por Adrián Liborio Antonio
Hace tiempo, en uno de los caminos secundarios del centro de una pequeña ciudad, hubo una casa que no llamaba demasiado la atención. Se trataba de una construcción también pequeña, hecha de madera tallada, en otro tiempo de color blanco, pero descarapelada y percudida con el paso de los años, de un piso y coronada por un tejado en punta, a cuyo interior la única pieza semivacía habitada por un ermitaño daba un toque de tranquilidad, a pesar del eco ocasional.
El ermitaño no poseía nada más que un catre desvencijado y una mesita al lado de ella llena de cachivaches: botones, latas vacías, papeles garabateados y amuletos oxidados, entre otras cosas. Pero lo que más sobresalía era un pequeño bonsái colocado hacia la izquierda del centro de la mesa. Era un pequeño árbol precioso, con florecillas rojas y amarillas en él, de follaje espeso y un tronco que se enroscaba sobre sí mismo. Nada más que fuera digno de mención. Cuando caía la noche, el ermitaño encendía una vela reposada sobre un candelabro que le servía para guiarse en la oscuridad. Cada noche, la vela despertaba de su sueño para alumbrar su alrededor. Era una vela muy feliz. Se sentía poseedora de una cualidad única: cuando la oscuridad comenzaba a rodearlo todo, cuando parecía que las tinieblas asfixiarían el entorno completo para no dejarlo salir jamás, cuando la incertidumbre parecía dejar sin posibilidad de respuesta a nada, ella podía despertar y dar aliento a la recámara. Podía dar tranquilidad a quien fuera que la poseyera, podía permitir un respiro al confundido. Antes de acostarse, el anciano, temeroso de la oscuridad, reposaba el candelabro sobre el extremo derecho de la mesa, pegado a la ventana que daba al exterior de la casa, y procedía a dormir. La vela disfrutaba haciendo su trabajo, y no lo ocultaba para sí misma, disfrutaba jugar con su larga flama naranja alargando la sombra de todo lo que la rodeaba.
No obstante, dentro de aquella felicidad una certeza comenzaba a devorarla en su interior: el hecho de estarse consumiendo. Aún no era nada serio, nada a lo que debiera poner atención ni nada para resignarse, sin embargo la vela sabía muy bien hacia dónde se encaminaba todo. Su cirio comenzaba a menguar muy lentamente, pero era algo que se podía notar sin mayor esfuerzo. Comenzó a suspirar frecuentemente, mientras se preguntaba cómo solucionar su triste situación.
Cierta madrugada, la vela volteó a un lado, un gesto al que no estaba acostumbrada. Fue entonces cuando vio al bonsái, silencioso y sereno, mirando a la luna en la tranquilidad de la noche. A pesar de haber estado cerca tanto tiempo, nunca habían cruzado una palabra.
𑁋Hola, bonsái 𑁋saludó tímidamente.
𑁋Buenas noches, veladora 𑁋respondió el bonsái de forma lejana. Su profunda voz le transmitió una mezcla de tranquilidad y de frialdad, de silencio y de estruendo. La vela quedó sorprendida.
𑁋Te he visto ver hacia la luna últimamente 𑁋mintió la vela𑁋. Me llamó la atención la concentración con lo que lo haces. Estaba preguntando en qué pensabas cuando la veías.
El bonsái no contestó inmediatamente, sino que tomó su tiempo para dar una respuesta.
𑁋Veo el momento en la oscuridad. Veo el espíritu del día que se fue. A veces, cuando la luna está en determinada fase, es posible ver los espíritus de días idos conviviendo entre sí. Bailan agitando sus blancos espectros, haciendo círculos bajo las estrellas antes de desaparecer por algunos segundos, dejando una curiosa niebla a su alrededor. Es un bello espectáculo, aunque en el fondo sólo danzan por inercia. Están casi muertos, sobreviviendo sólo por el recuerdo que las personas tienen de ellos, y en medio de su celebración nocturna no son capaces de comprenderlo.
La veladora sintió asombro ante tal respuesta. Pensó qué responder por algunos segundos, pero no se le ocurrió tal cosa.
𑁋Suena un poco triste 𑁋comentó.
𑁋A simple vista, sí, lo parece. Pero la tristeza es un sentimiento muy bello si sabes apreciarla por lo que es.
𑁋¿Y qué sucede con el espíritu del día que está por comenzar?
𑁋El siguiente día no es. No existe. Será hasta que se convierta en el momento presente, y eventualmente se unirá a los días pasados. Les pertenecerá un poco más a cada segundo.
𑁋Ya veo 𑁋la vela no pudo articular nada más, y se limitó a callar.
Este pensamiento la afectó profundamente. Permaneció callada el resto de la noche, alumbrando el cuarto. Por la mañana, fue a dormir.
Las noches siguientes, la vela permaneció reflexionando sobre su caso y sobre lo dicho por el bonsái. Volteaba a ver disimuladamente su perfil en las sombras, siempre tan implacable, siempre tan apacible. No se animaba a volver a hablarle, era incapaz de dirigirle la palabra. A decir verdad no sabía qué decir.
El bonsái por su parte seguía contemplando la luna cada noche, seguía viendo los días muertos vagando en el anacronismo de la madrugada. Aunque aún faltaba mucho, se abrazaba al día en cuestión, se fundía en él hasta que éste moría, momento en el que abrazaba al siguiente, y al siguiente, y al siguiente, en un ciclo del que no parecía reparar en lo absoluto. No veía demasiado a la vela, pero la llama de cada noche le ofrecía calor, que aunque innecesario, le hacía sentir una especie de gratitud para con ella.
El tiempo seguía su curso; las madrugadas transcurrían de forma normal, la vela comenzaba a disminuir su tamaño de forma cada vez más notoria. La situación comenzaba a agravarse. Se sentía desanimada con mayor frecuencia; ya no jugaba a estirar su llama para incrementar o reducir el tamaño de las sombras a su alrededor, y había dejado de lanzar pequeñas chispas para observar cómo escapaban en el aire. Finalmente en una noche de tormenta, cuando la lluvia azotaba los cristales de las ventanas y, en momentos, la furia de los relámpagos hacía que la luz de la vela palideciera, cuando ésta no pudo soportarlo más. Con un grito desesperado se dirigió con todas sus fuerzas al pequeño arbusto, en espera de apoyo.
𑁋¡Bonsái, tengo miedo!
Él, sin alterarse en lo más mínimo, respondió.
𑁋¿Por qué tienes miedo, veladora?
𑁋¡Tengo miedo porque sé que estoy destinada a desaparecer, consumida ineludiblemente por la soledad sin que pueda hacer nada! ¡Tengo miedo al calor que siento en mi interior, porque sé que terminará por devorar todo mi ser! ¡Y tengo miedo a la tristeza que siento! ¿Cómo puedes considerarlo un sentimiento bello? ¿Cómo puedes evitar que se vuelva en tu contra? 𑁋Su voz viró de la desesperación al sobresalto.
Nuevamente el bonsái esperó antes de contestar. Finalmente lo hizo de forma calmada, sin devolverle la mirada, casi como si lanzara las palabras a las paredes de la recamara.
𑁋La tristeza y la felicidad… ¿has pensado en que quizá son la misma cosa? ¿Has reflexionado sobre ello? 𑁋La veladora se mostró sorprendida𑁋 Ya veo que no. No me sorprende, nuestro razonamiento tiende a ignorarlo. Todos aseguran querer ser felices y basan su vida en ello sin detenerse a pensar que es la felicidad o como se obtiene. No es algo que se obtenga de forma aislada, y bien podría decirse que la felicidad no es más que tristeza pervertida. No obstante equivaldría lo mismo decir que la tristeza es felicidad degenerada. En realidad no hay una definitiva. Puedes elegir cualquiera de las dos afirmaciones, pero sin ignorar a la otra, caprichosamente complementaria. Comprender esto es el primer paso para sosegar tu angustia interior. El calor que te devora no es más que la señal de que sigues viva. Tu momento llegará, por supuesto, y en ese instante acabarás por acompañar a los espíritus de los días en su peregrinar hacia la tierra de la nada. Sin embargo, no debes preocuparte, porque la tierra de la nada siempre ha estado dentro de ti.
Un trueno ahogó cualquier sonido que pudiera emitirse al terminar la frase, y posteriormente ambos quedaron en silencio, viendo a la tormenta cortar el aire con sus ráfagas de agua. Finalmente, hacia el comienzo del alba, la lluvia amainó, y antes de lo esperado, el paisaje se envolvió en la tranquila atmósfera que precede a los vendavales.
Por aquellas fechas las flores del arbusto comenzaron a caer, anunciando el cambio de estación y el inminente final de año aproximándose de forma apresurada. El ambiente se tornó gélido y húmedo, y en la calle, los niños que pasaban corriendo fuera de la casa comenzaban a lucir los primeros abrigos propios de la temporada.
El bonsái lucía viejo en estos días, lo cual no contribuía demasiado al buen ánimo de la vela. No obstante las palabras de su compañero una vez más produjeron un gran efecto en ella, y lentamente comenzó a maquinar un plan para afrontar su destino. Si la tierra de la nada y el olvido eran las únicas alternativas en el ridículo juego sin premio de la espera, las recibiría mirándolas de frente. El frío y la humedad del clima no ayudarían demasiado en su tarea, sin embargo, no estaba dispuesta a aceptar alternativas. Se consagró a esperar la siguiente noche sin rocío, que eventualmente llegó.
Coincidió con una noche de luna menguante.
Los viejos árboles en la calle se mecían apacibles, ocasionando un silbido en el aire de vez en cuando, similar a una canción llamando al ritual, a lo que los hombres conocen como especie desde el origen del tiempo, pero que desconocen como individuos hasta el final de su existencia. Y a lo lejos, el maullido de un gato en celo le infundió un extraño valor. Con expresión inocente, la desgastada vela comenzó a jugar con su llama, esparciendo pequeñas brazas en el espacio circundante. Esta acción alegró al bonsái, quien creyó ver algo de felicidad en la actitud de su compañera. Al fondo, el anciano dormía apaciblemente, recordando lejanas escenas de su infancia que olvidaría al amanecer entre ronquido y ronquido. El destello de las llamaradas comenzó a ser extraño, como si el fuego representara un incipiente baile frenético por huir. Poco a poco, llamarada con llamarada, la lumbre comenzó a abarcar más espacio, y antes de que el pequeño árbol pudiera preguntar si todo marchaba bien, una pequeña chispa saltó intencionalmente sobre una pila de papeles viejos, alimentándose de ellos. La combustión tomó unos instantes antes de tomar forma, pero cuando por fin lo hizo, no hubo vuelta atrás.
El bonsái comprendió lo que sucedía, y guardando la calma, adoptó una actitud de estoica resignación. Volteó a ver a su acompañante, y sin guardar rencor en sus raíces se despidió. El fuego de la vieja veladora se extendió por la mesa, convirtiendo al bonsái en una pequeña antorcha, y rodeando a la vela, forzándola a adoptar tétricas formas mientras se derretía para siempre. Ambos vislumbraron a los espíritus de los días antes de que todo terminara, pero se negaron a unírseles, a aceptar la falsa ilusión de ser recordados por alguien o algo, y sin más, desaparecieron. El fuego de la mesa alcanzó la cortina de la ventana adyacente y pronto se corrió alrededor de la pequeña casa, envolviéndola y convirtiéndola en una pira, que a su vez contagió a los hogares vecinos. Las lenguas de fuego se extendieron de manera soberbia, y pronto toda la pequeña ciudad se halló apresada por el incendio. Inmensas llamas naranjas como flores de cempasúchil, azules como hortensias y rosas como bugambilias recién brotadas se alzaron como furiosos fantasmas sobre el lugar, disputando el espacio y engullendo todo a su paso, con un sonido espectral cuyo lamento se fusionaba con el griterío de los pobladores. Pronto todos los colores se hicieron presentes entre la ignición, formando una arcoíris ardiente reduciendo el rastro de cualquier construcción hasta sus cimientos. El pueblo entero desapareció aquella noche.
A la mañana siguiente, la luz del sol reveló las caprichosas formas adoptadas por las cenizas; un boceto de cruces impresas en la tierra, formando caminitos en cada trozo de ésta, caprichosos altares sin nombre desperdigados por todo el lugar.
El hijo menor de un campesino quien había salido con su padre la tarde anterior al siniestro y que se encontraba fuera cuando todo ocurrió, observó el triste espectáculo a la lejanía. Varios años después, ya siendo un adulto, mencionaría que no podría negar haber sentido cierta felicidad enfermiza transmitiéndose en medio de tan desolador acontecimiento.
Agregó también haber visto a un anciano alejarse tranquilamente del lugar, pasando por el fuego sin sufrir ningún tipo de daño.
No obstante recapacitó, convenciéndose a sí mismo de que se había tratado de una ilusión óptica.
Sólo eso.
Adrián Liborio Antonio. Me gustan los mazapanes de cacahuate.
Arte: Yamamoto Masao