Por Raúl Lara G
Entonces se desabotonó la blusa, como en los viejos tiempos. Parada frente a mí, sacó su anoréxica teta derecha y la ofreció a mis labios con el gesto de amor de siempre. Era algo nuevo esta vez. Recorrí el pasado con mis ojos sobre su cuerpo. El recuerdo embrionario eclosionó en su mirada, punzante y quirúrgico. ¿Sí lo recuerdas?, con esa misma tierna voz de toda la vida. Claro, es difícil olvidar de dónde viene la vida, mientras fijaba mis ojos en su pecho descubierto, triste. Nos nutrimos a sorbos, a mordidas, pensé. Desgarramos y quitamos para vivir, continué.
Las miradas hablaban, plenas. Extendí mi brazo para alcanzarla. Lo sé, todo se cae, un tanto resignada en la voz. Pero sabes que nunca es lo mismo, hay novedad, por eso ha perdurado esto, una idea heracliteana que vivía en ella y con la que justificaba el deterioro que dejaba el paso de los años. Eso tu padre jamás lo entendió, o mejor dicho, lo entendió muy bien, mutó, y se largó con su alumna de su taller de literatura. Pinches escritores, todos son iguales, exaltando la sentencia con la mano y dejando caer aún más su pecho. La gravedad, la soledad, la muerte, la nada.
Pero tú ven, acércate, volviendo al tono tierno. Nuestra distancia se reducía cada vez más. Sabes que tus silencios son el preludio perfecto, llevándose el dedo a sus labios en señal de mutismo y después al interior de su boca en señal de provocación. Siempre me ha gustado ese juego digital en sus labios, después por todo mi cuerpo. Su experiencia, sus años, su familiaridad con mi piel.
Había llegado temprano, como lo hacía cada quince días. Me gustaba estar con ella desde la mañana. Entrar en su espacio. ¿Crees que soy la misma de hace diez años?, mientras observaba cómo me embelesaba con la vulnerabilidad de su cuerpo. Sólo me limité a mirarla, y a seguir extendiendo mis brazos. Quería recorrerla antes de llegar a la ofrenda que me había brindando. La tomé de los hombros con delicadeza y la tumbé sobre la cama de la habitación que en algún momento de su vida compartió con mi padre. Era su pequeña venganza. Nuestra diminuta venganza. Lo sabíamos, era una complicidad no dicha ni asumida. Me dispuse a terminar el trabajo que ella empezó sobre su blusa. La quité. Después seguí con la falda. Ella complacida, me miraba a los ojos.
Con esa semidesnudez, le proporcioné las caricias, los cuidados, como paga de aquéllos que, en su momento, me regaló con tanta ternura y calidez. Me precipité sobre sus muslos con una violencia infantil, bajé a sus corvas y me quedé ahí, pensando en las alturas de la niñez. Ella alborotaba mis cabellos y se perdía en un punto evocado, intransitable. Miré sus pies, angustiados por este mundo irreal al que nos volcamos todos, día con día. Cuánto andar, ¿no?, escuché mientras nos quedábamos inmóviles. Asentí con mi cabeza, mientras me trataba de regresar mis cabellos a su estado original. Me incorporé a medias y coloqué mi oído en su vientre, justo en el ombligo, tratando de evocar una resonancia amniótica como si se tratara de un caracol. Oí el crujir del silencio, del vacío.
Brinqué hacia sus labios agobiados ya por la edad. Nos fundimos en oleajes salivales. Nos reconocíamos en esta otra vida. En la habitación flotaba, espeso, el tiempo construido. No el tiempo que ha pasado, ese nos lo guardábamos en los encuentros, lo despreciábamos de segundo en segundo. Nos apartamos por un momento, para permitir pasar, libre, la culpa que se arremolinaba en nuestra piel. ¡Te amo! Un susurro que provino del eco amniótico que viajó hasta su pecho y brotó por su boca. ¡Yo a ti, yo a ti! Intentó sacarme la ropa. Aún no, la detuve con una caricia en sus manos. Sonrió. Los recuerdos agolpados en las mejillas, nuestras mejillas.
Volví a bajar y me detuve en el descampado que era ya su pecho. Tímidos y tristes yacían sus senos, sedientos ya de mí. Caminé por su cuello de ida y vuelta, alargando el preámbulo. Sentía sus latidos en la yugular. Palpitábamos en nuestras profundidades. Espeleología digital para redescubrir mundos profanados por exploradores fálicos casi olvidados. Ir y venir. Recuento de fijaciones. Otro intento de sacarme la ropa, detenido, ahora, por un beso. Y las manos explorando la dermografía en espiral, sobre la que paso de diferentes maneras en cada encuentro. Territorios conocidos, pero reinventados. Una mano en mi rostro, un dedo en mi boca, explorando también. Mi lengua comenzó a arrastrar sus arrugas del cuello a su pecho derecho. Se acumularon nuestras diferencias. Succioné, como aspirándole la vida otras vez, como nutriéndome de nuevo. Me sentí tristemente feliz. Se incorporó y me quedé en su regazo, algo así como La piedad de Miguel Ángel. Succionando, quitando.
El silencio se coaguló. Nos suspendimos sobre ese instante casi sagrado. Mi padre mirando a lo lejos, como si en realidad fuéramosLa piedad. Analizando con detalle nuestros contornos blasfemos. Evitó el aplauso hacia la obra maestra que éramos. Sólo asintió con la cabeza y midió las proporciones áuricas. Sonreímos con los ojos, sabíamos que recordábamos a mi padre como si estuviera presente ahí. Me deslicé hacia el piso como un río y continúe mi cause hacia arriba; ya de pie, me quedé observándola, única, en la cama. Vulnerable, como recién venida a este mundo.
Entonces era mi turno. Comencé a desvestirme, como lo hizo ella al principio. Un ritual en espejo: le convidé mi teta izquierda aún rebosante de vida, firme, inmaculada casi. Era el pretérito en copulación con el presente; ella sonrío con unas cuantas lágrimas en los ojos, sin duda era eso. El tic tac filoso cortó el silencio coagulado. Volteamos a ver el reloj de la pared, el mismo de siempre, pero distinto, ya era tarde. Llegaría mi hermano. Ambos venimos a consentirla y llenarla de amor.
Nos arreglamos sin decirnos nada. Bajamos a la cocina, era hora de preparar la comida, no habíamos hecho nada para recibirlo. Se fue unos días después de que papá se largó con su alumna, yo tardé más tiempo. De pronto sonó el timbre, ¡es él, ya llegó! Cerré el refrigerador, volteé a ver a mamá, me sonrió, guiñó un ojo y me mandó un beso. Yo me fui hacia la puerta pensando en lo felices que somos las dos cada dos semanas, nuestra pequeña victoria.