El monje de la grasa


por Guillermo Muñoz


Alfredo era asquerosamente gordo. Su enorme culo no cabía más que en sillas fuertes; prefería no salir, pues casi en ningún lugar había sillas lo suficientemente sólidas para resistir sus 220 kilos de peso, no había automóviles, no había taxi que resistiera su peso, ya no digamos mujeres, siempre había estado solo, a sus 33 años sabía que iba a morir solo, tal vez mañana, tal vez pasado, pero él sabía que iba a morir solo, como un enorme, grasoso y colosal perro. Esa mañana dejó la televisión apagada y mientras comía se veía en el reflejo de la televisión, paleaba la caja de cereal con leche como si fuera cemento caliente, lo hacía como todo lo que hacen los gordos, lenta y parsimoniosamente, con mucho ritmo, sonrió y siguió viendo su enorme mandíbula moverse, machacando el cereal de chocolate.

Cada día le costaba más levantarse de la mesa, estaba pensando en contratar una sirvienta para quedarse frente a su ordenador, trabajar, jugar, masturbarse y hasta dormir ahí, podría mandar a hacer una silla reclinable o, mejor aún, mandar hacer una silla de ruedas con motor, un caballo de fuerza para moverlo sería suficiente, tal vez dos para moverse más rápido, en esto pensaba mientras caminaba lentamente al baño, le dolían los tobillos y las rodillas, la cadera y a veces el pecho de lado izquierdo, necesitaba muñequeras pues tenía síndrome del túnel carpial en ambas manos, 220 kilos eran demasiado peso para un metro ochenta de altura.

Desde pequeño fue así de gordo. Su madre siempre pensó que un niño gordo era un niño sano, su madre lo alimentaba muy bien desde que cumplió los 9 meses, además de la leche materna, le daba puré de frutas, trozos de grasa de pollo frita y pedazos de chicharrón para que los chupara, cada vez que veía a su hijo de grandes mejillas, la grasa del pollo escurriendo por su boca, sonreía, era un buen niño, sano. Conforme fue creciendo cada vez comía más, era un niño gordo que también tenía problemas de autoestima. A pesar de ser el más alto y grande de su clase, diariamente llegaba con los ojos morados, alguien lo golpeaba, su madre nunca supo quién era, Alfredo nunca le quiso decir, veía los castigos físicos como parte de su beatífica obesidad, se sentía un monje de la grasa, un gordo iluminado para resistir todo lo que la vida le diera, aparte de la comida.

Logró llegar al baño, siempre sintió que las tazas de baño eran pequeñas. Bajo sus pantalones olía a mierda, nunca se podía limpiar bien el culo por su tamaño, hacía lo mejor posible pero en realidad siempre que cagaba la mitad del culo le quedaba embarrada, ya se había acostumbrado, pero la gente a su alrededor no. Por eso tampoco le gustaba salir, por el olor, por su aspecto. En realidad no le importaba, pero prefería ahorrarse los malos juicios de quienes apenas lo conocían y lo juzgaban por sus kilos de grasa. Al sentarse sintió que la taza se movía, ya estaba floja, debía llamar al plomero, porque a pesar de todo, era gordo por gusto y cagaba mucho, casi todo lo que comía, el baño solía taparse muy seguido y debía llamar periódicamente al plomero.

Cuando descansó su enorme culo en la taza del baño, sintió como ésta cedía poco a poco, pero no había vuelta atrás, ya no pudo hacer nada, la taza se reventó. Gritó de dolor, un trozo muy afilado de porcelana le atravesó todas las capas de grasa y alcanzó la arteria femoral, un chorro de sangre saltó hasta el techo, él intentó detenerlo con sus dedos de moronga, poco pudo hacer pues siguió saliendo alrededor, ya no como chorro, pero sí fluida y viscosamente. La mierda también siguió saliendo, una vez que abría la compuerta no podía detenerla, siguió cagando hasta que su cuerpo decidió que era momento de parar y ahí quedó Alfredo, en un enorme charco de sangre y mierda, mientras sentía como la falta de sangre lo desmayaba poco a poco.

—Triste muerte —dijo en voz alta, no podía gritar, no se sentía capaz de gritar, pero sí de hablar en voz baja, y era cierto, era una triste muerte, morir virgen y obeso a los 33 años era una triste muerte, bueno, tal vez para los demás, para un apóstol de la grasa como él esta era la forma idónea, sólo cambiar el paisaje, un mártir, su madre ya estaba muerta así que no habría quien pudiera llorarlo, las mujeres siempre huían de él, en la universidad intentó acercarse a muchas de ellas, Anita, Priscila, Carmen, todas huían de él como de la peste, tampoco tuvo amigos, nadie lo quería fuera de su madre o de la misma comida. Quiso arrastrarse hasta el bote de nutella que tenía en la bañera, pero le fue imposible, quería irse probando aquello que lo mató, la sangre seguía brotando, no tanta ya, se sentía cansado, empezó a cerrar los ojos, pero antes alcanzó con su mano un puño de mierda y se lo comió. Tanta mierda, adentro y afuera, cerró los ojos.



Guillermo Muñoz. Sociólogo, profesor y escritor frustrado de 35 años, tengo dos libros autopublicados (Suicidio posfechado y Solo cambia el paisaje) porque no sé moverme en la industria literaria. Escribo una columna no periódica sobre la vida en la página Stoner Heads. Solo Revista Miseria y Teoría Omicrón Revista latinoamericana de Ciencia Ficción me han publicado un par de cuentos, por lo demás me duele la espalda y bebo mucho, como el 90% de la población. Twitter: https://twitter.com/ElProfe_666 Facebook: https://www.facebook.com/ProfGuillermoMunoz

Arte: makwacheong (DeviantArt)

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