Filomela


por Ester Blanco


Estaba muy preocupado. Me habían llamado a una hora inadmisible, lo cual siempre indica mala cosa. Pero no existe una hora que no sea desafortunada para los médicos. A pesar del terror, iría. Crucé el umbral y vi un cielo furiosamente azul, cargado de nubes violetas. Maldito sea este suburbio que con la lluvia se hace una ciénaga.

 Debía ir a ver una paciente que decidió desafiar la cuarentena con sus hijos. Desde que la enfermedad había llegado, juramos por nosotros mismos no salir. Pero la enfermedad no se detenía. Nosotros nos escondíamos y ella encontraba la manera de alojarse en nuestras casas, en nuestros platos, en nuestras camas. No entendía: se suponía que con aislarnos estaríamos bien. Era consciente que me consideraban un mentiroso. Pero me necesitan y por eso se callan.

Por todo esto, quizás ella decidió salir. Partió en la madrugada, bajo una llovizna intermitente que se iba escarchando a medida que avanzaba la noche.  Aprovechando la oscuridad, se sumergió hasta los tobillos en las calles empantanadas y, cuando ya no pudo más, se tumbó en la banca de una plaza conocida.

Pensándolo bien, la muchacha no implicaba gran peligro. Pero me helaba la piel imaginarla saliendo a la medianoche a caminar. Ella venía de esa zona lejana donde no había asfalto. Venía de esos barrios sin luz naranja en las calles, ni edificios grises, repetidos, planos. Esos barrios tienen como regla las casas improvisadas, propensas a los incendios. No existen calles ni direcciones: son una maraña de espacios tomados que no tienen a su alrededor nada más que barro.

Aún así, debía arriesgar mi propia piel por poder saber qué ocurrió. La curiosidad me motivaba más que el deber. Pero, honestamente, en la confidencialidad que dan estas páginas, admito que no me interesaba su salud. Era joven y seguro no representaba ninguna amenaza más que para ella misma. Es más: estoy seguro que no lo pensó, porque la encontraron en lo que parecía ser un camisón roído.

Me preocupaban más sus hijos, a quienes llevó con ella a través de los municipios en medio de la garúa. No sé qué carencia de instinto la llevó a arrastrar a sus niños bajo semejante inclemencia. Igualmente, bajo las circunstancias, no sé qué era más peligroso. Todos nos creíamos sanos, hasta que un día nos levantamos más agitados que de costumbre. La enfermedad es un peligro que nos habita sin que lo sepamos, sólo se manifiesta cuando, rebelde, se niega a morir.

Me habían dicho cómo la encontraron: dormida y hostil ante la mirada de los demás. Incluso inconsciente, sin tener los ojos abiertos, se veía la tensión en su cuello y sus manos, listas para golpear. Era feral y magnífica. Sólo dormida se podía adivinar que era una madre. Sus hijos estaban ocultos debajo del banco donde ella descansaba, tan embarrados que no se distinguían del lodo del suelo.

Poco a poco los vecinos se acercaron a ella. Pero no la despertaron. Ni la tocaron. Nadie la conocía ni podía nombrarla. Mientras se debatían en susurros qué hacer, los hijos cavaban en silencio pozos dónde esconderse. Todos juntos dieron un paso hacia adelante. La mujer despertó, pero no se movía. Ni siquiera los ojos. Imagino su sorpresa al ver esos rostros cubiertos, observándola. Dijeron que se quedó así. No intentó esconderse o huir: estaba encrespada e inmóvil, como el animal que conoce a su predador.

Los vecinos la tomaron de las extremidades, le taparon la boca (gritaba y escupía, para el pánico de sus captores) y la dejaron en la comisaría con sus dos hijos. ‘La re puta madre que te parió’, gritó el comisario, ‘semejante quilombo armaste y ahora no declarás ¿por qué?’. La señora no decía nada, sólo sujetaba a sus criaturas. Le ofrecieron una hoja para escribir, pero no hizo más que trazar unos dibujos imperceptibles, como figuras humanas rodeadas de espirales garabateados. ‘Buá, habrá que esperar que alguien reclame una mujer con dos chicos’. No le preguntaron más. No se dejó cambiar ni tocar. Intentó irse pero la retuvieron en una celda.

Mientras iba caminando,  recordaba las posibles razones de su partida. El comisario me dijo algunas, pero me negó cualquier motivo seguro. Dijo que no había declarado ni comentado nada, ni se la veía diferente a cualquier mujer de aquella zona. Afirmó que en un momento se puso a gritar a todo pulmón. Se acercaba a la gente y les intentaba gritar en la cara, tan próxima que se volvía peligrosa. Me incliné a diagnosticarla con algún tipo de locura.

Me preocupaban sus hijos, rehenes de su delirio. Bien sé que las cuarentenas llevan a la ansiedad y la urgencia de salir, pero esto claramente era una psicosis. En cuanto la mujer fue devuelta a su casa, donde estaba su marido, comenzó a llorar. De arrepentimiento, supongo. Él la tomó en sus brazos, le besó las mejillas. Dijo que no le importaba la enfermedad que ella pudiera llevar: era su esposa y sus hijos.

Llegué al hogar mucho más rápido de lo que esperaba, medio adormecido y completamente empapado. El marido salió a mi encuentro con una linterna de mano, mientras me levantaba con uno de sus brazos, para que no me embarrara los pies, supongo.

La casa dentro estaba oscura, cubierta por un olor a humedad y decadencia. Y lana. Lana acumulada en las esquinas. Un enorme telar ocupaba gran parte de la sala, con una manta a medio tejer. Me acerqué a verla: era verde, azul, con figuras parecidas a  humanos apartados por marañas grises.

Los hijos estaban sentados en una esquina con la ropa humedecida. Eran mellizos y me increpaban con la mirada mientras avanzaba a tientas. Los saludé. Sus caritas angulosas asintieron al unísono.

Me presenté al marido y éste me respondió pidiéndome disculpas y diciéndome que su mujer estaba desquiciada, que quizás debían tratarla de alguna manera, pero de ningún modo internarla.

—Yo no sé cuidar de mis hijos con propiedad —dijo—. Ella es la más indicada, fuera de este problema, ama a sus hijos.

—No la juzgue, por favor —insistió—, ella está mal pero no es peligrosa para los chicos. No deje que se la lleven.

Asentí con la cabeza. No quería que siguiera sujetándome las manos, envueltas en sus dos puños fríos y sudados. Desde el rincón de la casa, un ojo observador detrás de una cortina me miraba.

En la habitación estaba la mujer, inmersa en el centro de una enorme cama matrimonial. Sobre ella, una manta con arabescos púrpuras y lo que parecía ser un gorrión sujeto en un puño. Apenas podía verse la cabeza asomada entre muchísimas cobijas que la hacían estar empapada en su propia transpiración. El olor agrio me llegaba como un golpe. Me saqué el abrigo mientras avanzaba a través del vaho que provocaba su propio cuerpo, las mantas y la salamandra prendida. Apenas si podía acercarme: el suelo estaba empantanado en una mezcla de diarios viejos y barro.

—Siéntese —dijo el marido avanzando detrás de mí con una silla en la mano. La empujó contra mi cuerpo hasta sentarme.

—¿Cómo se llama su esposa? —pregunté, girándome.

—Filomela.

—¿No habla?

Miró detrás de mí. La cama temblaba.

Apenas si cabíamos los dos al costado del lecho. Ocupaba el doble de mi espacio y se inclinaba sobre la mujer observándola, tocándole la frente, las manos, los labios. Me parecía un gesto abnegado, más tomando en cuenta que ella estaba posiblemente infectada. Mientras él le susurraba, ella me observaba todo el rato.

—Los niños no deberían acercarse —le dije.

—Ya lo saben. Por eso están en la cocina. Duermen ahí, al lado del horno. La cama está guardada. El cuarto queda muy cerca del nuestro. Los cuidaré bien doctor: son mis dos hijos, llevan mi apellido: son mi sangre.

—¿Alguien puede cuidarla a ella?

—Tiene una hermana, pero vive lejos.

La paciente se incorporó dejando colgar la cabeza hacia atrás y comenzó a gesticularle cosas al marido. De todos los gestos que emulaban con  las manos pegajosas y deformes, el señalamiento con el dedo índice fue el que pude entender. El marido la acostó nuevamente, sujetándola por los hombros. En medio de esa escena, el muy bruto estaba aplastándome contra la pared. Casi me saca el aire.

Era tan reducido el cuarto que le pedí amablemente que se fuera. Pero nunca se fue completamente. Mientras auscultaba a la paciente, él se asomaba por el marco de la puerta, sin dejar ver nada más que la cabeza flotante. La mujer no dejaba de mirarlo. Podía observar a través del reflejo de la ventana que nos espiaba. Ni siquiera tenía que levantar la vista: el aire caliente que resoplaba por la nariz me llegaba a la nuca. Y también sentía, detrás del marido, el pegajoso parpadeo de los ojos de los hijos. Escuchaba al de la izquierda, al de la derecha y a la madre uniéndose a esos chasquidos infernales en sincronía.

La muchacha estaba flaca y malnutrida, con una piel amarillenta y pálida que parecía indicar algún tipo de enfermedad hepática. Se la notaba cansada y confusa, probablemente una deficiencia en la vitamina b12. Eso explicaba la psicosis.

Mientras le revisaba el pecho, podía oír la respiración agitada y congestionada. Era una agitación que reconocía muy bien, propia de la ansiedad. Ella no se movía. Si no fuera por el susurro de los pulmones, hubiera parecido muerta. Imagino el aprendizaje que tuvo que pasar para querer camuflarse en su inmovilidad. Levanté la mirada y ella estaba llorando. Noté desde ese ángulo privilegiado las marcas moradas alrededor del cuello.  Me incorporé y revisé el cuerpo nuevamente.  Esas sombras entre las costillas comenzaban a tomar otras dimensiones. Las muñecas no estaban marcadas por pulseras. Me parecía increíble la fuerza que ejercieron sobre la muchacha para someterla. Un cuerpo tan débil no aparentaba esa resistencia. Y aún así, al verla podía adivinar la fuerza de su mordida. Apoyé la oreja sobre el pecho para oír los latidos. Levanté la vista de mi inspección para verle la cara.

Y allí, tan cerca de mis ojos que podía sentir como el vaho me humedecía las pestañas, la mujer abrió la boca. Horror descubrí al ver que en el fondo, rodeado de dientes carcomidos o próximos a caerse estaba un bulto deforme, pequeño y mutilado. El espacio de la lengua estaba contenido por un pequeño bulto móvil, baboso y lleno de venas como raíces expuestas. Desde mi lugar sabía bien que el marido no podía ver ese segundo en que se me reveló la boca abierta. Cerró el secreto que guardaba en ella.

Me incorporé sacudido por el vértigo. Giré la cara súbitamente sonrojada. No estaba seguro si lo que había visto era algo terrible. Pero sentí una profunda vergüenza. Mareado, caí en la silla. El marido irrumpió en la habitación, preguntándome si estaba bien. Siguieron otras preguntas y ofertas, pero no quería oírlo. Lo que vi, podía nombrarlo. Pero el verdadero nombre de eso, escapa a mi entendimiento.

Quería irme, pero no podía siquiera ver el marco de la puerta detrás del esposo. Sólo veía a la mujer, que con sus ojos parecía dedicarme todas las maldiciones posibles. O todas las súplicas. Me tomó la manga y trató de sujetarme contra el lecho. Tomé su mano pero la apartó rápidamente, hundiéndose entre las mantas hasta desaparecer el rostro y sólo quedar la parte superior de la cabellera.

Le dejé la receta al marido, quien ya no intentaba retenerme. Al contrario. Estaba dispuesto a dejarme ir sin siquiera mandarle medicamentos a su esposa. Desde un rincón los niños vigilaban en silencio. A pesar de que el padre los ocultaba detrás de su figura, podían adivinarse los rostros asomados entre las rodillas. Ellos me daban pena realmente: traerlos a este mundo para que terminaran siendo sujetos como yo.

Rechazó que revisara a los hijos y, ante mi insistencia, dijo que no me entrometiera en la salud de los niños. Quería irme sabiendo algo que me dejara algún tipo de alivio:

—Hasta luego —les dije.

—Adiós —dijeron al unísono.

Marchándome de allí, me invadía la rabia.  Nuevamente había ocurrido.  Esos policías lo sabían. Este barrio  lo sabía: cada mirada oculta detrás de las ventanas lo sabía. Y yo engañado, caí en esa trampa, sin saber qué me esperaba. Les maldigo deseándoles vidas largas que transcurran en el hospital, en casas cerradas, en absoluto olvido. ¡Nada más!

Días más tarde, tocaron a mi puerta: allí tenía un coro de penitentes, todos ridículos y exagerados. Llevaban máscaras de pesadillas antiguas.  Entre ellos estaba el marido de Filomela, escondiendo las manos en los bolsillos. En frente mío, un cajón cerrado, sellado con riguroso cuidado. Dentro, una boca sujetada con un pañuelo.  

Finalmente, alzaron su voz, uno a uno, hasta decir la misma pregunta:

—Por favor doctor, dígame si me voy a morir, ¡dígame si ella tenía la enfermedad!



Ester Blanco (1996, Argentina). Estudiante de letras en la UBA pero amante de la antropología. Entre la traducción de lenguas antiguas y el estudio de lenguas documentadas recientemente; entre Catulo y el descubrimiento de autores nuevos.

Arte: Cristóbal Rojas, La miseria

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