por Datara Lo
Diego e Israel desaparecieron el domingo. Todos los han buscado hasta el cansancio. El hecho de que no estén y se acerque la celebración de los fieles difuntos angustia al pueblo entero como si se tratara de un horrible presagio; aunque también ayuda a llevar la situación con una resignación silenciosa. Seguramente, los muchachos (o mejor dicho, sus almas) llegarán a comer al altar de muertos del templo.
“Si no aparecen hoy, mañana. A la mejor se fueron de putas, están muchachos y macizos. Uno siempre anda haciendo locuras en la juventud”, decían algunos hombres el domingo en el atrio.
Si no aparecen, que Dios quiera que no, o aparecen muertos, la resignación habría valido la pena y descansarían en paz por haber alcanzado la misa de fieles difuntos.
Dos de noviembre, caído en la mitad de una semana especialmente lluviosa. La mañana trae consigo la textura del sereno, el aroma del bolillo calientito y de los tapancos húmedos.
En las cocinas ya vaporean en delicadas espirales el chocolate, el huevo revuelto, las tortillas. El sol asoma detrás de un velo oscuro de Catrina. La misa se oficiará en el templo. El panteón está en un terreno alto, pero eso no impide que el agua se encharque, nadie está dispuesto a pararse una hora entera en medio de un lodazal de muerte, la idea es tan repugnante como nadar en una sopa de cadáveres. La misa será a las diez y falta todavía una hora, pero esa hora es suficiente para que el sol sea envenenado por las nubes otra vez y estas sigan anegando las calles. Seguramente seguirá lloviendo todo el santo día.
A la hora de la misa todos dejaron sus paraguas en la puerta. El altar de día de muertos no se montó en el atrio como siempre, sino que ahora hubo que improvisarle un lugarcito junto al Santísimo.
En misa humeaba ávido el incienso mezclado con copal, los cirios chisporroteaban luciérnagas lúgubres. Israel y Diego no aparecían. Luego, el peor presagio que pudo haberse manifestado: un latigazo aporreó las narices de los feligreses. La dulzura que los envolvía ahora los arañaba descarnada. Mutis despiadado. Durante el resto de la semana todos sintieron en la nariz ese vaho repugnante, era claro que los muchachos estaban muertos. El domingo se ofrecería la misa a sus almas.
El domingo en misa la pestilencia en vez de cesar había aumentado, el olor provenía de allí mismo, del templo. Todos supieron, después de indagar un poco, que el tufo se encerraba en el confesionario.
Abrieron: un par de muchachos muertos en una posición obscena.
Dieguito e Isra se habían dado el uno al otro, enteramente, tan enteramente que se atragantaron en el acto y murieron de asfixia. Sus cuerpos yacían inmaculados, los ojos apenas cubiertos por una tela blanquecina y babosa, eran dos cuerpos juveniles, pulcros, incorruptos.
Movieron el cuerpo de Dieguito y se le zafó un brazo, no había músculos, ni gusanos sino pétalos de flores.
Todos los presentes veían con sus ojos cristalinos y acuosos que estaban frente a un milagro, un verdadero milagro, el semen en sus bocas bien pudo ser hostias en otro estado de agregación. Los enterraron juntos y durante el velorio los pusieron uno al lado del otro.
Ya en el entierro, en el panteón todavía anegado, una niña curiosa se acercó a uno de los ataúdes abiertos y gritó “¡Mamá, pececitos!”
Otro milagro: de la boca de los difuntos brotaba agua a borbotones y entre las convulsiones del agua se dibujaban pececillos de colores. Todos se acercaron curiosos a ver dentro de las bocas exánimes. Todos se asombraron. Callaron.
Después de echar la tierra a los hoyos, nadie pudo recordar lo que vio dentro de la boca de los difuntitos, todos saben que pudieron reconocer lo que era, pero no pueden acordarse. De vez en cuando la intuición les dice que son parte de eso. Se saben viviendo de una manera distinta, se saben parte de lo inexplicable para tí y para mí, se saben hablando en el murmullo del viento, comiendo en las raíces de los árboles panteoneros, viviendo en un cíclico volver a la tierra.
Ilustración de Thomas Eakins