sonadísimo capital en el siglo XXI de Thomas Piketty, sino las compilaciones de La familia Burrón, historieta realizada por Gabriel Vargas de 1948 a 2009.

En este país los clásicos nacionales que se leen y releen son Pedro Páramo, El laberinto de la Soledad y unos cuantos más. La permanencia de estos libros se explica, entre otros factores, por su lugar en el canon oficial. Son lecturas obligadas durante los años escolares. No es el caso del cómic de Vargas, leído y preservado gracias a las posibilidades propias de la literatura popular. Es sin duda un fenómeno insólito en el mundo de la historieta occidental, un cómic de autor realizado semanalmente por más cincuenta años con guion, trazos y producción (en su segunda etapa) del propio Vargas, con ayuda de su esposa, Guadalupe Appendini, y un grupo reducido de dibujantes, entre ellos, su sobrino Agustín “Guty” Vargas, ilustrador de las portadas.

Primero hablaré de las características de los catorce tomos de compilaciones, editadas por el propio Vargas, que han sido publicadas por Porrúa, para luego resaltar algunos aspectos que me parecen interesantes de la trama. En términos materiales la edición es de buen tamaño y con una impresión de calidad; sería difícil imaginarse que se lee un cómic de hace cuarenta o cincuenta años.

Un aspecto con el que se debe de tener cuidado en este tipo de ediciones compilatorias de cómicses el encuadernado; es muy común —sobre todo en las antologías estadounidenses— que éste sea deficiente y que, a los pocos días de manipular el ejemplar se comiencen a desprender las hojas. No es el caso de los tomos de La familia Burrón, cuya calidad de empastado le garantiza una larga vida. De hecho las pastas duras y la cantidad de páginas, que rebasa la centena, le dan la apariencia externa de un libro convencional.

Para los interesados en aspectos biográficos las introducciones de cada tomo pueden resultar atractivas, ya que son textos escritos por el propio Vargas o por gente cercana a él que narran anécdotas con algunos datos relevantes. La única queja que tengo es la falta de datos sobre los cómics recopilados. En ningún lado se menciona los números o los años de su publicación original. Sí, se trata de una edición para el divertimento, pero ese tipo de datos son elementales, sobre todo si lo que se busca es conmemorar a un clásico.

El universo ficticio de La familia Burrón es inmenso, acaso comparable con los mundos de Marvel y DC. Los protagonistas son el decente pero pusilánime peluquero Regino Burrón, sus hijos Macuca, Regino chico, Foforito, quien prácticamente era un hijo adoptivo, y, encabezando al clan Burrón, uno de los personajes más emblemáticos de nuestra literatura popular mexicana, Borola Tacuche, la mamá. El reparto lo completan otros personajes de la Ciudad de México, como Floro Tinoco, doña Burbuja, Susano Cantarranas, la Divina Chuy, Telesforeto Colín, el muñeco Pompeyo, Briagoberto Memelas, Juanón Teporochas, Caledonia y Guen Caperuzo, Isidro Cotorrón, Alubia Salpicón, Palemón Palomares, entre muchos otros.

No sólo los nombres tienen una sonoridad cómica, también la jerga vecinal con la que hablan los personajes propia de mediados del siglo pasadoes digna de risas e incluso, quizá, de un estudio lingüístico pormenorizado. Palabras y expresiones como toletes, pelangoche, cuatiza, tepalcates, chipirones, bilimbiques, chuchos, el juego del uca uca boruca, quirrirrus, me cuachalanga, malorear, rorra, sacudir la zona del aguayón, mover el bigote, tlaconete, descomer, cacayacas, pirrimplines, la vidorria, alcachofa, las de galopar, piquete de chiva y copetín, por mencionar algunas.

Una buena parte de las expresiones hacen referencia al dinero, la preocupación central de una familia paupérrima como los Burrón. Borola, un personaje más pragmático que programático, siempre andaba buscando la manera de conseguir más dinero para el gasto, debido a que la peluquería de don Regino no dejaba mucho. El humor y la pobreza se entrelazaban. La frase que se leía en varios números “ediciones optimistas para la gente que sabe reír”, bien podía ser tomada como una advertencia. Además del humor blanco, acorde con los trazos redondeados e infantiles de Vargas, había otro tipo de comicidad, más ácida y oscura. Como por ejemplo, el personaje Ruperto Tacuche, hermano de Borola, ex convicto que busca llevar una vida decente dentro de la ley pero, por múltiples malentendidos derivados de su pobreza, siempre acaba en la cárcel.

Propongo releer la obra de Gabriel Vargas no por la risa inocente ni por la nostalgia, sino por la crítica irrefutable que se articula, propia de un cronista urbano que cuenta las cosas como las ve. En los últimos tomos de La familia Burrón, correspondientes a la década de los noventa, se incorporan a los relatos las repercusiones que tuvieron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la devaluación del peso y la desaparición de la vida vecinal debido al proceso de modernización de las vialidades en la ciudad. En este contexto los personajes de este universo se muestran multifacéticos, contradictorios y con mayor complejidad que los superhéroes del cómic norteamericano.

Entrada previa Dos cuentos
Siguiente entrada Los trucos del poema