El final es feliz (fragmentos)


por Majo Delfín


I.

Todo cambió el día en que Julieta conoció a Ofelia. Fue en una fiesta de su padre con sus socios del trabajo, un gran evento para presentarla a la sociedad (pero sobre todo al hijo rico de la compañía rival). Huyendo furiosa del acoso abrumador, el ruido y el champán, la joven encontró a su invitada sola en el baño. Tenía el rostro hinchado, la mirada blanda de tanto llorar y el corazón roto por los berrinches dramáticos de un novio abusivo. De golpe, la anfitriona arrancó de su mano temblorosa la navaja que vacilaba sobre su muñeca y, al voltear, la triste mirada de la joven se duplicó en el espejo. Cuando sus ojos se encontraron, lo que nació fue tan fortuito y hermoso como un eclipse total.

Deseando escapar, se consolaron toda la noche con lo que creyeron que era solo amistad, pero rápidamente descubrieron que era mucho más. Después de todo, su destino siempre estuvo prescrito en las estrellas, pero de ellas dependía cómo sería el final. La primera: Leo, feroz y valiente, un destello en la noche; cual Juana de Arco, era de armas tomar. La otra: Piscis, suavidad y emoción; una dulce caricia a la luz del alba, la doncella Proserpina obsequiando flores. Fuego y agua, sol y luna: oposiciones perfectas como en una tragedia clásica. Ambas se encontraron en la oscuridad y lo que siguió fue tan rápido como el desenlace de una obra en cinco actos.

Los días pasaron en encuentros nocturnos y palabras tiernas, mensajes en código, promesas selladas con besos apasionados y tímidas manos que se tocan. La espera era cruel. Durante el día, Julieta estaba enterrada viva, aplastada por la exigencia y el nombre de su familia. Ofelia era una fantasma andante, ahogándose en una relación tóxica para complacer a su padre. Pero cuando estaban juntas, la ira de Julieta se extinguía y el llanto de Ofelia se secaba. En el espacio secreto entre sus brazos, los nombres se desvanecían y sus bellas esencias relucían por sí mismas. Una continuaba a la otra, extensiones armoniosas que pasaban de una boca a otra, terminando versos y oraciones a un ritmo perfecto. Sin embargo, las palabras se desdibujan, el cobijo de la noche es mercurial, el que ama a una estrella la pierde y el peso de su secreto se volvió una sentencia sepulcral. El tiempo se agotaba, así que ambas decidieron escribir su propio soneto…

En el aniversario de la fiesta, Julieta escapó por su balcón para encontrarse con Ofelia junto al lago. Ella, sonriente, la recibió con un colorido ramo de aguileñas, margaritas, pensamientos y violetas, tributos amorosos cuyos significados les pertenecían solamente a ellas. De ahí, corrieron entre sombras a la parroquia más cercana y cuando pasaron junto a las criptas, pensaron ansiosas en su próximo renacer. Finalmente, se detuvieron frente al altar con los corazones palpitándo en pentámetros y juraron amor constante, pero el buen fraile las traicionó y sus padres irrumpieron repentinamente a media ceremonia con su fúrico valor desenvainado. Frente a su agresión, las jovencitas se tomaron fuertemente de la mano y no se dejaron separar. Sus rostros relucían cual astros resplandecientes con vida y determinación, cegando a sus agresores. No serían títeres de sus padres ni de la sociedad nunca más. Al invocar el amanecer, escaparon abrazadas por la puerta trasera y se fundieron, exiliadas, con el horizonte, en busca de un hogar donde dejaran de ser sólo una ficción.


II.

Cuando Adán se fue, Eva no supo a quién culpar. ¿Quién se había equivocado y qué matrimonio podría sobrevivir la muerte de un hijo? ¿Más aún si el asesino fue su otro hijo? ¿Cómo podía ser Dios tan cruel? Estas preguntas la asediaban cada noche, preguntas que siempre incomodaron a su esposo. Desde que Eva abrió los ojos por primera vez, lo único que había conocido era la vergüenza y la calamidad. Ahora, un vasto y solitario desierto se extendía ante sus pies. Después de su error, lo único que había querido era ser una mujer leal y una buena madre, pero el peso de su transgresión original era mayor que su culpa. ¿De qué había servido el dolor, la sangre y el llanto que había soportado como castigo por años? Después de expulsarla de su hogar, su Padre le dio la espalda y nunca supo más de Él. Todo había sido su culpa y lo único que tenía era Adán, hasta ese momento…

—Debió ir a su primera esposa, siempre bella. Esa serpiente es el origen de todo mal —dijo, resentida, hacia sí.

La segunda mujer miró su reflejo en las aguas del oasis y vio un rostro hundido por el duelo y el hambre, ojos miel oscurecidos, su piel morena tocada por los primeros retoños de la edad. Casi no se reconoció. Apartó la mirada, sintiéndose sucia en su carnalidad. Apenada por sus celos y debilidad de espíritu, huyó de las lluvias de fuego y los torrenciales de sulfuro que se avecinaban, buscando su camino. De repente, un enorme felino de pelaje azabache se materializó entre las dunas, pero Eva había gobernado en el jardín por encima de todas las bestias y no temió a su semblante salvaje. Amansado por su valor, el gran gato se presentó como Asmodeo. Al tener poder sobre su nombre, él la guió a un refugio donde estaría a salvo de la iracunda intemperie. Así fue como, providencialmente, Eva llegó a la cueva de la dama del aire, la monstruosa madre de la noche: Lilit.

Para su sorpresa, esa hermosa criatura con ojos de serpiente y cabellos ardientes la recibió con júbilo, pues nadie ha de echar a un visitante de su umbral, ni siquiera aquella que fue rechazada en el comienzo. En realidad, la primera mujer no tenía nada demoníaco más allá de su estruendosa risa y tempestuoso carácter. Satisfecho, Asmodeo se fundió con la sombra de su ama y Eva presintió que ella la había estado esperando durante siglos… No obstante, su infame anfitriona era dadivosa, compartiendo el poco alimento, agua y calor que tenía con su huésped y como Eva hizo cuando amamantó a Abel, Lilit calmó las tormentas de su progenie con su voz de lechuza. De los labios de aquella que alumbra monstruosidades solo vertieron melodías ululantes y bellos sonidos que reavivaron las ascuas del fuego. A su canto le daba cuerpo el anhelo de un hogar perdido y despertó una dulce tristeza en el pecho de Eva quien, conmovida, finalmente rompió en llanto. Así que la enfrentó sobre su primer y fatídico encuentro en el paraíso. La dama oscura simplemente suspiró y secó sus lágrimas con gentileza:

—Mujer, esperaba que aquel fruto también abriera tus ojos y vieras tu vida como realmente podría ser.

Sus palabras estaban preñadas de compasión, y ante tal cruel honestidad descubrió que ya no tenía más culpas que dispensar ni lágrimas que verter. En la profundidad de sus oscuros ojos, Eva vio el firmamento nocturno y en su triste mirada reconoció su propia soledad. Entonces le fue revelado que el mal no proviene de la nada y en el vacío siempre habrá luz… Así fue como cedió a esta segunda tentación y, sin darse cuenta, pasaron siete días y siete noches juntas. La estancia en la cueva regresó a Eva su alegre juventud y su risa de alondra llamando al sol. Había sido tocada por una libertad infernal que engendró algo nuevo y maravilloso en ella: un coraje divino. En las profundidades de la tierra, protegida por los muros de granito, finalmente pudo dar voz al enojo que su piadosa humildad había callado y Lilit bailó con ella entre las sombras, celebrando su libertad.

La primera mujer giró hacia Eva, consolada por su aceptación y luz, mientras que el bravo espíritu de Lilit despertó un deseo en el pecho de Eva, poseyéndola. En ese momento, la madre del pecado y la madre de los demonios se vieron como iguales, tal y como realmente eran. Sin embargo, en su desnudez, Eva ahora solo conoció la belleza, y cuando ella tocó su sexo el firmamento cedió su gloria y sus más oscuros secretos. «¿Cómo el pecado podía ser tan gentil?», se preguntó, aunque nunca más se disculparía por haber caído. Y la amó, como Adán jamás la amó a ella, a ninguna de las dos. Eva trazó la creación en la geografía de su busto y Lilit la moldeó con sus manos a su semejanza, arrebatando su aliento divino con la boca. En su mundo, no existirían ángeles ni demonios. Envuelta en el abrazo de sus escamas, Eva volvió a probar otro fruto prohibido; esta vez su néctar abrió más que sus ojos, y su alma supo qué eran la paz y la gracia. El bien y mal se conjuntaron en su intimidad, dos madres primigenias y amantes del mismo hombre, ambas repudiadas por su Padre que juntas crecieron su propio jardín: un huerto de manzanas. En el calor de la cueva, la segunda mujer y la lamia se conocieron, sedientas de amor, y por fin de su unión nació un nuevo Edén minúsculo, pero esta vez totalmente suyo.


III.

El día en que morí supe que te amaba, cazadora. No pude dormir en toda la noche, sabiendo lo que mi padre me haría al amanecer. Podía divinarlo: mi cuerpo inerte como una corza, tieso sobre el mármol del altar, el olor acre del incienso disfrazando el fétido acto y la sucia daga derramando mi vida en gotas…

Te llamé, cazadora. Invoqué tu rostro en la luna. Lloré tu nombre hasta que el alba despuntó con las flechas doradas de tu hermano. Te imploré sofocar tu ira contra mi padre. Él siempre fue un hombre orgulloso y su transgresión sería mi castigo, pero yo siempre te fui fiel, cazadora. Te juré mi virtud aquellas noches juntas. No podía creer sus palabras ni tu frialdad cuando declaró el sacrificio durante el banquete, viéndome como un pedazo de carne más. Mi madre se arrancó los cabellos, aullando como tus lobas y postrándose ante los pies de su marido como un dios. El cuadro me llenó de odio y asco, pero no hacia ti. Nunca hacia ti. Deseaba huir, correr hacia los bosques como una cierva y entregarme a tu misericordia. Te di mis votos y mi devoción. ¿Escuchaste mis plegarias, cazadora?

Cuando llegó la hora, caminé erecta hacia el patíbulo, con el orgullo que mi título de princesa me confirió, pues mi nombre, Ifigenia, significa “mujer fuerte”. Pese a todo, confié en ti y la promesa de tu protección, cazadora. Me entregué a tu decisión, pero sabías que por dentro seguía esperándote. ¿Hice mal en darte entonces todo mi corazón? Tal vez… Si no hubiera profesado mi devoción, la tragedia que asoló a mi familia nunca hubiera sucedido, aunque ambas sabemos que las Moiras son caprichosas. Además, ¿qué es para una diosa el amor de una mortal? Nunca lo sabré, ni por qué me elegiste, pero sólo tu mano rige mi destino. Desperté bajo la dulce sombra de tus ojos menguantes y, aunque para mi padre, madre y hermanos esté muerta, gracias al engaño de tu falsa profecía, sé que contigo seré feliz, renacida entre las estrellas. Seremos diosas juntas. Me salvaste, cazadora. Ahora soy libre y, por eso, siempre te amaré.



Majo Delfín. ella/la. Escritora aspirante (y actriz frustrada) con un fetiche por Shakespeare y la mitología. Sobreviviente parcial del programa de Letras Inglesas de la UNAM, peleada a muerte con las trampas sintácticas de su bilingüismo traicionero y escapista por excelencia que disfruta hacerse rincones entre la realidad y la ficción (y su gata).

Arte: Simeon Solomon, Safo y Erina en un jardín de Mitilene

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