Cuando llegó el 2020 se incrementaron muchos de los miedos más comunes y afloraron algunos que se creían superados. Un año después y a días de terminar el 2021, las circunstancias se encargaron de apuntalarlos más en nuestra psique. En ese sentido y encerrados en el hormiguero a cal y canto, la Marabunta se cuestionó a qué cosas le teme y a qué le teme su comunidad lectora.
Con más preocupación que ánimo por el resultado que eso pudiera tener, decidimos invitar al resto de las hormigas que nos lee a escribir una minificción bajo el tema de FOBIAS, unas más conocidas que otras.
Finalmente, entre antenas temblorosas, el Comité Intergaláctico Marabuntiano presenta esta antología llena de arácnidos y monstruos que se ocultan o en las profundidades del océano o en las de nuestra mente. No corran antes de terminar de leerlas, sus autores y la Marabunta se los agradeceremos.
CLAUSTROFOBIA
“¿Sube o baja?”, de Mase Martínez Delfín
Abres los ojos. Volteas. Pared. Giras. Otra pared. Las palmas te sudan. Inhalas. Exhalas. Una luz roja está parpadeando. Ahora revela y ahora oculta el hueco donde estás. Se prende, se apaga; palpitante. La luz tiñe los muros como sangre coagulada, agudiza los ángulos de las esquinas que se acercan y acercan y acercan… Es como si el espacio respirara, robando tu aire, mientras tu garganta se cierra, como las puertas del ascensor segundos antes del temblor. En los espejos, tu mueca de angustia es un fractal que se extiende al infinito, como el grito ahogado que lanzas hacia el vacío. Inhalas. Exhalas. El sonido rebota contra las paredes y la oscuridad sofocante se las traga, aplastando la caja metálica en la que cuelgas. Se repite y repite y repite… Tu reflejo retiembla en el cristal del muro cuando lo golpeas una y otra y otra vez. Prendido. Apagado. El corazón te aúlla en los oídos, bombeando sangre del mismo color al de este lugar que presientes será tu ataúd y que se hunde y hunde y hunde… Golpeas de nuevo y las paredes colapsan. El suelo toca tu frente. Volteas. Pared. Giras. Otra pared. Inhalas. El techo se agacha. Exhalas. Cierras los ojos… De repente, regresa la electricidad y los muros están derechos, inmóviles, la luz blanca te ciega y el elevador continúa su tramo como si no hubiera pasado nada. Pero tú estás en el suelo llorando, abrazado en posición fetal y el aire que te falta es tan real como el peso que aún aplasta tu pecho. Inhalas. Exhalas…
“Corbata”, de Dubraska Zambrano
Siento que mi lengua se atragantó en mi garganta, como un nudo de corbata, no puedo respirar, trato de toser para ver si se mueve y sale, pero siento cómo se aprisiona cada vez más y más dentro sin darme un espacio para que entre oxígeno a mi cuerpo, me desespero, logró abrir los ojos y veo un cuerpo flotando encima de mí, un alma en pena que me trata de decir algo, mientras me asfixia sin piedad y sin compasión, trato de gritar y no puedo, no recuerdo cómo rezar, trato de no desesperar, todo mi cuerpo se siente aprisionado, me esfuerzo por no dejarme vencer, me despierto, logro salir de la cama, corro y empiezo a bajar las escaleras en espiral, ¿Desde cuándo la casa tiene tantas escaleras? Busco a mi mamá, la llamo a gritos por toda la casa, la encuentro y siento alivio, siento alegría, le cuento lo que me pasó en el cuarto, y ella me dice muy tranquila que eso es normal. No lo siento normal, veo y no reconozco nada, siento nuevamente el ahogo, no puedo respirar, mi lengua se vuelve un nudo de corbata y se clava nuevamente en mi garganta, cierro los ojos, me siento desesperada, debo lograr tranquilizarme, trato de respirar lentamente, abro los ojos. La mujer sigue flotando encima de mí.
“Sin título”, de Mónica Patricia Guerrero Zeballos
Derribar el muro que será siempre antonomasia de tus limitaciones, como el reto que te propones día a día obligado a soportar el sudor de tus manos cada segundo que apenas sientas atisbos de duda ante tu libertad. Después de todo, eres un ser que nació para ser libre. ¿Quién se atreve a amordazarte? ¿Quién desea quitarte los ojos? Si sólo con ellos serás capaz de ver el sendero que te guiará a la salida. Entonces tus oídos son invadidos, por el grito de un taciturno desconsolado, esperando por tí al otro lado del muro y esperando por tu compañía. ¿Deseas completar tu sendero realmente? ¿Deseas romper el muro? Sabiendo que el taciturno sin nombre cumple con su objetivo, nunca te librarás de sus intenciones. Pregúntate ahora, ser que nació para ser libre, ¿conseguir tu libertad es entregarte al desconsuelo? Huye entonces, rompe el muro si así lo deseas. Cuando completes el sendero, el final será la muerte.
AICHMOFOBIA
“Agudo temor”, de Ivana Cabrera
Ya era hora de su último encargo, éste sería más complicado, ya que debía ir al otro extremo de la ciudad. Llegó al lugar y con timidez se acercó a tocar el timbre, que al parecer no funcionaba, así que tuvo que tocar la puerta, misma que al mínimo contacto con los nudillos de su mano se abrió por completo. Inmediatamente sintió que cada uno de sus sentidos se ponían en alerta; con recelo preguntó:
—¿Ha-hay alguien aquí?
No recibió respuesta alguna. Se decidió por dejar lo que debía entregar en el amplio mesón que tenía enfrente. Al acercarse pudo apreciar un cuchillo, que le provocó tal terror que sólo quería salir corriendo. Para ella el frío metal y la filosa punta conjugaban un aterrorizante objeto que te puede lastimar, irremediablemente, si tan sólo te atreves a rozar tu piel por su estructura. No pudo mover ni siquiera un dedo; de repente la casa estaba inundada de esa combinación de metal y madera tan peligrosos, podía sentir el rasposo aroma del acero que imponía su poder sobre ella. Temblorosa, buscaba comprender cómo un simple objeto conseguía controlar cada parte de su cuerpo, sin siquiera hacer un mínimo movimiento. Su amenazante forma causaba pavor en sus entrañas. El sudor que empezó a correr por su frente se tornaba en afilado líquido que amenazaba con cortar profundo en su trayecto. Su corazón parecía volverse más agudo con cada latido, dándole la impresión de que podía dividir su pecho saliendo disparado.
Progresivamente volvió a ella la voluntad de mover sus pies, corriendo se dispuso a salir de aquel sitio. Sin embargo, de inmediato la puerta frente a ella se cerró. No había salida. Sentía, cada vez más cerca, el metal dispuesto a rasgar su piel por completo. El lugar se llenó de ensordecedores chirridos, no quería girar la cabeza, pero en un impulso lo hizo y al instante sintió cómo el gélido acero penetraba su vientre acabando con su vida. Después todo se tornó en un oscuro escenario sin fin, que confundía su vista.
A lo lejos escuchó una indistinguible voz, que bruscamente se acercaba a sus oídos:
—¡¿Señorita, está bien?!— decía.
Ese tono parejo y tenebroso de profundo negro azabache, se tornó en estrambóticas figuras que la llevaron a recobrar la consciencia; frente a ella estaba una amable anciana que la ayudó a volver a la realidad de aquel lapso de desaliento donde su mente, por medio de su más grande miedo… la atrapó sin aviso.
“La agujita”, de YTA
Había una vez un wey que le mamaba bien intenso jugar a pincharse las venas con sustancias de esas bien cabronas, de las que te ponen loquito. El vato ya era adicto, así como la banda a la coca y a la cola, o sea de a madres, pero él se sentía bien acá, el bien rudo y decía que todos se la pelaban. Entonces un día llegó un wey muy vergolas y le cantó el tiro, que a quién le apesta más y esas mamarrachadas pa’ armar el shou de vatos pues; seguro saben cómo y si no imagínenlo. Pos que el yonki le dice: —órale, órale, si muy puesto, si muy cabrón, si muy (lo que le quieran poner), rífate, éntrale, pero no a los putazos, amos a darnos unos pinchazos— y ¡no mames wey! Que el otro vato le dice que simón.
Se fueron al depa medio fresón del wey #1, el adicto, y se acomodaron en la sala, pero no en los sillones, sino en una alfombra gigante de color verde. Ya hasta parecían compas los vatos, pero que el wey #2, el vergolas, le dice: —A lo que vinimos no te hagas pendejo—, mientras el wey #1 sacaba las jeringas y el menjurje— o te voy a partir la cara ahorita mismo.
No, pos el otro wey se apuró, el #1, y en chinga armó el merequetengue. Los dos vatos empezaron a pincharse pero a lo machín, a lo bestia, pues, y nombre, se estaban poniendo bien mal.
—¿Qué? ¿No aguantas la agujita?— le dijo el wey #1 al wey #2. Se prendió el cerro en corto y que le siguen con los piquetes. ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas!
Cuenta la leyenda que fueron 13 agujas de cada uno las que se encontraron cuando fueron por ellos, pero los weyes gritaban que había cientos, miles de agujas ¡asesinas! Que las atraparan ¡Paro! Eran agujas malas, ya no eran agujitas, ¡los querían matar! Tremendo pasón se han de haber dado los vatos para traer ese loquerón. Desde ahí, ya quedaron dañaditos los dos morros, porque dicen que sí estaban bien morritos y que se jodieron. Uno casi se muere, pero no por efecto de la sustancia, sino que se andaba desangrando de tanto hoyo que se hizo ya andando perdido, en el mero avión. De sobredosis no, que porque el material no era tan bueno, estaba culerón, chafón, y eso les frió el cerebro nomás. Ya no quedaron bien, quedaron traumados con las agujitas y lo que se parezca, les tienen un chingo de miedo, de ese paralizante, gritan como chiquillos de esos que te rompen los tímpanos con su desmadre y tratan de huir de ello como si fueran la Guevara corriendo los 400. Fobia.
“Sin título”, de Édgar Rodríguez López
Cuando despertó, la aguja todavía estaba allí.
TALASOFOBIA
“Sin título”, de Chucho Trejo Tapia
Estoy en este barco desde hace tanto que ya no quiero recordar, a estas alturas ya ni me importa y el embriagador oleaje mueve la barca y me ayuda a dormir; se siente como un vientre materno con todo y su oxidado aroma y su calor reconfortante, se siente como estar naciendo sin nacer y estar dormido sin dejar de ver el cielo; pero que poco dura la paz, el rugido ensordecedor vuelve y se siente como estar en medio de sirenas diciendo mi nombre e invitando mi cuerpo a nadar, ¿para qué?, ¿devorar mis huesos?, ¿hacer con mi grasa jabones para su sedoso cabello?… No lo sé, tampoco tiene importancia.
Estoy aquí desde hace tanto tiempo que las sirenas han dejado de susurrar, la barca comienza a oler a moho y sangre, las miles de sirenas que me invitan ya no cantan, gritan, gritan de horror, de dolor y de pesadilla a medida que mi destartalada barca avanza por el mar, infinito mar, infinito mar que cambia y se agita y mi barca se agita con él, infinito mar que vomita sus horrores sobre mí, como el Maelstrom agonizante que desgarra sus venas de espuma para bañarme en su salada sangre, y es como estar en un vientre materno, lleno de líquido pestilente y mortecino, luchando por respirar y por salir, ahogado en mi saliva… Pero el infinito mar ya no se mueve, como el embrión muerto antes de nacer se queda ahí, derrumbado y ensangrentado, manchado por su funesto destino… Pero el infinito mar está ahí, sonriendo, alzando tentáculos hacia mí, que acarician mi rostro, buscando mi cuello… ¿Para qué?, ¿para estrangularme?, ¿para arrancarme la vida en un segundo?… Pero el infinito mar ni responde ni le importa… ¿O es que no hace nada?, ¿es que no hace falta?, ¿es acaso sólo agua en movimiento? Agua en la eterna noche, suspendida en el abismo, aquel que no regresa la mirada ni las almas de quienes lo visitan, aquel abismo que no está ahí pero juro haber visto… Y el abismo responde a mis gritos, ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Responde, desgraciado!, Has devorado a las sirenas, escupe sus huesos masticados, sus mutilados cuerpos y sus cabellos lisos y verdosos sobre mí, que esa horrenda bilis pestilente me cubra y mátame… Mátame, mátame, ¡Mátame! Abismo miserable, quítame la pena que siento al estar aterrado de tu presencia… Lanza tus olas sobre mí, infinito mar en tu infinito abismo colgado de tu infinita noche, no tengas misericordia de mí, que tus espadas de sal me destruyan el cuerpo y el alma… ¡Sí! Admito que te temo, infinito mar, admito que tú me asustas más que el fuego del infierno, más que el azufre y el tormento del Tártaro, por eso mátame de una vez y déjame pudriendo aquí, que las sirenas que has dejado vivir se den un banquete… Mátame o ten la decencia de mostrar tu rostro para que me acompañe ese horror el tiempo que viva… Y como si de una señal divina se tratase, una ola me sacudió, arrojando mi cuerpo al borde de la barca, inclinándose mi cabeza hacia el agua, y vi el tranquilo flujo de las aguas, vi su negruzco esplendor. Traté de mirar más profundo y sólo alcancé a ver la visión más horrible que pudiera surgir del mar, vi un monstruo vil y descarnado, con sangre humana saliendo de su boca y vi los huesos de mis compañeros flotando, y entre esos huesos estaba la bestia del mar, el horror, el monstruo vil y descarnado… Estaba mi reflejo.
“Primigenio”, de Mase Martínez Delfín
Cuando la universidad aprobó los fondos para la expedición, la Doctora Cameron y su gente no perdieron tiempo en empacar todo el equipo y dirigirse a mar abierto. Después de años de espera e interminables trabas burocráticas, su sueño de revelar los secretos del fondo del océano estaba por cumplirse. El Atlántico, con sus aguas cobalto extendiéndose infinitamente al horizonte, era una grata invitación para la Doctora. Un aire de expectativa se posesionó del pequeño grupo de científicos, como piratas ante la promesa de la isla del tesoro. Sin perder tiempo y luz de día, Cameron se deslizó dentro del sumergible de vanguardia, el VERNE MMXXI, cerró la escotilla de golpe y en segundos, sus once toneladas de titanio desaparecieron bajo el agua turbia. La cápsula redonda, diseñada para soportar la enorme presión de las profundidades, se hundió lentamente hasta desvanecerse en el vientre marino. El descenso tomaría al menos 3 horas y aunque sólo planeaba permanecer sumergida cuatro horas, el VERNE contaba con oxígeno para cuatro días (una previsión sobrante para la precavida bióloga marina). El corazón le palpitaba en los oídos al ritmo del sonar y su sonrisa se dibujaba en el reflejo de la ventanilla circular al frente del vehículo. Poco a poco, el mundo fuera de su pecera empezó a oscurecerse y las paredes metálicas gruñían con el peso del océano mismo. En el tramo final de su descenso, la oscuridad era tan densa que ni la potente luz blanca del VERNE podía penetrarla. Cameron observaba absorta al muro de sombras, intentando discernir sus misterios primigenios tras la cortina, cuando un fuerte tirón sacudió la cápsula. El sumergible giró en su propia órbita y la Doctora perdió la orientación. Se recobró de golpe, irguiéndose en su asiento cuando el VERNE chocó con el suelo marítimo, ladeado. Una nube de arena cegó su punto de visión y la lámpara náutica parpadeó débilmente, dañada. Cameron estaba a medio protocolo de emergencia cuando vio el reflejo de dos puntos brillantes detrás de los remolinos de arena. Eran dos grandes ojos centelleantes, viéndola atentamente. La luz tenue no le permitió discernir qué yacía frente a ella, pero en un instante aterrador supo por el sofocante silencio que lo que sea que fuera, la estaba esperando, expectante… Por instinto, rápidamente apagó la luz y permaneció inmóvil, ansiosa. Finalmente, la arena se disipó, revelando las fauces abiertas del fondo marino, pero aquellos destellos se habían desvanecido entre la oscuridad acechante. Apenas se permitió encender la luz de nuevo, cuando Cameron vio una gran silueta, amorfa, más grande y larga que cualquier cetáceo conocido, nadando lentamente por encima del VERNE. La Doctora, muda, siguió con la mirada a la enorme aparición mientras ésta se deslizaba entre las sombras líquidas, lenta como un gran navío cruzando aguas calmas. El VERNE se sacudió, gimiendo por la presión cuando un muñón de la criatura rozó el techo lánguidamente. Una eternidad después, el mar finalmente engulló al visitante, arrastrando consigo tan sólo un secreto más de las profundidades…
“Sin título”, de Roman R. Rangell
No sé cómo fue, pero sentí cómo se movía por debajo del bote; un oleaje comenzó a percibirse, como si algo empujara al mar desde lo más profundo. Me quedé quieto, no sabía qué podría suceder; mis pies comenzaron a sudar y mi nuca estaba dura, durísima, apenas y podía voltear hacia arriba para ver el cielo completamente solo. Las gaviotas comenzaban a alejarse, percibiendo el peligro, era yo el único a la redonda ¿Cómo llegué aquí? No lo sé, pero tal vez estoy aquí para afrontar mi más terrible miedo, el miedo a lo más profundo del mar, a la oscuridad que nunca duerme, al silencio que se rompe con el rugido de aquella cosa que ahora viene por mí.
“Sin título”, de Alan Mujica
No sé cuándo fue la última vez que arreglé mis cosas; todo cabe en un armario si sabes acomodarlo bien. Sin embargo, el paso del tiempo, las prisas del trabajo, la procrastinación, siempre hacen que los pendientes se vayan juntando. Empecé por lo más básico: la ropa, ésta sí, ésta ya no me queda, una para regalar, otra para tirar. Las fotografías, por su parte, siempre detienen la limpieza, uno encuentra álbum tras álbum y se queda contemplando los “buenos tiempos” ¿Qué tenían de buenos? Había más pelo, menos grasa, más felicidad, algunas casas ya no están, otras se convirtieron en negocios; las fotografías son un instante que se queda ahí, congelado, uno envejece y las fotografías no, pierden color y los químicos las corroen, pero el instante ya fue perpetuado. Entre tantos lugares, personas que ya no están, me encontré con una serie de fotografías que parecían narrar unas vacaciones, algunas exponían bebidas, comida, caras tontas, pero hubo una que me heló la piel; era una foto muy nítida que reflejaba el horizonte de la playa en el anochecer, yo estaba en medio con una sonrisa nerviosa y un traje para bucear, el agua se veía densa y mientras más recorría con la mirada el contenido y la calidad de la foto, el azul del mar comenzaba a tornarse más y más oscuro. Ese día nadie quería bucear, fui el único que se atrevió a hacerlo y aún me arrepiento de ello; subí al bote, nos alejamos un par de kilómetros hasta que entramos a mar abierto, seguí las instrucciones y prácticas, me arrojé y pensé que encontraría un paisaje espectacular, pero sólo había oscuridad mientras más me sumergía, el frío y la presión me empujaban el diafragma y achicaban mis pulmones, el oxígeno hacía su labor con normalidad, hasta que noté un par de ojos sangrantes observándome desde el abismo, inexpresivos que resplandecían con un rojo carmesí que se reflejaba por la linterna que me dieron, quise nadar al lado contrario de aquella criatura, pero mientras más resistía, más era atraído por esos ojos; sólo escuchaba el borboteo del agua y mis propios quejidos, y los ojos seguían mirándome. La desesperación me atacó de inmediato, temí por mi vida porque mientras más creía estar en la superficie, más oscuro se hacía todo y mis músculos se llenaban de calambres tan fuertes que los gritos sólo eran callados por la boquilla del tanque; gritaba pero nadie podía escucharme, sentí ese lapso eterno y el miedo seguía recorriendo mis pensamientos, ya no sentía mis músculos y el oxígeno claramente se estaba agotando, aquellos ojos seguían ahí, fastuosos e inexpresivos, hasta que desperté y lo primero que percibí fue el aroma a sanitizante ¡Un hospital! Pensé de inmediato, estaba vivo, había caído inconsciente por la falla en el tanque de oxígeno que me dio el instructor, quedé atrapado en una corriente marina y estuve a punto de morir, si no fuera por mi instructor que se preocupó. El oleaje me ocasionó pesadillas y fue la última noche que pude estar allí, al llegar al hotel no pude conciliar ni un momento el sueño, sentía que en cualquier momento entraría el agua por el tragaluz pese a que estábamos en el último piso, escuchaba el oleaje como un taladro en mi cabeza, ¡no sé cómo les puede gustar esa sensación! Regresé abruptamente pensando que aquella foto era una muestra de mi mortalidad. Sin embargo, noté que a mí derecha en la imagen dos pequeñas luces rojas se asomaban, y de nuevo, la presión en el pecho regresó…
ARACNOFOBIA
¡Corre!, de Verónica Calvario
Martha caminaba por una calle desierta y oscura. Había tardado demasiado tiempo en la biblioteca y ahora el silencio profundo reinaba a su alrededor. Por fortuna, Martha no era una chica miedosa, con excepción, claro, de una cosa… La primera vez que le había ocurrido había quedado petrificada del miedo, incapaz de salir del cubículo del baño de la escuela. ¿La razón? Una enorme araña negra de gruesas patas velludas se había colocado en el cerrojo de la puerta. Aquella vez, la versión infantil de Martha había sido incapaz de proferir sonido o movimiento alguno, para no enojar a su inesperado visitante. Habían pasado casi dos horas encerrada en ese cubículo, mirando esos ojos oscuros penetrantes que no se le despegaban ni le permitían abandonar el lugar. Al final, su carcelero había decidido liberarla al encontrar más interesante el cubículo contiguo. Sin embargo, la niña nunca más podría olvidar esa mirada.
Faltaba poco menos de un kilómetro para llegar a casa y ahora Martha estaba internándose en la parte más oscura de su trayecto. Acababa de entrar al parque municipal, al que solía llamar “El bosque” por su espesura y poca iluminación. Los pasos de Martha rebotaban en todas las superficies a su alrededor: en los troncos de los árboles, en los juegos carcomidos por el óxido y en todo el camino de duro cemento. El ruido que provocaba su andar recordaba a una siniestra marcha fúnebre. La mente de Martha comenzó a regalarle imágenes de oscuros ojos arácnidos, acechándola, ocultos tras todo árbol y arbusto. Su frente comenzó a sudar y su corazón latió frenéticamente. Sintió que la seguían. No quería voltear. Creía que si volteaba, cientos de enormes arañas la devorarían sin piedad. Corrió y le pareció escuchar el sonido de patas pesadas corriendo a sus espaldas para atraparla. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Martha incrementó la velocidad y, con las piernas al borde del colapso, a punto de desfallecer, llegó jadeando a casa, empapada en sudor.
Ya en la seguridad de su casa, Martha se avergonzó por su infantil comportamiento. ¡Qué tontería pensar que había un ejército de arañas persiguiéndola! Con esto en mente, Martha cerró los ojos y durmió plácidamente. Al día siguiente, justo antes de que amaneciera, el ruido de las sirenas de varias patrullas despertó a Martha, a su familia y a toda la cuadra. La horrible noticia corrió como fuego ardiente por todo el vecindario. Se había encontrado el cuerpo de una chica apuñalada decenas de veces en medio del parque municipal.
Martha supo que lo único que la había salvado de tan brutal desenlace había sido su ridícula fobia: le debía la vida a esos ojos oscuros que le habían infundido tanto terror en su mente y corazón durante tanto tiempo.
“Sin título”, de Alicia Mares
Me decía a mí mismo que eran relámpagos cristalizados, largas estacas negras que surgían desde atrás de mi cabeza y me cubrían la cara. Obstruían mi visión. Pero ninguna estaca se mueve por sí sola y ningún relámpago se dobla en la coyuntura y tiene la punta tan afilada, tan cubierta de delgados vellos blancos. Ninguna prisión abre las fauces y hace cosquillas con sus colmillos a lo largo de mi cráneo, hasta incrustarse en la base de mi cuello.
Me sacudí. Me aventé a pozas y lagos. Tomé las largas patas, alfileres barnizados de oscuridad, e intenté doblarlas en sentido opuesto, para fracturarlas, molerlas con mis puños si era necesario. Pero los colmillos pellizcaban, pellizcaban, pellizcaban. Y aprendí a traducir sus castaños chirriantes y metálicos como lo que siempre habían sido: una advertencia.
Cierta crueldad veleidosa. Placer constante.
Los vellos de sus patas se me incrustaron en los ojos, reemplazaron a mis pestañas. Ciego, repté hacia la coladera más próxima, donde pronto se me acabaron las provisiones. Dejé de asquearme con el olor del sulfuro para ponerle más atención a los batidos de alas y chillidos de ratas. Dejé de salivar también muy pronto.
Pero nunca pude quitarme el pijama con que me fui a dormir aquella noche. Semana a semana vi cómo caía hecha jirones hacia los canales oscuros del drenaje. Semana a semana, aprendí a distinguir los pasos de las cucarachas del andar de otras alimañas.
Y yo quería, quería hacerlo. Corría hacia los muros cavernosos y goteantes del drenaje, queriendo golpearme en la cabeza, aplastarla con mi peso. Pero ella solamente me abrazaba más y chasqueaba los colmillos; en los ecos de allá abajo yo oía, oía en repetición hueca sus chasquidos. La caricia de colmillos en la carne tierna de mi nuca.
Dicen que las arañas se te meten a la boca cuando duermes boca arriba, pero nadie te avisa de lo que hacen cuando duermes boca abajo.
Relámpagos cristalizados, largas estacas negras. Una sola advertencia.
Si aplastaba la parte de atrás de mi cabeza contra un muro, jamás volvería a oír los chasquidos huecos de sus colmillos. Porque ella los hundiría para siempre en mi nuca y jamás me soltaría.
Siento en mis pestañas albinas las vibraciones de una nueva rata acercándose. Batidos de alas de polillas. En un último intento de sacármela de encima, doblo mis manos huesudas hacia atrás, curvo mi cuerpo de manera inversa para formar así una medialuna. Debo andar así ahora, ombligo arriba, rozando con la frente y la nariz la porosidad oscura del suelo.
Arriba, ella sigue castañeteando las mandíbulas, gozosa, atenta. Atenta a nuevas alimañas a punto de quedarse dormidas.
“El último latido del miedo”, de Javier Ismael Herrera
Octavia vivía junto a su familia pero esa noche todos se fueron al cine, al estreno de una nueva versión de El señor de las moscas. Aquel jueves en particular se sintió intranquila, se sentó en el escritorio y tipeó unos trabajos para la universidad, se colocó los auriculares y puso “Lullaby”, de The Cure, a todo volumen, hasta que el mundo a su alrededor desapareció.
Eric era un vecino que estaba obsesionado con ella, la seguía desde hace tiempo, él estudió su rutina de cada día y estaba enterado que el primer jueves del mes iban al cine sin ella. Esa noche se metió en la casa de Octavia, sabía que mientras esté sentada en la computadora con sus auriculares no escucharía ruidos. Eric era muy delgado y entró por una abertura que sirvió alguna vez para un perro. Tomó por sorpresa a Octavia e intentó ponerle una bolsa en la cabeza, ella se resistió como pudo y tras el violento forcejeo corrió hacia el cuarto de al lado y rompió una especie de pecera de la habitación de su hermano. A punto de someterla, y ya con el pantalón abajo, con ella casi sin fuerzas para gritar o luchar, Eric sintió ocho patas peludas sobre su cuello y se paralizó. Tantas sesiones con psicólogos, psiquiatras y hasta hipnosis, no habían curado la aracnofobia que lo aquejó durante su niñez y adolescencia. Sus músculos tensionados, rígidos, sus ojos inyectados de sangre, su pulso acelerado y su boca abierta, reseca, fueron los signos inequívocos.
En un movimiento rápido, la pequeña tarántula se metió a la boca de Eric, que por un momento se trabó en su garganta y luego siguió hasta el fondo.
El parte médico dijo que murió por un paro cardíaco pero sólo ella presenció la razón de aquél temor mortal. Octavia vio cómo se desplomó el cuerpo de Eric, aún con vida, pero paralizado; ella diría después que le pareció ver la caída de una bolsa de papas. A los pocos segundos centenares de arañas aparecieron de todos lados, como convocados a un ritual, atraídos por algún aroma o misterio que ella no entendía.
Corrió hacia la entrada de la puerta y llamó al 911. Hoy lleva un tatuaje que le recuerda ese día y dedica su vida al estudio de los arácnidos para entender qué sucedió aquella noche. Las noticias informaron que encontraron sin vida, infestado de insectos, a un asesino serial. Se sabía que tenía delirios sobre una deidad con forma de mosca que le susurraba al oído que cometiera crímenes atroces en su nombre, eso comentaban los diarios personales que se encontraron en la casa de Eric Cronen. También, por medio de esos diarios se descubrió que su dieta consistía de insectos, tal como lo comenzó a hacer Octavia meses más tarde.
“Aracne”, de Meme
El jardín es hermoso, aunque el pasto esté crecido, también se observan rosas, flores de ornato, en la esquina del patio hay un árbol lleno de frutos ¿serán muy dulces? Los pájaros se reúnen a comer durante el día. Al fondo se encuentra una casa con un camino de piedrecillas donde se puede brincar entre una y otra. Pendiendo de la marquesina hay grandes enredaderas, los tabiques de las paredes son rojos y se ven tan elegantes y porosos.
Sin duda debo acercarme más y contemplar todo aquello; sin más vacilación me pongo en marcha, camino lento de piedra en piedra, miro alrededor con curiosidad sin olvidar mi objetivo; ya estoy muy cerca, estoy subiendo los escalones poco a poco. Entonces noto que alguien me observa, siento la presencia muy cerca de mí. La he visto antes, es una chica que se acerca con timidez nerviosa y con prisa.
¿Qué ocurre? Recibo un golpe seco, al mismo instante que ella grita y dice que es asqueroso, mientras sus gestos se transforman en miedo y horror. Intento seguir corriendo, aunque esté mal herida. Sin embargo, mi sueño de vivir en un agujero de aquellos ladrillos rojos ha terminado. Corro con mis 8 patas y logró escabullirme entre el césped. Soy Aracne y el día de hoy casi muero aplastada por una loca asesina.
“Sin título”, de L. E. Padilla.
Me quedé inmóvil, había una araña bajo mi almohada.
Parpadeé, fue menos de un segundo. Ya no estaba.
Sentí pequeñas pisadas sobre mi cara, cerré los ojos, sudaba.
Por mi frente y mis párpados lentamente caminaba.
Intenté gritar pero mi voz estaba apagada.
Una araña obstruía mi garganta.
La pesadilla terminó, son las tres de la mañana.
Sentado a un costado de la cama,
Me da vueltas la cabeza, viene la primera arcada.
Por mi boca salen telas y patas de araña.
Pequeños pasos en el vientre. Hay crías en mis entrañas.
“Sin título”, de Daniel Domínguez Toledo
Cuando despertó, el áspero bigote de su novio todavía estaba allí, caminándole en la cara.
MYCOFOBIA
“La alegría de una nueva vida”, de Memo Muñoz Hernández
Con la pandemia todo el mundo lloró su libertad, a mí me parece que es el amanecer de una nueva vida; mi madre, santa señora, nunca me dejó jugar con tierra ni nada que pudiese tener gérmenes, comíamos en platos desechables, limpiaba la casa diariamente con cloro, mis pocos juguetes siempre que los usaba terminaban en una mezcla de detergente, cloro y agua destilada, me enseñó que la suciedad era nuestra enemiga, y yo lo aprendí bien.
Conseguí un trabajo donde no tenía que salir de mi casa, tenía espray para todo tipo de gérmenes, me lavo las manos por lo menos 20 veces al día, el dermatólogo dice que debería de dejar de hacerlo, me está provocando dermatitis, me dice que los gérmenes son inevitables y que un poco de ellos hasta me pueden ayudar, yo no le creo nada, mi madre me enseñó bien, a veces los médicos no saben de lo que hablan.
Y ahora, con la nueva normalidad puedo vivir de nuevo, había dejado de salir, había dejado de ver el sol, a menos que hubiera una buena y limpia barrera de vidrio, mi madre, dios la tenga en su santa gloria, hubiera estado orgullosa de esto; ahora puedo salir sin que me volteen a ver, cubrebocas, careta, guantes de látex, alcohol en gel, espray de limpieza, una nueva vida de libertad me sonríe y yo, detrás de mi cubrebocas le sonrío de vuelta.
Ahora el único asunto que me llena de miedo es ¿qué hacer con todos los gérmenes, supuestamente benignos, que recorren mi cuerpo? Tal vez mi madre tuvo razón cuando empezó a tomarse una copita de cloro todas las tardes, lo rebajaba con agua destilada y lo infusionaba con jamaica, tal vez ella siempre tuvo razón, tal vez los verdaderos enemigos vivían dentro de mí. A ella la encontraron vomitando sangre, hincada frente al váter, nunca me despedí de ella, entrar a un hospital es como ponerse de platillo fuerte para los gérmenes y bacterias, no me despedí de ella, pero sé que ella se fue orgullosa de mí.
ACROFOBIA
“Ahora lo mira directo a los ojos”, de Memo Muñoz Hernández
Alfredo ha notado cambios en su vida cotidiana, el valor le está fallando, ahora mirar al cielo le causa un vértigo muy grande, bajar cualquier tipo de banqueta conlleva el esfuerzo más grande de su día, sube a su departamento en el tercer piso pegado a la pared de las escaleras, con los ojos cerrados, sudando frío, cualquier vista, por más pequeña que sea, al vacío de las alturas, lo hace sudar, sus pies cosquillean, sus manos se inundan de sudor frío y oloroso a miedo, Alfredo ha perdido su valentía, Alfredo ahora le teme a las alturas.
Cuando era pequeño eso no pasaba, muchas veces su mamá lo encontró caminando por la orilla de la azotea, haciendo piruetas, mirando al vacío a los ojos, sin que el vacío lo mirara a él. Siguió creciendo, y seguía viendo al vacío a los ojos, se convirtió en un hombre fuerte, valiente y temerario, trabajaba como limpia vidrios en las alturas, sonreía, disfrutaba la libertad de las alturas, de sentirse un ave, aunque fuera por un par de horas, desde las alturas, saludaba a los pequeños humanos que caminaban como hormigas allá abajo, él estaba en las alturas y eso lo hacía sentirse superior.
Poco a poco y mientras el tiempo pasaba esta sensación de seguridad se fue perdiendo, mientras más se preguntaba por su propósito en el mundo, cada vez las alturas se convertían en su enemigo, dejó de limpiar ventanas en las grandes alturas, cada paso que daba parecía estar cayendo. Primero fueron las ventanas de su departamento, después, muchas veces, no podía ni mirar sus zapatos, la mirada siempre al frente, cuando veía una acera ligeramente más alta, sus manos y pies hormigueaban de vértigo. Alfredo no sabe quien es, sólo sabe que las alturas le dan miedo.
Ha encontrado la solución perfecta, dejó atrás su departamento, ahora vive en un sótano, donde no hay ventanas que lo dejen ver hacia el cielo, donde no tiene que subir más escaleras, donde el vacío, que antes lo ignoraba, ahora lo mira directo a los ojos. Cada vez sale menos, ha estado pensado en mudarse a la playa, dicen que ahí es la menor altura que puede encontrar, porque hace poco descubrió que la ciudad vive a 2240 metros del nivel del mar, y ahora sabe que nunca podrá encontrar un sótano lo suficientemente profundo y que no lo haga llorar, no importa si es por la altura, o por saber que su existencia es vana, resta decir que sólo utiliza el metro para viajar.
“El ascensor”, de Noran
Trabajaba en un edificio de oficinas, el segundo más alto del país. Un día cualquiera me pidieron llevar personalmente algo al gerente cinco pisos arriba. Llevaba apenas un mes allí y era de lo más común hacer a veces de secretaria. Ese día fue la excepción. Descubrí que le tengo fobia a las alturas. Nada más cotidiano que subir un ascensor, nada extraño en el cosquilleo inicial mientras se asciende; pero todo cambió de tono cuando luego de un tiempo esa sensación no se quitaba. Lo que debían ser sólo cinco pisos de ascenso se convirtieron en muchos más. No fue hasta notar que estaba en el piso veinte que lo supe. La sensación de terror repentina. Mi cuerpo comenzó a temblar y podía sentir mi respiración tan clara que parecía que cada respiro era el último. El corazón quería salírseme del pecho. No hay peor miedo como uno que acabas de descubrir; no estás preparado para ese escalofrío que lo detiene todo a tu alrededor y no puedes hacer nada al respecto. Ascendía más y a cada segundo el mundo se reducía a esa cabina de cristal que no parecía tener intención de detenerse hasta llegar a lo más alto del edificio. Y así fue, pese a mi inútil intento presionando todos los botones con la esperanza de parar en cualquier momento. El cristal daba hacia fuera del edificio. Todo se veía más pequeño y lejano mientras me aferraba con fuerza a la baranda de la cabina. Salí del ascensor sudando, sólo para regresar de inmediato a presionar el botón de descenso. Los botones no respondían. Fui en busca de las escaleras que encontré con candados. No recuerdo haber sentido tanto miedo de esa forma. Intenté calmarme respirando tan profundo como me fue posible, pero apenas pude moverme con libertad, me sentí horriblemente atraído por el precipicio, libre, a sólo unos metros de mí.
Arriba… tan arriba; no tocaba el cielo, me sentía en el peor de los infiernos. Y, sin embargo, mis piernas no se detenían. Quería ver, sentir el borde hacia la nada, mientras luchaba por detenerme. A sólo dos pasos del borde vi la ciudad brillar como nunca. Esa tarde era por mucho la más hermosa que recuerde sólo por la imagen frente a mí. Cerré los ojos, y apenas sentí que recuperaba el control sobre mí mismo corrí de regreso al ascensor que ahora sí funcionó. Estuve de cuclillas con los puños en la cara hasta que sentí que me detuve. Piso Uno, marcaba la luz sobre mí. El alivio me duró poco…
“¿Disfrutaste la vista?”, me preguntó alguien por la espalda. Empecé a sentir que me faltaba el aire mientras buscaba desesperado el origen de la voz, pero el ascensor y la recepción estaban completamente vacíos. Lo siguiente que vi hacia fuera fue que llevaban un cuerpo, o lo que quedaba, en una ambulancia, seguido de unos ecos que decían, “se lanzó del último piso”.
“Sin título”, de José Rafael Mata Márquez
Detrás de José estaban los perros del cañaveral, el pozo de agua que formaba el río Manzanares estaba abajo; el miedo lo paralizó, buscó otro sitio para esconderse con la bolsa de mazorcas que había tomado entre las cañas, los ladridos se acercaban, los tres pastores alemanes casi estaban sobre él, vio hacia el pozo y se mareó, no había alternativa y tomó dos pasos atrás y de un salto cayó al vacío junto a la bolsa que llevaba el paquete; se hundió y los perros del cañaveral lo vieron desde la altura, buceo lo que más pudo y buscó el boquete en la cerca de la hacienda del palmar. Esa tarde se comió unas cachapas de jojoto fresco junto a su abuela Juana de la Torre, el miedo a la altura también se acabó aquella tarde.
NYCTOFOBIA
“Lo que ves por el rabillo del ojo”, de Memo Muñoz Hernández
Van a dar las seis, no sé cómo me pude distraer tanto, sólo era la comida, después comimos postre, dos cafés, y ahora está a punto de oscurecer; en el bus hay luz y afuera también por poco, bajando deberé correr, no puedo enfrentarme a la oscuridad en las calles, donde hay poca luz, donde la oscuridad puede alcanzarme, debo correr, cinco para las seis, viene una lluvia fuerte y cada vez se oscurece más, afortunadamente tengo mi linterna, las pilas son nuevas, tengo la fuerza de la luz en mi mano.
Bajo atropellando personas, una señora me mienta la madre, corro, mis piernas piensan en fallarme, pero no las voy a dejar, comienza el crepúsculo, la oscuridad viene detrás de mí, la veo por la comisura del ojo, no puedo detenerme. Llego a la puerta del edificio, no han prendido los focos, mis manos comienzan a sudar, prendo la linterna y me apresuro a accionar el interruptor; la luz sale de las bombillas, clara, limpia, reconfortante, subo despacio, la luz cuida de mí.
Entro a mi departamento, las luces aquí siempre están encendidas, por fin puedo respirar profundo, no puedo volver a distraerme tanto, la oscuridad es muerte, en la oscuridad reptan criaturas que soplan en mi nuca: ¡JAMÁS ME ALCANZARÁN! Prendo la televisión, todo está en calma, antes de cerrar las cortinas veo cómo la oscuridad hace presa a las calles, cierro de golpe las cortinas, porque con el rabillo del ojo pude ver algo, ¿qué?, no lo sé, y nunca lo averiguaré.
Me siento en paz debajo de las bombillas de 120 watts, la tele brilla impávida, todo está tranquilo, afuera comienza la lluvia. Todas las luces de mi casa resplandecen, procuro tener pocos muebles para que nada se esconda detrás de ellos; preparo algo ligero para cenar. De pronto, un gran relámpago, las luces se apagan de inmediato, mientras comienzo a llorar y corro por las linternas escucho el trueno que precede, camino torpemente, mis manos sudan, siento un vacío en el estómago, ¡cómo no pude prevenir esto!, me tropiezo en el camino a mi cuarto, llego gateando y llorando a donde están mis preciadas linternas.
Las enciendo todas, las acomodo para que no entre la oscuridad en mi cuarto, mi lámpara de pared de hipocampo está apagada, tétrica sin luz, y volteo hacia otro lado. Conforme pasa el tiempo todo se va apagando, mi miedo crece, ni siquiera puedo gritar, no voy a salir al pasillo del edificio, sólo queda una linterna y comienza a parpadear, me voy a morir, sin luz voy a morir, parpadea más y se apaga, la golpeo hasta romperla, no quiero abrir los ojos, estoy llorando en mi cama, escucho un ruido, abro mis ojos en la oscuridad, veo algo desde el rabillo del ojo, después nada.
“Hambre”, de Mase Martínez Delfín
Ella sentía cómo le pisaban los talones. Lo sentía cada vez más cerca; los largos dedos que se extendían para escalar sus piernas, la presencia a punto de abalanzarse sobre su cabeza como una ola rompiendo… Volteó y no vio nada. Soltó un gemido de terror y apretó el paso. Los jadeos y el eco de sus pisadas retumbaban en sus oídos, pero por más que corría, aquello se acercaba cada vez más sin hacer ni un sólo sonido. Las escaleras se desvanecían bajo sus pies y las puertas abiertas de par en par desaparecían detrás de ella. Corrió por los pasillos, chocando en su desesperación contra los muros y vio por encima de su hombro cómo se hacían cada vez más y más estrechos. Uno a uno, los focos se apagaron y ella avanzó ciegamente con las manos extendidas hacia el vacío. Perdida, dio una última vuelta y se encontró con otro muro, pero ninguna puerta. Sollozó, volteando a encarar lo que se acercaba: las oscuras fauces que se abrían lentamente hacia ella, hambrientas, devorando la luz. Abrió bien los ojos, pero era como si los tuviera cerrados y, al cubrirse el rostro, sintió el roce aterciopelado de ese algo que se mueve en las sombras, escalando su cuerpo, apretándole el cuello, amordazándola. Ella quiso gritar, pero su gemido se extinguió en un suspiro. En ese último momento, supo dentro de sí y más que nunca la respuesta al secreto que despierta a nuestro instinto de vuelo: que realmente no le tememos a la oscuridad, sino a no estar solos en ella.
De pronto, dejó de luchar y así fue como, finalmente, se la tragó…
“Silencio”, de Santos San
Uno, dos, tres…
Cuento en mi mente mientras respiro con los ojos abiertos, lento y pausado, tratando de ahogar la ansiedad que me genera la tiniebla a mi alrededor.
Algunos rayos de luz se cuelan entre los huecos de mi persiana pero no es suficiente.
Uno, dos, tres…
Intento calmarme, pensar en otra cosa, llevar mi mente a un lugar seguro, lleno de luz. De pronto, un sonido rompe mi letargo. Es como si algo caminara hacia mí desde la entrada, tan lento y espeso como la noche misma.
Uno, dos, tres…
Mi respiración se agita al ritmo de esas pisadas. No puedo moverme, soy presa del miedo irracional que tengo a la oscuridad mientras lo que sea que esté afuera, se acerca más y más.
Uno, dos, tres…
Las pisadas se han detenido afuera de mi dormitorio, quiero gritar pero no puedo emitir sonido y justo entonces, la puerta se abre de un golpe y sólo atino a cerrar los ojos mientras lloro, alumbrado apenas por mi reloj despertador.
En mi cabeza transcurre lo que para mí es una eternidad sin que nada suceda. Sólo hay silencio y oscuridad. Intento controlar mi respiración mientras poco a poco abro los ojos. Parece haber paz, parece haber sido una broma de mal gusto hecha por mi cerebro.
Parece que estoy a salvo, parece que pronto saldrá el sol. Sonrió tímidamente para mí.
Suspiro y me dispongo a volver a dormir aliviado hasta que algo, en la penumbra de una esquina me susurra: uno, dos, tres…
FOBIAS PERSONALES
“La muñeca Emily”, de Verónica Itzel Calvario Sánchez
Al principio se veía completamente normal, como cualquier otra muñeca. Una mañana la encontré sentada en mi sillón favorito en la sala. Soy hija única, así que supuse que era un regalo para mí. Tiempo después mis padres me confesaron que ellos no la habían comprado. Durante años mamá pensó que papá la había traído a casa y viceversa.
Aquella preciosa muñeca de ropas antiguas y labios rojos era todo lo que una niña hubiera deseado a los siete años. Le puse el nombre más bonito que encontré: Emily, y así comenzó nuestro lazo. Jugábamos por horas. Inventaba historias en donde Emily era la protagonista. Era muy feliz con ella, pero un día se cansó de mis juegos infantiles.
Emily me habló una tarde mientras le cepillaba el cabello. Era la primera vez que me hablaba, pero a los siete años uno no cuestiona muchas cosas. Me dijo que escondiera las llaves de papá. Yo sabía que, si él no encontraba sus llaves a la mañana siguiente, no podría ir al trabajo. Sin embargo, Emily me convenció diciendo que sería muy divertido.
Papá tuvo que faltar al trabajo para llamar a un cerrajero que tardó horas en abrir su auto. Estaba furioso y lo estuvo aún más cuando encontró sus llaves dentro de mi estuche de lápices de colores que guardaba en mi mochila. El resultado fue una tanda de nalgadas mientras Emily me veía sonriente, disfrutando cada mueca, cada lágrima y los gritos de dolor.
Al día siguiente tomé a Emily y la metí en una de las bolsas de basura que se recogerían ese día. Me aseguré de cerrarla muy bien y no la perdí de vista hasta que se la llevó el camión de la basura. Así me deshice de Emily. Fue la última vez que la vi… hasta hoy.
Estoy encerrada en mi habitación. Han pasado quince años. No vivo en la misma casa. No sé cómo me encontró. Al llegar del trabajo y abrir la puerta Emily se metió conmigo. Ahora su rostro es aterrador. Su cabello está enmarañado, su ropa sucia y apesta. Tiene un cuchillo en la mano y comenzó a atacarme con él, pero corrí escaleras arriba. No encuentro mi celular. Estoy encerrada en un cuarto sin ventanas. Emily golpea y se azota contra la puerta una y otra vez. La manilla de la puerta cruje con cada golpe. Pronto se va a romper. Emily me habla. Me dice que quiere jugar conmigo. Su voz cambia, va de un tono agudo como de niña a una voz gruesa, más grave que la de cualquier hombre que conozca.
Emily está muy enojada por lo que le hice. Mis manos tiemblan. Espero que alguien pueda leer esto que escribo. Está a punto de romperse la cerradura. Si algo me pasa, quiero que sepan quién es la culpable. Tengo miedo. Emily se ríe. Grita. Gruñe. ¡Ya no hay tiempo!
¡Voy a jugar una última vez con Emily!
“Número desconocido”, de Alberto Macías
El teléfono suena. En la pantalla dice “número desconocido”. Mis músculos se tensan y siento como si bajara la temperatura. Para ser más preciso, es como si me llenaran el pecho con hielo. Esto empezó desde que me avisaron del primer infarto de papá.
“Hijo, sácame de aquí. Está muy oscuro y hace mucho frío”. Mi corazón late tan rápido que lo puedo sentir en los oídos. Mientras sostengo el teléfono, volteo a ver, sobre la cama, esa sombra que lleva todo el día inmóvil. Hace años era un cuerpo masculino, fuerte.
No logro decir nada y tras unos segundos, escucho al otro lado de la línea: “hijo, date prisa. Él está cerca y no tarda en encontrarme”.
“Una de ellas trascenderá más que yo”, Memo Muñoz Hernández
Tendría nueve o diez años cuando todo inició. Hasta esa edad no había tenido problemas con los insectos, de hecho hasta el día de hoy soy un gran fan de las arañas y casi cualquier arácnido. Aquella mañana estaba yo pendejeando de acuerdo a mi edad, es decir, estaba jugando algo, no sé qué, usaba mucho las plantas de mi madre para divertirme, con el obvio enfado por parte de ella; en fin, de pronto, detrás de una maceta enorme, que aún está allí, pacífica en el comedor, salió una terrible y asesina cucaracha.
Sé que puede parecer patético que mi más grande fobia sea una cucaracha, pero uno no elige a qué le va a tener miedo, deja que las escenas primarias se hagan cargo de eso y ya está. Cuando la vi, salí corriendo, gritando, es raro, ya había visto muchas antes, pero esta vez no sé si fue la sorpresa, mis pies descalzos e indefensos ante el animal, o simplemente mi cerebro somatizando mis problemas de niño, después de todo, ser un niño sin más amigos que los libros a esa edad, alguna factura deberá pasar. A veces creo que mi trauma es porque una amiga de mi hermana desayunaba ese día en casa y lo vio todo; hasta el día de hoy me lo recuerda.
Después de eso no puedo ver una, no me dan asco, me dan miedo, todas esas sensaciones de pavor vienen a mí, durante muchos años no lo pude controlar, veía una y me pegaba a la pared, me sudaban las manos y necesitaba que alguien me ayudara a seguir caminando; conforme fui creciendo intenté racionalizarlo, darme cuenta del porqué, preguntando a psicólogos conocidos míos que decían lo mismo: “las fobias son irracionales”, hasta que un amigo me dijo algo que nunca se me olvidó: “tal vez les tienes miedo porque sabes que cuando tú ya no estés, ellas seguirán, y te da miedo que ellas trasciendan y tú no”. Lo miré desde el otro lado de la mesa y le di un trago a la caguama.
Ahora me controlo, siempre que veo una en mi camino le digo: “ve tú por tu lado, que yo iré por el mío, el mundo es suficientemente grande como para vivir los dos”, y sigo mi camino tembloroso. Excepto por aquella vez que cuando bajé al lobby de mi edificio había cientos de cucarachas, todas ellas moribundas, me quedé en silencio, escuché el crujido de cuando se voltean en el paroxismo de la muerte, lentamente subí para enterarme que habían fumigado; ya no quise salir, hasta que mi santo padre, un hombre sin miedos aparentes, bajó y las barrió. Soy racional, soy consciente que ellas prevalecerán, pero tengo mis límites a la hora de tratar con una multitud de cucarachas moribundas, a lo mejor una de ellas no murió, y trascenderá más que yo.
“Fobia al rechazo”, de Luis E. Ramírez.
Y cuando emitieron el dictamen no fui seleccionado.