La moral del resentimiento en Dogville


por Jesús Gamboa

 

Desde los primeros escarceos de los hermanos Lumiére a finales del siglo 19 hasta las apuestas más provocadoras de la vanguardia europea durante la centuria pasada, la historia del cine, como toda la del arte, ha sido la historia de un capricho: ¿acaso Wells no quiso llevar al extremo la técnica de la profundidad de campo en su Citizen Kane (1941)?, ¿y Lang, convencido de la importancia política y filosófica de una novela de Thea von Harbou, mandar construir, de acuerdo con preceptos del art decó y la estética expresionista, una ciudad babélica en Metrópolis (1927)?, ¿o Bergman, para llenar el tiempo libre en un hospital sueco tras recuperarse de un malestar estomacal, escribir un guión que, a la postre, se convertiría en esa sugestiva parábola mística llamada El séptimo sello (1967)?

Y aunque es cierto que el valor de una obra artística también viene dictado por una serie de factores que, apelando al sentido común y para tranquilidad de nuestros especialistas de fácil neurosis, no podemos calificar precisamente de veleidosos —su repercusión en un periodo histórico determinado, la eficacia simbólica de sus medios de expresión, su influencia en el desarrollo ulterior de otras formas estéticas—, sí debemos celebrar, en cambio, las ligerezas de un director como Lars von Trier (1956-), el enfant terrible danés que, pese a haberse ganado la antipatía de un sector de la crítica debido a sus declaraciones y comentarios subversivos —por ejemplo, fue expulsado del Festival de Cannes en el 2011 luego de que se pronunciara a favor de Hitler, anuncio que en realidad había sido una “broma muy pesada”—, sus aportaciones al séptimo arte a través de películas como Europa (1991), Breaking the Waves (1996), Dancer in the Dark (2000), Antichrist (2009), Melancholia (2011) o Nymphomaniac (2013), lo han convertido en uno de los realizadores más versátiles y lúcidos de las últimas tres décadas.

Ahora bien, si es verdad que reducir a una esquema temático las siempre variadas y, a menudo, complejas obsesiones que distinguen a todo gran artista, puede no solo parecer arriesgado, sino incluso ingenuo, aquí sostengo que, en el caso de Lars von Trier, resulta posible identificar, junto a su ya mencionado interés por la innovación estética, a los problemas de carácter moral, religioso y político como los ejes discursivos que rigen y dan sentido a sus filmes. En efecto: mientras que Europa, narrada por el extraordinario actor sueco Max von Sydow —¿quién no lo recuerda en más de una obra del legendario Bergman?— explora la idiosincracia y la crisis de valores de la Alemania de posguerra, otros largometrajes pondrán el acento en el componente religioso (Breaking the Waves, interpretada por la magistral Emily Watson, enfatiza, de manera ácida, cómo Bess, una fiel calvinista, se prostituye para salvar a su marido; Antichrist, alegoría subversiva que juega con la idea de la culpa, el mal y el sexo) y el moral (Dancer in the Dark, hecha a modo de un musical y estelarizada por Björk, refleja la corrupción, crueldad y explotación en las fábricas estadounidenses; Nymphomaniac, pone en entredicho la idea dominante de sexualidad en occidente).

Así pues, en el caso de Dogville (2003), primera entrega de la trilogía USA: Land of Opportunity, predecesora de Manderlay (2005) y el proyecto aún sin estrenar, Washington, nos encontramos con una historia que, si bien reúne también elementos religiosos y políticos, tiene su núcleo en una serie de planteamientos morales: ¿puede hablarse de una bondad o una maldad innatas en el ser humano? o, más bien, ¿las circunstancias, el medio social, determinan la conducta ética y sus juicios de valor?

Dicho esto, aquí me concentraré en dos asuntos: primero, atenderé su disposición escenográfica y estructura narrativa, elementos de suma importancia en la filmografía de Lars von Trier, pues aparecen directamente vinculadas con la concepción brechtiana del teatro; segundo, analizaré aspectos en torno a la concepción de la moralidad en Dogville, de manera específica a través de la configuración actancial de sus protagonistas, Tom y Grace. Para ello, echaré mano de nociones procedentes de La geneaología de la moral, de Friedrich Nietszche.

Dividida en nueve capítulos y relatada por una voz en off —a cargo de John Hurt—, Dogville llama la atención, en primer lugar, por su disposición, ya que se desarrolla en un escenario teatral con apenas algo de decorado y atrezzo, donde la división de calles y casas está dada por líneas blancas, mientras que la “presencia” de algún objeto o animal se anuncia a través de letreros o advertencias. También destaca el empleo de la cámara y el énfasis en los largos planos secuencia, procedimientos que sin duda Lars retoma del movimiento Dogma 95, cuyos “votos de castidad” fueron ideados por Thomas Vinterberg y él mismo: volver a las raíces dramáticas y narrativas del cine, dejar de lado todo efecto especial, evitar las cámaras fijas, emplear luz natural o presentar a los actores sin ningún tipo de retoque.

Si bien es verdad que este tipo de montaje se encuentra basado en una visión artística personal, no debemos dejar inadvertida la influencia que Bertolt Brecht ejerció en su modelo creativo: el primer punto es el concepto de teatro épico, donde la narración (fabulación) cobra importancia por su globalidad y función crítica; el segundo consiste en el efecto de Verfremdung, que suele traducirse como extrañamiento o extrañación (aunque el sentido literal sea “distanciamiento”), cuyo fin es provocar la desfamiliarización (una de esas variadas y a menudo no tan profundas palabras de estirpe formalista) de los personajes o acciones para que el espectador, sin menoscabar el posible goce estético, sea consciente del artificio.

Como se sabe, Brecht apostó en Breviario de estética teatral (1957), texto clave para entender el origen de sus formulaciones teóricas, por un teatro que, adecuándose a las nuevas ideas científicas de los años cincuenta y emparejándose con el materialismo histórico y dialéctico de Marx, buscara transformar tanto el modo en que se aprehende una pieza dramática del pasado o el presente (para Brecht, de continuo somos “hechizados”, enajenados por los recursos retóricos o los gestos demasiado marcados del actor que ha perdido conciencia de que interpreta un papel) como generar un vínculo crítico, desenajenante, entre espectador y obra.

Así, por ejemplo, explica en el parágrafo 12, que “nos aferramos a la belleza de la lengua, a la elegancia con que se desenvuelve la historia y otros elementos que estimulan nuestra imaginación; o sea, sobre los accesorios de las obras antiguas […] Nuestros teatros no tienen ya ni la capacidad, ni el gusto para contar de modo claro esas historias”. Más adelante, en el 26, vuelve a llamar la atención sobre el papel esclavizante que tiene el asistente al disfrutar de este modo particular una obra: “El rapto en el que parecen abandonarse a sensaciones imprecisas y violentas, es tanto más profundo cuanto mejor saben recitar los actores; tanto es así que desaprobando este estado de cosas nosotros estamos tentados de proponer que el actor recite del peor modo posible”.

Después defenderá que el extrañamiento debe ser el núcleo de una nueva forma de entender y hacer teatro. Para Brecht, extrañamiento significa simplemente la lente que, “si bien deja reconocer al objeto, al mismo tiempo lo hace aparecer extraño”. De fondo realista, sin embargo, el dramaturgo alemán no piensa en un realismo que sea un reflejo fiel del mundo, “de colorido local” o uno de tesis, cosa que muchos directores confunden hasta el hartazgo. Al contrario: Brecht intentará crear un balance entre el goce estético (imaginación, actuación, lenguaje, música) y el carácter transformador, siempre en movimiento, formativo del teatro (circunstancias históricas, ideología, moral, significados). De allí lo paradójico y, por eso mismo, congruente de su propuesta: evitar hacer un teatro de tesis, pero sin caer en el sentimental.

Por lo tanto, el nexo con las ideas de Lars von Trier, en el caso de Dogville, se vuelven patentes: la fabulación del teatro épico a través de la secuencia narrativa y división en episodios, la intención crítica del montaje al presentar las contradicciones internas y externas de sus personajes, el extrañamiento empleado en el montaje mismo, la voz en off, el reemplazo de cámaras fijas por móviles, largos planos secuencia en lugar de la estructura estereotipada del plano/contraplano, el aprovechamiento de la luz natural.

De esta manera, se obtiene lo que Robert Lapoujade ha nombrado “un mostraje”, término posdramático que, al romper con los procedimientos canónicos del cine clásico, apuesta por uno que dé privilegio a la complejidad vivencial de los personajes y acontecimientos.

En cuanto al guión, Dogville es la historia de un pueblo ubicado en algún sitio de las Montañas Rocosas, que una noche recibe la visita inesperada de una forastera, Grace Margaret Mulligan, quien huía de un grupo de gánsters. Alertado por el ladrido de Moisés, el perro de la aldea, el joven Tom, elocuente orador y filósofo, la rescata y aloja. Deslumbrado por su pureza y rectitud moral, convencido de su inocencia, no solo le promete que la ocultará de los delincuentes o la policía en caso de inspección, sino que también buscará su integración a la comunidad, pues en esta aldea todos sus habitantes “eran buenos, gente honesta”.

Así, el narrador nos presentará, poco a poco, el resto de personajes: Tom Edison padre, hombre de posición acomodada, antiguo médico que ahora disfruta de la radio y de la hipocondria; Martha, guardiana del tiempo, toca la campana cada hora; Bill, el tonto de la comunidad, se esfuerza en aprender ingeniería; Liz, su hermana, lava los platos y esquiva el flirteo ocasional de Tom; Ben, el hombre solitario y humilde que se encarga de transportar fruta y visitar un burdel todas las semanas; Chuck, esposo de Vera, figura de carácter agrio y escéptico, cultiva manzanas y está convencido de que toda formación académica resulta absurda; Jack, el anciano ciego que vive enclaustrado haciéndoles creer a los demás que puede ver; Olivia, mujer afroamericana que ha tomado bajo su cuidado a su hermana paralítica…

Tras una votación, el pueblo acepta a Grace, pero con la condición de que, según la filosofía del “dar y recibir,” deberá ayudar a cada uno de los vecinos en sus labores cotidianas, distribuyendo su tiempo de compañía en un intervalo de ocho horas diarias. En un principio todo marcha bien, pero repentinamente los habitantes de Dogville, a causa de las continuas visitas de la policía y, en consecuencia, ante el incremento del costo que implica el riesgo de guarecerla, harán ciertos ajustes en el contrato inicial: primero, el número de horas individuales se duplica; segundo, la variedad y rudeza de las actividades —incluso aquellas que ni siquiera los mismos aldeanos consideraban necesarias— se incrementan, al punto de que Grace terminará haciendo “el trabajo de dos o más personas”.

Y aunque Grace no solo había contribuido con el mantenimiento económico del pueblo, sino que además los había perfeccionado —Chuck sonreía nuevamente, Jack aceptaba su ceguera, Ben dejó de sentirse culpable por su afición a los prostíbulos, Bill por fin le ganaba una partida de damas a Tom, Martha lograba tocar el órgano—, ellos no solo se lo agradecerán explotándola laboralmente, sino también de forma sexual: los hombres de Dogville, llevados por sus instintos carnales, harán de ella una prostituta, al punto de colocarle una argolla encadenada a una rueda de acero. Al final, y luego de que Grace se convenciera de que su aprendizaje y el de ellos había sido inútil después de todo, el cabecilla de los mafiosos —que se nos revela como su padre—, le cede el poder para hacer lo que crea más justo con Dogville… La película termina con una matanza general, en medio del incendio del pueblo. Solo Moisés, el perro de la comuna, sobrevivirá: para estos perros, parece querer decirnos la cinta, sí hay gracia.

Veamos, entonces, algunos elementos que hacen de Dogville un planteamiento y una crítica morales.

Como se sabe, durante los siglos XVII y XVIII vuelven a estar en boga dos posturas antagónicas sobre la naturaleza humana: por un lado, tenemos la concepción antropológica positiva que defiende, a través de Locke, Rosseau o Kant, la bondad esencial del ser humano; por otro, la perspectiva antropológica negativa, en palabras de Maquiavelo, Hobbes o Sade, sostiene que el hombre es malo desde su nacimiento (Sánchez Marín, 2014: 142-52). Tomemos, a manera de ejemplos icónicos, a Rosseau y Maquiavelo.

Si para el ginebrino, en quien ya se anunciaban ciertos atisbos románticos, el hombre se inclina de forma natural hacia la bondad, solo pudiendo corromperse debido a las instituciones sociales y sus males —ignorancia, violencia, tiranía—; para el florentino no existe ser humano que actúe justamente a menos que sea movido por la necesidad, de lo contrario, subraya, éste se mostrará tal cual es: perverso y ladino (2014: 149).

Ahora bien, Rosseau, lo mismo que Locke, enfatizarán que hay un vínculo directo entre la razón y la bondad, la armonía y la justicia, de modo que podemos formular el siguiente corolario: todo lo bueno es razonable, y todo lo razonable es justo. Por su parte, la postura de Maquiavelo, y en cierta medida la de Hobbes, aunque en principio puedan parecer que apelan más a una dimensión irracional, en realidad también subordinarán la predisposición malvada del hombre a una razón que, quizá no sea trascendental, pero sí de tipo instrumental, la cual se concretará en el disimulo, la astucia y el engaño metódico de los poderosos —el famoso Príncipe—.

Friedrich Nietzsche, en La genealogía de la moral (1887), prolongación y explicación de su conocido Más allá del bien y del mal (1886), somete a crítica las nociones de “bueno” y “malo” a lo largo de la historia, así como sus derivaciones y empleo en el cristianismo y la Ética. Aquí me interesa destacar tres términos: moral del resentimiento, la dupla acreedor-deudor y castigo. Para el autor de El Anticristo —una curiosa coincidencia con el film homónimo de Lars—, los valores morales de un pueblo son el producto de condiciones y circunstancias históricas, en las que entran en juego dos grupos bien diferenciados: el de los señores, aquellos que ostentan el poder, y los siervos, quienes se encuentran obligados a la sujeción. De esta división surgen, por así decir, dos sistemas morales: uno que se caracteriza por el dominio, la nobleza, la fuerza guerrera; otro que nace de la impotencia, de la debilidad, del resentimiento (Nietzsche, 2003: 12-20). Así, explica Nietzsche, se crea también una relación de tipo comercial: los acreedores, es decir, quienes detentan la moral superior, se encargarán de cobrar los posibles daños o pérdidas de los deudores, los sujetos pasivos, “ulcerados por sentimientos venenosos y de hostilidad” (2003: 19), ya sea a través de reprimendas o castigos.

Si tomamos en cuenta lo anterior, en Dogville encontraremos ilustradas magistralmente estas nociones a partir de los modelos figurales de Tom Edison hijo y Grace Mulligan. Pensador utópico y elocuente orador, Tom, pese a su fracaso como escritor —sólo ha plasmado cientos de veces la frase “¿grande o pequeño?”—, tiene la convicción de que, con su peculiar filosofía del “dar y recibir”, puede perfeccionar la bondad innata de sus conciudadanos, sobre todo mediante las enseñazas morales concretas (lo cual trae a las mientes los famosos exempla de Don Juan Manuel). Así, sentencia el narrador: “gracias a su diligencia y a su entrega narrativa y al drama, su mensaje se había difundido. Cuando le preguntaran por su técnica, él tendría una única palabra que decir: Ejemplo”.

Tom no solo ha tomado las riendas éticas del pueblo, posicionándose como el acreedor moral de sus habitantes mediante sermones y consejos, sino que él mismo se nombra un observador, un planificador concienzudo que actúa conforme a fórmulas y esquemas perfectamente racionales: “Soy un observador, eso es lo que soy”. En este sentido, podemos ver en Tom la confianza absoluta en que la facultad racional del hombre es el camino de la igualdad (dar y recibir) y el perfeccionamiento empírico (aquí asoma Kant y su razón práctica), siendo el medio un elemento secundario. Sin embargo, Lars critica esta postura (a pesar de que él mismo ha declarado simpatizar con Tom), pintándonos a un personaje que, si bien destaca por sus cualidades estratégicas y lógicas, se mostrará, hacia el final, como estéril, inoperante, absurdo. Por una curiosa vuelta de tuerca, Tom se convierte en Bill, es decir, el tonto del pueblo, alguien que se equivocó de moral y de convicción, pues, ¿acaso los hombres no se corrompen en silencio, furtivamente, como dando la impresión, incluso, de lo contrario? Ya Chuck lo había previsto antes, vaticinándole a Grace su suerte y la de él: “Dígame, ¿qué tal va el engaño?… Me refiero a Dogville, ¿ya la ha engañado?… No se haga ilusiones. ¡Este pueblo está podrido! Hasta la médula”. De esta manera, se puede ver en Tom la exposición del ideal antropológico positivo de la Ilustración, pero también su puesta en tela de juicio, su ironización y crisis.

En el caso de Grace, estos planteamientos adquieren una dimensión más significativa y compleja. Formada en un medio hostil y violento (es hija de un líder gánster), sin embargo, tiene una visión estoica de la humanidad, cree firmemente en la intrascendencia de lo material y en que el mal es el resultado de una desorientación, una ignorancia que puede ser perdonada e, incluso, enmendada. Aunque en principio hay cierto paralelismo entre Tom y Grace, esta se separa de aquel en que experimenta un marcado sentimiento de culpa no solo por sus posibles errores (al incio del film, roba un hueso a Moisés, fustigándose por ello: ¿“mordedura de conciencia”?), sino también por los ajenos, aun cuando estos actos sean violaciones sexuales o vejaciones contra ella misma.

Ahora bien, si consideramos a Grace como la acreedora sobremoral que llega a Dogville para mejorar sus costumbres y acciones (más de uno ha visto aquí una alegoría de Jesucristo, su martirio y beatificación), el pueblo representaría el conjunto de deudores que, llevados por el resentimiento propio de su condición baja (de perros), “enseñando los dientes”, se rebelarían contra esta moral superior, esclavizándola, torturándola y violentándola sexualmente, pues “el disfrute de la violación es uno que se tiene en tanto más estima cuanto más bajo esté el acreedor en el orden de la sociedad…La compensación consiste por tanto en una licencia y derecho a la crueldad” (Nietzsche, 2003: 37).

Pero al final del largometraje, el sujeto sobremoral que es Grace, retomará el poder que le corresponde, simbólicamente otorgado por su padre, El Padre, para cumplir con su tarea, en esa escena extraordinaria donde la luna llena ilumina sin misericordia a los habitantes de Dogville, “mostrándolos tal cuales son”: manda a asesinarlos a todos, chicos y grandes, y prender fuego a las casas; mientras que ella, revólver en mano, se encarga de Tom dándole el tiro de gracia.

Como se ha visto de manera breve, Dogville es un film que, pese a su montaje minimalista, posee gran riqueza simbólica y complejidad discursiva, especialmente en lo tocante a las reflexiones sobre los valores morales y sus conexiones con la política, la religión y la historia. Lars von Trier, como en la mayor parte de sus trabajos, nos ofrece una mirada ácida y oscura, pero profunda, de nuestros sistemas de creencias y costumbres occidentales que, valga decirlo, no parecen ser aquellos modelos felices de otros siglos, sino más bien el síntoma de una enfermedad ha mucho tiempo encubierta: ¿por fin mostramos los dientes?

 

 

Bibliografía

Brecht, Bertold, Breviario de estética teatral (trad. Raúl Sciarreta). La Rosa Blindada, Buenos Aires, 1963.

Nietzsche, Friedrich, La genealogía de la moral. Tecnos, Madrid, 2003.

Sánchez Marín, Ángel Luis, “Naturaleza humana y orden social”. Universitas. Revista de Filosofía, Derecho y Política, 20 (2014).

 

 

Jesús Gamboa, egresado de la licenciatura en Literatura Hispanomexicana y la maestría en Estudios Literarios de la UACJ. Publicaciones: “Símbolo y psicoanálisis: Una aproximación a Los recuerdos del porvenir de Garro”, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea de UTEP, núm. 41, vol. 16, abril-junio de 2009.

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