Antígona


por Ester Blanco


Pronto ocurriría El Desapego. Tendríamos que dejar en el bosque a mi abuela quien ya cumplió los 75 años. Todos los días rezaba porque algo ocurriera: una guerra, una catástrofe, un tifón. Lo que sea que mate a la mitad de mi indeseada familia. Pero que me permita conservar a mi abuela conmigo hasta que se muera en su cama, yéndose como quien se va a un sueño. No quería que la tierra le sirviera de cama, ni que los insectos le hicieran compañía a la espera de comérsela.

Sé lo que me pasará si finalmente ejecuto lo que estoy pensando. Pero no puedo escapar a esta urgencia que me quema desde las raíces, desde mis muertos que piden y exigen que no responda a estas leyes ingratas, sino a ellos. ¿Ven estas manos? No son mis manos: son las manos de todos mis muertos que hacen sus obras. ¿Ven esta boca? No lleva mis palabras: es portavoz de esta declaración que sostiene las plantas de mis pies.

Hacía ya dos generaciones que reconocimos el error que las anteriores habían cometido. El problema no era dejar de tener hijos. Siempre se ha parido cantidades de hijos que a mis bisabuelos les parecían impensables. Pero jamás se ha extendido la vida de tantos seres humanos, ambiciosos, durante tantas décadas. Era antinatura. Y este crimen, se supo pagar caro. Los gobiernos obligaron a evitar los hijos. Los fetos eran sacados vivos y arrojados. Las mujeres y hombres eran castrados por su propio bien. Este ‘bien’ era un intento desesperado por esquivar lo inevitable. Y a pesar de todo, no sirvió. Había viejos que quedaban abandonados, porque sus hijos cargaban jornadas imposibles de trabajo. Sin hijos ¿Quién cuidaría a los ancianos? Se morían de abandono y angustia. Y luego, lentamente, vino la falta de agua y de tierra fértil. Todo era salitre y podredumbre.

A diferencia de mis abuelos, sus padres y sus abuelos que no llegaron a ver la escasez de agua como algo normal; nosotros aprendimos rápido que habían hecho mal. Desde que era una infante he visto el cambio ocurrir. No comprendimos que el crimen real era el espolio que continuábamos haciendo. Esa es la raíz del daño. Pero no renunciamos: no habíamos llegado a semejante avance en nuestra comodidad para ahora retroceder. Preferimos redistribuir entre menos personas.

Al principio, El Desapego era una medida desesperada. Se llamaba asesinato. En público se repudiaba, en privado se ejecutaba. El repudio cesó cuando la cantidad de gente abandonada era proporcional a cada familia que existía en la ciudad. Y ahí comenzó a llamarse desesperación, necesidad, sacrificio. Y las víctimas, quienes jamás osarían llamarse a sí mismas de ese modo, aceptaban lo necesario por amor. Y fue por este amor que el crimen perdió su naturaleza inicua y pasó a ser ley. La cantidad de personas que tenemos el derecho a vivir es inapelable. Si perdemos ese equilibrio, perdemos el mundo que recuperamos.

El precio a pagar era conocido: sacrificar a otros. Pero siempre hemos sacrificado: mis bisabuelos sacrificaron el suelo y el agua para tener sus casas frescas, sus viajes rápidos, sus comidas exóticas desde otros continentes. Y antes de ellos, sacrificamos hijos en guerras. Y antes, animales a dioses. No estaríamos haciendo algo malo. Nosotros sobrevivimos por quienes se han sacrificado.

Y aún así, siendo consciente de esto, no quería dejar a mi abuela. No quería dejar ir a quien me había dado alimento, techo y un conocimiento que aunque me dijeran lo contrario, no podría encontrarlo escrito. Nadie en el mundo conservaba mejor los momentos de mi infancia, los cuales le consultaba para aclararme dudas sobre mi pasado. Sólo ella sabía que significaba el sonido de cada uno de mis llantos.

El día de El Desapego le preparamos el desayuno y el almuerzo. Era la primera vez que tenía que prepararle la comida y me vi abrumada por la terrible revelación que fue no saber qué era lo que le gustaba o prefería. Tratando de no llorar, fui a preguntarle.

—Un té —me dijo sonriente— pero…

—Sin azúcar y con limón —completé.

Asintió.

Antes de cerrar la puerta de la habitación le pregunté cómo estaba.

—Bien. No deberíamos hablar —respondió.

—Pero es importante que yo sepa que estás bien. Y ahora puedo preguntártelo.

—Estoy tranquila. Esto es lo que hay que hacer.

—¿Pariste a tus hijos con esa tranquilidad?

Sonrió mirando hacia abajo. Tras un breve silencio me dijo:

—En ese momento nadie pensaba que tener hijos era lo correcto. Pero no me importó. Hice lo que tenía que hacer. Lo que mi bisabuela me dijo que era importante. Ella vio lo que estaba pasando antes que todos nosotros. E hice lo que me mandó. Y por eso, parí tranquila.

—Entonces, ¿vas a querer té?

Afirmó con la cabeza. Y dos tostadas. Y siempre dejaba media tostada sobre la mesa cuando terminaba.

No hablamos durante el desayuno, ni el almuerzo. No debíamos hacerlo. Supongo que era para no incentivar el arrepentimiento. Pero ella se veía serena, consciente de que este era el sacrificio que le tocaba dar. Así como a mí me tocaba parir con odio hijos, quienes más tarde llamarían al matricidio ‘necesidad’. Fantaseaba más con matarlos recién nacidos que con dejarlos matarme.

A las dos de la tarde empezábamos la procesión hasta la arboleda. Durante el camino mi abuela iba cargada en la espalda por mi padre, su hijo mayor. Él iba mirando hacia adelante. Mi madre lo llevaba de la mano, guiándolo hasta el sitio que el día anterior le había elegido. No debíamos interactuar con los vecinos, ni dejar que nos hablen. Las mujeres llevábamos mantillas que cubrían el rostro, teóricamente, para ocultar la vergüenza de estar pasando hambre.

Mi madre eligió un sitio particularmente alejado. Sin ningún otro anciano cerca. Ni camino. Una ladera que sabía que a la primera lluvia se deslizaría. Y rogaba que viniera una tormenta que me permitiera escapar para ir a buscarla, salvarla y luego decir que quedó sepultada en el barro. No quería aferrarme a ninguna fantasía. Por eso cuando la dejaron allí, sin más agua que una botella de un litro, me abalancé para abrazarla.

Mi familia estaba horrorizada. Y temblaban, como si estuvieran viendo a un dios o a un muerto. Lloraba en el hombro de mi abuela. Ella estaba desorientada, pero como había sido madre, estaba acostumbrada a consolar. Mi madre intentó apartarme pero la empujé de mi lado mientras le propinaba todos los insultos que referenciaran a nuestros muertos. Me dio una cachetada para silenciarme. Me arrastró cuesta abajo mientras me tapaba la boca. Cuando llegamos a la base, me soltó y me dijo:

—Desgraciada. Que pobreza la mía no poder partirte con un rayo. ¿Cómo vas a hacer eso? Vas a apegarte. No debes hacerlo.

—Quizás usted no debió apegarse conmigo. Quizás debió matarme en un balde con agua y dejarme en paz. O abortarme. ¿Acaso no sabía hacerlo? Yo no pedí este mundo, ni esta vida, ni que me trajeran.

Volvió a pegarme, esta vez con el dorso de la mano. Mi hermana miraba atónita la escena.

—Ingrata. No podrías jamás imaginar lo que era el mundo antes. Cómo casi morimos. Cómo comimos barro y agua salada para no morir. Y ahora viene con estos reclamos. Que te di la vida, lo más preciado que podría haberte dado. Y lo desprecias solamente porque estás triste. Por misericordiosa. Por débil.

No hablamos más ese día. Ni los días siguientes. Porque ella pensaba y pensaba, que yo iba a suicidarme y llenar la casa de vergüenza. Nadie querría tener hijos con mi hermana por si salían como yo. Y yo pensaba y pensaba en como mi abuela racionaría el agua. Hasta que las ideas se me llenaron de lágrimas y de angustia. Hasta que las cuentas comenzaron a apurar mis decisiones.

Ya tenía pensado que haría. Pero como era débil (mi madre tenía razón) quería que lo supiera mi hermana.

—Necesito que me ayudes a escaparme hoy.

Sabía que no querría hacerlo. Pero aún así, tenía que agotar la posibilidad. Sentadas en mi cuarto, resguardadas de los oídos de nuestros padres, le confesé mis intenciones.

—No puedo ayudarte en algo así. No debemos ir. Va contra la ley.

—Que esa ley no me importa —repliqué llorando—, a mí me importa no abandonarla. No me importan las razones por las que nos han dicho que debemos dejarla: todas y cada una de ellas no me hacen olvidar el amor que le tengo. Ni pueden calmar la angustia de saber que yo le provoqué este dolor. Saber que ahora mismo se nos muere de hambre. No puedo comer o pensar, porque en todo lo que hago, hay algo de ella: un gesto, una anécdota. Tengo la esperanza de que ir va a traerme una paz que nunca sentí en mi vida. Esa calma que da saber que se hizo todo.

—No hay manera de que no lo averigüen. No hay sombra donde te puedas esconder. ¿Por qué no podemos honrarla con nietos y confiando en que la tierra va a recibirla sin hacerla sufrir? ¿Por qué no nos podemos resignar? Iría detrás de ella… pero me sujeta un deseo horrible por vivir. Y mucho miedo.

—¡Ay, me quema la cabeza todo esto! Y también tengo miedo. No sé de dónde viene esta demanda…me dice que si no voy, llevaré la deuda toda la vida. En realidad, nos sujeta el mismo deseo. Pero mi miedo es odiarme por haberle faltado a nuestra abuela en su momento más débil. Odiarme hasta que me muera.

Me abalancé a sus pies, y los besé con el cariño que los besaba cuando era una recién nacida. Y cayó rendida ante el tremendo recordatorio de que éramos hermanas.

—No te preocupes. En esto no me voy sola. Solamente quiero que tus hijos sepan lo que hice. Porque soy sus raíces, aunque lo nieguen nuestros padres. Así como la abuela es las nuestras.

Me despidió llorando. Le pedí que mantuviera la casa en silencio. Me dio agua y pan, mas no fuego. Y flores del jardín.

Salí de la casa cuando el cielo estaba más oscuro. Todo estaba dormido. No había ni siquiera insectos que se asustaran con mis pasos. A medida que avanzaba iba sintiendo el peso del miedo. Me empujaba contra la tierra. Me repetía que no podía volver, que habiendo dado el primer paso, ya estaban todos los pasos dados. Me adentré en el bosque, tratando de guiarme sólo con mi memoria.

El cielo se puso rápido de un azul más intenso y las estrellas comenzaban a perderse de vista. Me apresuré, arrastrando ramas y pisando matorrales. Y me detuve los pies sintieron la tierra cerosa.

Y allí estaba. Ya tenía insectos caminándole en las manos, pero tímidos de adentrarse en la boca. Las pupilas inmensas tenían un fondo brumoso. Llegué tarde. O quizás, llegué justo en el momento más débil, el más importante. Imaginen si al nacer, nos dejaran solos. Así que la tomé entre mis brazos, tratando de no tocar las llagas que descubrían los huesos, y comencé a mecerla. Mecía su peso frío y blando sobre mis brazos mientras lloraba. No soportaba el olor húmedo y agrio que me llegaba. Menos soportaba los gritos que estaba dando. Comencé a acompañarla con unos sonidos que no podía creer que mi garganta pudiera hacer. Unos sonidos que no son aprendidos. Y rápidamente, otros gemidos comenzaron a rodear mi lamento. Otras gargantas secas y llagadas reclamaban sus lloronas.

Cuando ya salía el sol, me encontró un vigilante. No me despertaron sus pasos, sino el grito de horror por encontrarme abrazada a un cadáver. Estaba tan estupefacto y asqueado que ni siquiera quería tocarme. Llamó a más gente. Pero nadie se atrevía a poner un dedo sobre mí. Delante de esos ojos muertos, que ya ni lágrimas tenían, terminé de hacer lo que debía hacer. Comencé a cavar alrededor del cadáver. Le puse flores en la cabeza y sobre los ojos. Le puse flores en las manos y en la boca. Anudé un pañuelo a su mandíbula. Me astillé las uñas intentando hacer ese hoyo donde deposité el cuerpo. Y le tiré una capa fina de tierra encima. A pesar de sus expresiones, sé bien que en ese momento alguno se habrá hecho la gran pregunta.

Me levanté y avancé entre ellos, cubierta de insectos y lodo; con sangre en las manos y una frente brillante del sudor. Observé por primera vez ese lugar. Era de una belleza que nunca había visto. Tenía huesos enredados en raíces y muertos nuevos que tenían sus caras a medio comer, con hierba que crecía de los ojos. Y así continué, hasta llegar a mi ciudad. Y todos me vieron con un profundo rencor. Hubo quienes incluso me golpearon con bastones y piedras durante el camino a casa.

Cuando llegué, toqué tres veces. Nadie me respondió. Por la ventana contigua a la puerta puede ver a mi hermana, quien lloraba acongojada. Quería abrazarla y llenarla de tierra, de pus, de sudor y sangre, pero eso la arrastraría conmigo. Llamé de nuevo. Y mi madre respondió:

—No vas a entrar estando así de sucia. Es una inmundicia lo que hiciste. Débil. Misericordiosa. Es repugnante. Y ahora, nunca más vas a tener hijos, y lo peor es que lo decidiste sola. Cuántas mujeres deseando un vientre que soporte el peso de un hijo y ahí vas, a desperdiciar ese bien. Por un cadáver. Todo esto por un cadáver.

—Ese cadáver tiene un nombre, que es el mismo que lleva tu hija —repliqué serenamente.

—¡Tengo una que va a parir muchísimos hijos, sanos, preciosos, que van a vivir la vida como se debe vivir! Pero en cuanto a mi otra hija… ella decidió ir en contra de su propia matriz y su propia familia.

—Tu otra hija decidió con la mente clara. Y no me molesta que mi matriz sea el lugar donde mi raza muera. No me molesta llevar en el bajo vientre la marca de mi ilícito. No me importa perder a mis hipotéticos hijos. Voy a llevar mi matriz en la mano como un estigma, orgullosa. Ya los escucho llegar, para llevarme a las autoridades y que hagan lo que manda la ley. Para convertirme en una advertencia. Pero sepa esto: no quiero una cama cómoda o comida abundante, si se sostiene sobre este sacrificio. Sacrifico mi cama y comida para que un anciano que no quiera morir la use.

Me volteé para gritar a la calle para que cada persona que tímidamente oía y murmuraba me oyera bien:

—¡Sacrifico mi cama y mi comida para un anciano que no quiera morir!



Ester Blanco (1996, Argentina). Estudiante de letras en la UBA pero amante de la antropología. Entre la traducción de lenguas antiguas y el estudio de lenguas documentadas recientemente; entre Catulo y el descubrimiento de autores nuevos. Ha publicado en Revista Kaya y Straversa.

Arte: fotograma de La balada de Narayama (dir. Shohei Imamura, 1983)

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