La línea verde


por Natalia Conde


“Por la señal de la Santa Cruz”, dijo una voz sin cara que se ocultaba detrás de un recuadro gris que tenía tu foto, el cual resaltaba por una línea verde. Estaba rodeado de otros tantos, algunos con rostros que seguían lo que aquél decía, otros que sólo mostraban un nombre, la gran mayoría silenciados.

El primer velorio en el que estuve fue el de mi abuelo, era tan pequeña que no recuerdo prácticamente nada, sólo que en medio de la sala había un ataúd donde estaba su cuerpo y que todas las luces estaban apagadas. En realidad era una escena bastante tétrica porque el lugar se iluminaba únicamente por cirios que eran mucho más altos que yo, y en las paredes se reflejaban las sombras del montón de arreglos florales que la familia había llevado. Recuerdo que en algunos momentos todos nos reuníamos alrededor de la caja y todos rezaban entre llantos. 

“Primer misterio”, las cámaras que estaban prendidas ya habían mostrado a las personas que se habían persignado. La línea verde marcaba el inicio del rezo y algunas voces entrecortadas continuaban lo que tenía que decirse en la oración.

Al paso de los años esa experiencia se volvió mucho más frecuente, entre la partida de miembros de la familia y amigos, la muerte se convirtió en algo tangible que, a pesar del dolor repentino que causaba, era soportable porque podías abrazar a los que te acompañaban, llorar y sentir que alguien te ponía la palma en el hombro. Incluso acercarte al ataúd y decir tus últimas palabras a un cuerpo inerte te daba un poco de tranquilidad porque era una forma de despedirte de quien se había marchado. Pero ahora todo ha cambiado.

“Descanse en paz” dijo la línea verde y todos los demás respondieron “así sea”. Desconozco quiénes sean las personas que rodean al cuadro que tiene mi nombre, pero uno de ellos ha decidido silenciarse porque no pudo continuar, se le cortó la voz.

Después de algún rato, cuando cesaban los rezos, la familia hospedadora salía a repartir café con algún aperitivo. Recuerdo que en ese momento el ambiente se aligeraba bastante porque los asistentes platicaban entre sí y todos podían hablar sobre el difunto, ya fuera el motivo de la muerte o, más frecuentemente, compartían memorias comunes que recordaran la simpatía del ausente. En ocasiones se escuchaban algunas risas discretas.

“El nacimiento del Hijo de Dios”, hay alrededor de 80 personas conectadas a esta plataforma en este instante y no puedo dejar de pensar que, si fuera posible, el lugar donde esto se llevara a cabo se vería impresionante por la cantidad de gente que estaría reunida, seguramente la fuerza de las voces sería mucho más estremecedora que en este momento. La sesión dura sólo cuarenta minutos, así que no hay descanso, no podemos detenernos a recordar cómo eras ni las cosas que decías.

Luego del café, cuando ya habían pasado algunas horas, todos estábamos conscientes de que era el momento de que se llevaran al cuerpo, así que las encargadas de los rezos solicitaban que todos nos levantáramos una vez más para orar una última vez; era el momento más crítico porque los más cercanos se destrozaban, el llanto era aturdidor e incluso se escuchaban algunos lamentos llenos de negación y odio hacia quien había decidido que el tiempo de vida del ausente había terminado.

“Que lo perdones te pido, por tu Pasión dolorosa”, las voces que salen del recuadro de la línea verde se quiebran, así que el resto decide abrir el audio y continuar con lo que se tiene que decir. Al parecer en esta ocasión el acompañamiento se resume en tomar la palabra y que se escuche el eco desfasado de las distintas señales de internet.

Llegaban los de la funeraria, apartaban las flores, recogían los cirios y alzaban la plataforma donde estaba colocado el ataúd. A pesar de la insistencia de algunos por seguir sosteniendo la caja, tenían que recordarles que era el momento de marcharse y debían resignarse en los brazos de quienes les abrazaran. Los que más se desmoronaban se sentaban para que sus cercanos sujetaran su cabeza en el pecho y los consolaran m|ientras acariciaban su cabello.

“Señor, ten piedad. Jesucristo, ten piedad…” varios recuadros se iluminaron en ese momento, al parecer todos sabían que se acercaba el final y necesitaban hacerse escuchar, demostrar que estaban ahí, que no habían dejado solos a los deudos. Yo no me he cansado de ver tu foto rodeada por esa línea verde, porque todo esto me parece tan irreal que no puedo creer que estas personas estén orando por ti. No vi tu cuerpo en un ataúd, ¿cómo se supone que me convenza de que esto sucede?

El momento de irse a casa había llegado, los abrazos, besos y palmadas en la espalda se repetían y se hacían con mucha más fuerza que antes, porque el cariño y el apoyo se tenía que sentir mientras apretabas a los que sufrían, porque también necesitabas llorar, porque sentir el apoyo de los que estaban en esa misma sala contigo, te hacía recordar que había un mañana y que, por largo que fuera el proceso, todo iba a sanar pues estabas rodeado de personas que te ayudarían a sentirte mejor.

“Por Cristo nuestro señor, amén”, la luz verde ha decidido reproducir una canción para recordarte, se escuchan algunos sollozos que pronto se callan porque se desactivan los audios; otros recuadros decidieron apagarse porque no querían que se notaran las lágrimas, otros más tienen la mirada perdida desde el tercer misterio y sólo escuchan atentamente para identificar tu voz.

Al llegar a casa podías sentirte tranquilo porque, además de despedirte de un ser que habías querido, podías acompañar a su familia y darles apoyo. Estabas consciente de que pronto vendrían más eventos como misas y rosarios, pero tu alma estaba tranquila y podías dormir un rato para retomar las fuerzas. Pronto en los rosarios se escuchaban más las voces divertidas por las anécdotas, que el llanto amargo.

“Gracias”, dicen varios recuadros grises que ahora también tienen una línea verde por el sonido que desprenden. “Nos vemos mañana”, dice el anfitrión de la sesión, aunque sabe que no nos veremos porque hemos permanecido, como él, detrás del anonimato que permite la cámara apagada.  “Descansen”, dicen algunos sabiendo que esta noche no podremos dormir por la sensación interminable de no despedirnos de ti, de no saber que esa era la última llamada o el último mensaje.

En el momento en que oprimí el botón “salir”, las lágrimas comenzaron a recorrer mi cara, no había ningún abrazo, ni una sola palmada. Se suponía que la virtualidad nos permitiría estar más cerca, que nos ayudaría seguir en contacto a pesar de la distancia, pero nadie tomó en cuenta, nunca, que lo virtual no puede acercarnos si no hay corporalidad. Nadie pensó que los ojos necesitan ver un cuerpo inerte para creer en la muerte, y no un recuadro gris con tu foto que, de vez en cuando, se ilumina por una línea verde para recordarnos que ya no estás.



Natalia Conde es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM, redactora de la revista digital Nota Random e intenta ser escritora de cuentos (o eso dice porque ya publicó uno en la revista Punto de Partida de la UNAM).

Arte: ANTIBODIES, Daniel Iregui

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