Los magos no existen


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Por Sebastián Medina Arias

 

Al final de El ilusionista (2010), dirigida por Sylvain Chomet,
Tatischeff le deja una nota a Alice que dice “Magicians do not exist”.

 

Nunca, entre algunos aplausos (de unas 15 personas en promedio), entre el olor viejo del whisky y entre pelo de conejo, vi a un hombre decaer de forma tan discreta. Nunca supe tampoco que intentaría consolar a alguien ajeno a mi tiempo, lugar, cultura y, sobre todo, realidad. Y no sé si podré, pero me veo en la necesidad de hacerlo, quizá, por un compromiso, una deuda que surge del pacto entre personaje y espectador. Además, nunca me había tomado tan personal la nota que usted, Tatischeff, le dejó a Alice diciendo que los magos no existen. Nadie nunca se había anulado a sí mismo de esa forma tan descarada.

Quizá tenga razón, quizá los magos no existen. Sin embargo, creo que la magia sí existe, hace parte de todos, no solamente como un espectáculo; va más allá, trasciende el show y se instala en todo cuanto nos inquieta y no sabemos explicar. Fíjese que Roald Dahl decía que «el que no cree en la magia nunca la encontrará». Sé que suena muy cursi, pero no quiero que usted deje de creer: me haría sentir ridículo, porque yo sí creo. Pero eso no debe importarle a usted, ni siquiera me conoce y no creo (por nimiedades de la vida) que nos lleguemos a conocer; por eso quiero mostrarle que la magia sí existe y que vale la pena creer en ella.

Edimburgo. Es extraño que una ciudad tan mágica no crea en la magia. Allí, por desgracia, usted se dio cuenta de que la magia no vale la pena, que cada vez todas las cosas son más sumarias, sin lugar a incertidumbres. Allí, por necesidad, le toco desprestigiar su oficio en una tienda de moda y hacer trucos con sostenes y perfumes para poder comer y tener contenta a Alice. Allí, en una colina llena de madrigueras, liberó a su conejo, acto irremediablemente destructivo, devastador y, sin embargo, trágicamente mágico. Debo confesarle que la liberación del conejo me hizo llorar, no solamente porque fue determinante para que usted dejara de ser el mago Tatischeff, hay algo más que no me puedo explicar completamente, pero sé que fue, de alguna manera, una escena mágica; la magia, quizá, es la respuesta más bella a lo conmovedoramente inexplicable. Es la única salida fácil que resulta más enriquecedora que una respuesta concreta, en donde las fronteras de lo real y lo mágico se desdibujan entre el mago y el espectador. Y yo de verdad, sin ánimos de ser exagerado, creo que sin la magia como una parte indispensable de la vida nos sumiríamos en una especie de letargo emocional.

Tiene que reconocer que usted perdió la pasión, pero no lo culpo por ello. Además, fue un acto valeroso perderla hasta el último minuto. Pasión no solo por su oficio, sino por las cosas del mundo,[1] las que lo mueven a uno, por decirlo de alguna manera. La pasión como un interés, una inclinación exacerbada hacia determinadas cosas tal vez es indispensable a la hora de comprender a cabalidad aquello que nos interesa. De hecho, la pasión que sentí por su historia fue la que me llevó a escribir esto, y la pasión en general me llevó a escribir todo lo que he escrito en mi vida, y estoy seguro de que la pasión por la magia fue la que lo llevó a usted a ser en gran Tatischeff. De la misma forma en la que una explosión produce (y necesita) una liberación repentina y violenta de energía, en la magia es indispensable la pasión, tanto para quien la hace como para quien la observa, porque la magia es siempre un conjunto sucesivo de inmediateces que enardecen la imaginación.

Las personas, de alguna u otra manera, tienen la necesidad de escapar de la realidad. Vargas Llosa dice en su ensayo “La verdad de las mentiras” que sólo a partir de las ficciones «nuestra vida real se abre y salimos a ser otros»[2]. Considero, sin embargo, que podemos abrir nuestra vida real y ser otros no únicamente por medio de las ficciones, sino también con esas explosiones que estimulan nuestra imaginación. Hoy que somos adultos, somos una persona diferente de la que fuimos cuando niños. Indudablemente la magia abre nuestra vida real, e indudablemente la magia, de alguna manera, nos hace sentir como cuando éramos niños, cuando el mundo era un espacio lleno de inquietudes; si la magia nos vuelve niños, es también por la misma actitud abre-realidades. Ocurre algo similar, por ejemplo, en Cien años de soledad: cuando nos enfrentamos a un lugar atemporal, en donde ciertas experiencias mágicas conviven con la cotidianidad de un pueblo que hasta ahora está conociendo el mundo. Al leerla somos parte de ese pueblo, y tanto las maravillas de la alquimia como la extraña lluvia de minúsculas flores amarillas nos hacen ser una persona totalmente diferente: el niño que dejamos atrás. Porque ni la magia ni la lluvia de flores se nos presentan como algo descabellado o incoherente, se nos presentan como algo inquietante y bello. Ya conocimos al gran Tatischeff, pero ¿dónde quedó el pequeño Tatischeff, ese que seguramente soñaba, desde que obtuvo la capacidad de soñar, que sacaba a un conejo malgeniado de un sombrero? Recuerde que esto es algo mutuo.

Usted, que siempre fue un gran mago, no crea que el problema es el oficio en sí. El mago, ante todo, es un equilibrista que camina entre el engaño y la verdad, tambaleándose constantemente. Porque la magia, el acto mágico, no es una simple representación. La magia, en términos estrictos, tampoco es ficción. Es, quizá, la manifestación física del concepto de ficción; concreta, asible (aunque de esta manera se arruine y el equilibrista caiga), y por eso mismo frágil y volátil. Se juega con las costuras; al igual que la moneda, se esconde detrás de las orejas, donde nadie la puede ver. Por desgracia, las personas de Edimburgo prefirieron la seguridad de sentirse engañados sin ningún tipo de riesgo, como con los conciertos de “The Britoons”. Abandonar la magia no es el camino, y menos cuando ahora tiene la oportunidad de remediarlo.

Tampoco se sienta anticuado o prescindible. Tanto para la película en sí y todo lo que esto implica, como para Alice, usted es realmente necesario. Incluso después de que ella supiera que los magos no existían, el mago Tatischeff que la cuidó no dejará de existir. No se aflija por culpa de los demás. Para Alice, para mí, incluso para el conejo, usted es un gran mago. No abandone la magia: renuévela, aprópiese de ella y haga cosas nuevas. No crea, tampoco, que usted no tiene nada que ver. Hay que reconocer que hacer los mismos actos durante tanto tiempo hace perder la magia de la magia. Póngase en la tarea de crear nuevos trucos, así las cosas no salgan como deben. No se preocupe, así el espectador vea sus trucos descubiertos, no pasa nada. Esas costuras, fíjese, son apreciadas en otras partes del mundo. En Japón, cuando se rompe una tacita o un jarrón, hay personas que los arreglan con un barniz dorado y así realzan la belleza de las cicatrices.[3] Incluso Juan Tamariz, un colega suyo, utiliza “las costuras” de la magia para hacernos reír. Recuerdo un acto en que él supuestamente le presta sus poderes psíquicos a la esposa y le dice que adivine en qué mano tiene cierto objeto, ella falla y Tamariz le dice «¡concéntrate, mujer!» con lo que, en la segunda oportunidad, acierta. Si nada de esto funciona o si ya realmente no quiere ser más un mago, lea. Como ya le conté, la literatura es otra especie de magia, quizá aprenda algo de ella. Lo importante es que se dé cuenta de que la magia existe y se manifiesta de muchas maneras.

Tatischeff: puede que los magos no existan, pero con usted aprendí algo muy importante, y es que la fascinación por la magia (esa inexplicabilidad voluntaria, esa falta de respuestas) siempre será inherente a la condición humana porque, de alguna manera, somos seres que a lo largo de su historia se han redefinido mediante el asombro que produce lo que no se puede comprender. Y que alguien me enseñe eso en verdad es el mejor truco de magia que he visto.

 

Notas

[1] “Las cosas del mundo” es, si se puede, un concepto usado en Cien años de soledad que hasta el día de hoy se me hace mágicamente abrumador.

[2] Vargas Llosa, Mario. “La verdad de las mentiras”. La verdad de las mentiras. Madrid: Punto de lectura, 2007. Página 22. Digital.

[3] Kintsugi, práctica japonesa en la cual se reparan objetos de cerámica con un barniz de resina y polvo de oro.

 

Entrada previa Estampa e ilustración digital - Daniela Itzel Ramírez Palacios
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