El video


por Iván R. Meza


Oscar metió la cosa a la que llamaban casete en la máquina. Nos quedamos expectantes mientras Luis se mantenía junto a la puerta con la mano izquierda sujetando el pomo. No se le podía echar llave, por lo que se tenía que mantener ahí cuidando de que nadie entrara. Alguien como mi tía Juana, que sin duda nos golpearía si supiera lo que estábamos haciendo. Afuera, en la calle, apenas se podía ver algo. La neblina cubría todo hasta la siguiente calle y ninguna persona o animal se atrevía a salir a caminar con la escasa luz que había a esa hora. La televisión, enorme, negra y ancha no había cambiado nada en la pantalla. Seguía habiendo esa imagen que me recordaba a un montón de arena negra y blanca que no se detenía, como si alguien detrás de la pantalla la moviera sin detenerse.

Oscar esperaba, serio, aparentemente seguro de que algo iba a pasar de un momento a otro. No quitaba la vista de la pantalla. Yo sabía que algo se tenía que activar, pero me había imaginado que el procedimiento para ver lo que me habían dicho iba a funcionar de otra manera más sencilla. Sin embargo me había decepcionado. No había grandes movimientos, ni magia ni ninguna clase de invocación para hacer funcionar aquello.

La máquina comenzó a hacer algunos ruidos. Temí que el casete se consumiera o que hiciera un corto circuito. Las fallas con la electricidad no eran nada nuevas y no me hubiera sorprendido que de repente nos quedáramos totalmente a escuras. O peor aún, que enviara una señal a la Guardia y que fuera todo una trampa en la que habíamos caído como niños idiotas.

Justo cuando Oscar había movido el brazo decepcionado por el fracaso que había resultado aquello, la imagen cambió. Ahora la pantalla se había puesto verde; un verde que me recordó el color de los globos, artificial. Ninguna hierba podía tener ese tono brillante. Luego la imagen cambió de nuevo, pero no había ningún color nuevo en ella. En su lugar, había dos mujeres caminando por la calle totalmente sola, gris y a juzgar de sus vestimentas, fría. Hablaban en un idioma que no conocía. La imagen cambiaba e iba de sus labios sonrientes a sus espaldas. Resultaba imposible no fijarse en lo cortas que eran sus faldas. Apenas cubrían medio muslo, por lo que el pavoneo de las nalgas hacía que se les marcaran por la tela roja y amarilla la ropa interior. Me sorprendió ver cómo había cambiado todo. No quise admitirlo en ese momento, pero era la primera vez que veía ante mí de forma tan clara las piernas de una mujer. En casa mi mamá no tenía permitido estar sin su falda larga, por lo que ni siquiera a ella la había visto con algo más corto que una pijama que le llegaba a los chamorros.

Me fijé en los músculos de detrás de la rodilla. Todas ellas eran diferentes a las mujeres que yo conocía. Además de tener los ojos azules, tenían el cabello dorado que me recordaba un poco el verde que había visto momentos antes, pues tampoco se veía natural sino que resultaba casi falso, sobrepuesto en sus cabezas.

Las mujeres siguieron caminando un rato hasta que entraron a una casa muy pequeña. Pusieron sus bolsas sobre una mesa y se fueron a la cama donde se sentaron una enfrente de la otra. En un momento, la que quizá era más joven parecía arrepentida de estar ahí. Se le notaba incomoda y renuente a los aproximamientos de la otra mujer. En un momento, la joven intento levantarse, a lo que la otra respondió tomándola del brazo y empujándola sobre la cama, en la que la más joven cayó aturdida de espaldas. La mujer mayor se le monto sobre el cuerpo abriendo las piernas e inmovilizándole los brazos con fuerza. La más joven se resistía, pero a cada momento parecía tener menor fuerza. Por fin, los brazos de la mayor atrajeron la cabeza de la más joven levantándola apenas de la cama. Y la besó. Fue un beso que yo nunca había visto. Me parecía extraño y pecaminoso. Mis papás nunca se besaban frente a mí, prefería no tener esa imagen en mi cabeza.

No podía alejar la mirada de la pantalla. Podía sentir la tensión en el cuarto. No tenía que ver a Oscar o a Luis para saber que estaban exactamente igual que yo. Sentí un hormigueo entre las piernas, y me tape tan rápido como pude. Las mujeres se iban quitando prenda por prenda. La más joven ya no parecía querer huir del lugar. Se besaban con ternura y a momentos con furia. Se quedaron sin camisa y sin faldas dejando al descubierto solo su ropa interior. En la prenda de arriba, cuyo nombre lo ignoro, apenas podía con el peso de los enormes senos de ambas. Gemían y se retorcían sin inhibición. Quise gritarle a Oscar que lo apagara, que bajara el volumen o que hiciera algo. Sentí que podrían escuchar los gemidos de las mujeres en toda la manzana, y me aterrorizaba que alguien entrara y nos encontrara a los tres viendo esa cosa prohibida.

Me parecía imposible que debajo de los metros de tela con los que a diario vestían las mujeres del país, pudiera existir ese tipo de cuerpo. Era imposible imaginarme que alguien se desnudara frente a mí.

Había escuchado hablar de esas personas. Los condenados, la peste, el demonio, los puercos; todos esos nombres eran los que, cuando alguien los usaba, sabía a lo que se referían. Hombres que se acostaban con hombres y mujeres que se acostaban con mujeres. Conocía el versículo exacto que los condenaba. Sabía que en tiempos antiguos, hace muchos, demasiados años, cuando ni siquiera mi bisabuelo había nacido, ellos salían a la luz pública. Caminaban por las calles exhibiendo, como dice mi padre, su inmundicia, tratando de reclutar niños que eran presa fácil por su inexperiencia e ingenuidad.

Nadie hablaba del pasado del país. Todos se sentían avergonzados por haber permitido aquellas abominaciones que nos habían traído las peores desgracias. Mujeres matando a sus propios hijos, marchando desnudas, destruyendo cosas por toda la ciudad, quemándolo todo. Por suerte, fueron un tumor; un tumor extirpado por manos agiles y hombres que vivían en la fe y que nunca se descuidaron y que supieron aprovechar la oportunidad para derribar al régimen malévolo que se había apropiado de México.

Pensé todo eso mientras veía la televisión. Vi la piel suave y las sonrisas que me parecieron auténticas. Había en ellas algo que no reconocía, que nunca había visto. A mi derecha vi a Oscar que se retorcía impaciente el pantalón y que no despegaba la vista. Temí que los ojos se me secaran así que parpadee varias veces intentando superar la resequedad que me había provocado.

Y de repente la imagen se fue, se esfumó. La pantalla volvió a ser la arena blanca y negra granulada del principio. Volví a la realidad, a mi cuarto. Miré el cristo de detrás de la televisión y me avergoncé. Supe entonces que no le diría esto a nadie, ni siquiera en una confesión. No podía imaginarme entrando nunca más a la iglesia, ver a mis padres a los ojos, hincarme en la Iglesia y pedir por mí. El perdón estaba lejos de mi alcance.

Oscar se levantó, presionó un botón con desconfianza y el casete salió de la maquina haciendo un sonido eléctrico. El olor a plástico caliente me llegó a la nariz. Yo me paré y me senté en el colchón duro del cuarto y demoré todo lo que pude en verlos a los ojos. Luis por fin se había separado de la puerta y se sentó a mi lado mientras Oscar levantaba el ladrillo suelto de la esquina del piso escondiendo en el hueco que quedaba el casete envuelto en unas servilletas que había robado de la cocina de su casa.

Nos vimos como si hubiéramos matado a alguien e intentábamos descifrar lo que cada uno pensaba tan solo con la mirada. Como si hubiera llegado la hora de decidir qué íbamos a hacer con el cuerpo. Era imposible. Yo veía en ellos la vergüenza que era tan solo un reflejo del sentimiento que ellos a su vez veían en mi cara.

Prometimos guardar el secreto, olvidarlo, nunca mencionarlo a nadie ni ese día ni nunca. La persona que le había vendido el casete a Oscar podría delatarnos, pero según mi primo era un profesional, por lo que no hablaría. Yo quise preguntarle muchas cosas: sobre el hombre que se lo había vendido, pero sobre todo, del vídeo que acabábamos de ver: ¿Por qué las mujeres hacían esos sonidos? ¿Por qué lo disfrutaban? ¿Por qué lo había disfrutado yo? Pero no me atreví. Me guardé las preguntas para mí y las enterré lo más dentro posible de mi mente, temiendo que se escuchara lo que pensaba.

¿Habría videos como aquellos pero con hombres, con solo hombres? Me aterroricé tan solo de pensarlo. Intenté olvidarlo pero durante toda la noche no pude pensar más que en eso. Pensé en que las mujeres se convirtieran de repente en dos hombres. Esos cuerpos sí los conocía. En los bañaderos públicos la gente se quitaba la ropa sin pudor. Conocía el cuerpo de un hombre adulto. Les crecía el vello por todo el cuerpo, se movían con seguridad y soltura. No eran conscientes de mis miradas, del asombro con el que los veía moverse. Me avergonzaba pensar en sus muslos llenos de vellos, musculosos por el arduo trabajo del día.

Rogaba a Dios por su perdón, pero cada noche, muchas noches después de ese día me despertaba de madrugada con el corazón latiendo, seguro de que la Guardia estaba entrando a mi casa buscándome. Y miraba el ladrillo suelto en el piso que también latía y que pedía salir.



Iván René Méndez Meza (Iván R. Meza). Potosino. Estudió Mercadotecnia Internacional en la Universidad Politécnica de San Luis Potosí. Ha asistido a distintos talleres de creación literaria en el Instituto Potosino de Bellas Artes, la Biblioteca Central del Estado y en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, impartido por el autor César Silva Márquez. Participó y publicó en una antología de cuentos de escritores potosinos en octubre de 2019. Publicó, así mismo, el cuento “Cielos bajos” en la revista Marabunta en marzo de 2020. En febrero de 2021 aparecerá en la revista digital francesa de difusión para autores latinoamericanos L’autre Amérique su cuento “La visa”.

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